Las calles se habían vaciado a medida que la noche fue devorándose la ciudad. Miró por la ventana y vio un par de autos estacionados, un gélido velo blanco cubría los parabrisas. Las luces de los faroles se encargaron de barnizar los adoquines, uno a uno. El frío se afirmó en el vidrio y lo miró fijo a los ojos, cristalizando su reflejo. Decidió bajar a comprar cigarrillos.
Casi medianoche y ni un alma. Emponchado y apretando los puños en los bolsillos se apresuró hacia una esquina donde un neón ronroneaba un ABIERTO24HORAS. El bolichito ofrecía de todo desde la vidriera empañada. Tocó el timbre y una señora con cara de abuela buena abrió una ventanita para atenderlo. "Un Narlvoro y una cajita de mentitas", le pidió rápido mientras sacaba el puño entumecido del bolsillo con un billete hecho un bollito.
Encendió un cigarrillo e intentó sacar una mentita mientras giró hacia la calle. No había nadie en ninguna parte. Miró hacia la derecha y nada, solo un par de lucecitas rojas se distinguían muy lejos. Hacia la izquierda sólo pudo ver una bruma espesa que empezaba a levantarse de a poco mientras se comía la calle... hacia él.
Emprendió el viaje de regreso al departamento, pero con la extraña sensación de haberse perdido. Desconfiado avanzó por el medio de la calle hacia las lucecitas de lo que suponía eran autos. Con ambas manos en los bolsillos, de a ratos sacaba una para sacarse el cigarro de la boca y poder respirar…
En plena marcha, empezó a darse cuenta de que la esquina se iba alejando a medida que intentaba llegar a ella… como si la cuadra se estirase en tanto tratase de alcanzarla. Aligeró el paso y desintegró la mentita en la boca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Le dio una pitada profunda al cigarrillo y miró detrás de si. La bruma era ahora un denso humo blanco que se confundía con la bocanada que acababa de exhalar.
Ya no quedaba rastro del cartel, ni estaba completamente seguro de que allí detrás hubiera habido algo, alguna vez. De a poco su caminar se transformó en un trote hacia alguna parte; segundos después fue correr desesperadamente, escapándose de aquella niebla que creía que lo perseguía y que alucinaba que casi le pisaba los talones. En el intento de fuga tiró el cigarrillo que ya intentaba quemarle los dedos.
Corrió violentamente sin poder nunca llegar a aquella maldita esquina. El aire no lo dejaba respirar. Galopó moviendo enérgicamente los brazos para ganar aún más velocidad… pero era inútil. Los trancos no le alcanzan para salir de lo que le parecía ser siempre el mismo lugar. Indudablemente no iba a ninguna parte… y la niebla espesa, que se le acerca cada vez más.
Latigazos blancos, como lenguas le rozan los talones y se divertían intentando hacerlo caer. Los pies helados resistían el impacto contra el asfalto que se le tornaba ahora resbaladizo. Exhausto insistió en llegar…
En un instante la nube se le adelantó, traspasándole el cuerpo. Quedó paralizado en medio de ella. No pudo moverse más, se sintió hundido en el cemento. La niebla se le metió en el cuerpo, espesa. Un olor repulsivo lo envolvía mientras caras espectrales se le burlaban con muecas de dolor y terror. Ojos vacíos lo traspasaron, lo relamieron y saborearon impávidas. Se sintió desfallecer, débil, pero aún de pie, paralizado de terror. Manos descarnadas y transparentes le aprisionaban el cuerpo. Desde los pies hasta la cabeza. Una boca infinita lo besó. Aquel sabor repugnante en la garganta lo hizo vomitar baba espesa. La niebla, de pronto fue comenzando a desvanecerse en la profundidad de la nada, y se quedó, así, tirado en el medio de la calle.
Al cabo de un rato, pequeños pinchazos comenzaron a subírsele por las piernas y, paulatinamente, fue recobrando el movimiento de algunos músculos, sentía la pantorrilla y el empeine del pie izquierdo. Con enorme esfuerzo consiguió pararse; miró de reojo hacia el final de la calle. Volvía a latir el cartel flúor carmesí del kiosco. Estaba a unos cuatro o cinco pasos de distancia. La vieja ya no estaba tras el vidrio. Caminar de regreso hacia el departamento le pareció físicamente imposible. Arrastrando los pies, trató de esquivar el dolor y caminó lo más ligero que era capaz.
En cuanto se acercó a un árbol, se abrazó a él y permaneció así un par de minutos. Cuando se sintió recuperado levemente, se sentó en el cordón de la vereda de su edificio. Respiró profundamente y el pecho se le inflamó de aire. Exhaló todo cuanto pudo, y nuevamente intentó ponerse en pie. Subió a gatas los dos escalones de la entrada, y rogó que el ascensor estuviese en planta baja. Subió los tres pisos por las escaleras y se encerró trabando la puerta con todos los cerrojos. Apagó la luz y se acostó vestido. Con la frazada se tapó hasta la cabeza. Una voz ronca y desconocida le dijo al oído: "¿Por qué has tardado tanto?"
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