Se puso detrás de él y con una mano le sostuvo el miembro mientras orinaba, con él escribió imaginariamente su nombre. Ambos rieron a carcajadas.
Llegó el domingo 3 de enero y la burbuja que los contenía comenzaba a desvanecerse. Después de tomar unos mates en la cocina y ya cayendo la tarde, ella decidió vestirse para volver a su casa. Se puso el jean y la remera con la que había llegado tres días antes, a dar la clase de inglés.
Lamentaron que tuviesen que despedirse hasta el próximo encuentro, que sería precisamente para la clase. Hablaron de ello. Hablaron de que a pesar de lo que había ocurrido desde el fin de año hasta ese instante, las clases de inglés se mantendrían como hasta entonces. Los martes, jueves y sábados. Acordaron de que ambos respetarían esos momentos de clase para la clase, y que todo lo demás que despertaran en el otro lo demostrarían luego de las lecciones. Parecía un disparate plantearlo así, y hasta se rieron incluso de decirlo en voz alta, pero vieron necesario dejar las cosas en claro. Ella seguía siendo la profesora de inglés, y él seguía siendo el alumno que quería aprender a manejar el idioma con soltura.
Se dieron un largo beso de despedida en el ascensor y un silencioso adiós en la mirada.
Puso en marcha el auto, puso el pasacasete y lo encendió.
Ya con el auto en marcha buscó sus cigarrillos en la cartera. Le quedaban solo los tres últimos del paquete y lo lamentó. Emprendió el regreso a casa lentamente, a pesar de su gusto por la velocidad y de su costumbre de desafiar a otros autos a acelerar en los semáforos. Le gustaba provocar asombro cuando los desafiados descubrían que era una chica quien los invitaba a violar las normas de tránsito. Los vidrios polarizados la protegían de los insultos machistas cuando les ganaba el paso a los otros automovilistas. Necesitaba polarizar otros cristales de su vida para sentirse aún más protegida.
Para retrasar aún más el regreso a casa, decidió antes darse una vuelta por el centro y esto hizo que redescubriera la ciudad bajo el velo anaranjado del atardecer. Se volvió a enamorar de Buenos Aires, como siempre le pasaba cada vez que la miraba con ojos distintos. Esta vez descubría la ciudad con ojos lúcidos, con una madurez mayor y con el cuerpo satisfecho.
Encendió otro cigarrillo y paró en un kiosquito sobre la Avenida Corrientes para comprar sus Marlboro, un grupo de punks le alabaron el corte de pelo y las ojeras cansadas. Ella les dedicó una sonrisa cómplice que fue ovacionada por los muchachitos amontonados en la vereda.
Subió a la autopista y aceleró hasta donde reconoció que le podía responder el auto. Por un momento sintió miedo. Miedo de perder el control y chocar y caer al vacío. Tuvo miedo de morir, o que le sucediera algo peor, de chocar y sobrevivir. En un segundo tuvo miedo de que las cosas le salieran mal, que se le escapara de las manos esa pequeña felicidad que ahora le recorría el cuerpo, de que nada de lo que había sucedido en las últimas sesenta horas fuese realidad, miedo de haber estado alucinando y que nada de su historia hubiese cambiado en absoluto.
Estacionó el auto sobre la vereda de su casa. Abrió la reja de entrada, abrió la puerta de la casa y ahí estaba él con cara de no haber dormido en días.
Vamos...!!!!!
ResponderEliminarBien definida la sensación de protección al entorno!!! Sigo identificado con las sensaciones... Me encantó como los anteriores, aunque en esos sigo sin poder comentar...
ResponderEliminarespectacular , da mas datos de la profe de ingles, de golpe me dieron ganas de aprender!!! jajajaja
ResponderEliminarBien, que bueno saber que siguen enganchados con la historia. ¡Gracias!
ResponderEliminar...y dále con agradecernos, cuando la que nos regalás esto tan lindo sos vos...
ResponderEliminarAhh!!! Ya pude comentar en las publicaciones anteriores!!! Estoy chocho, como perro con dos colas (por no decir gay, que queda guarango)