Desde hacía días permanecía inmóvil. La familia seguía expectante a que hiciera algo. La semana anterior había tomado la forma de un payaso. Cabezón, con manotas y zapatones. Pero esta semana nada. Quieta y oscura, había vuelto a ser la simple mancha de humedad que ennegrecía desde siempre una esquina del cielorraso. Con el paso de los años, ya había adquirido formas muy distintas entre sí. Una vez, cubrió gran parte de una de las paredes del living imitando la forma de un castillo; días después se convirtió en un ramillete de flores; otra semana, fue un puñal; luego, una nube, también un pianito en una esquina, entre otras tantas formas más. Los tres hermanitos estaban consternados. El menor, Ezequiel de tres años, la miraba por momentos, como expectante. Ignacio, de cinco, trataba de darle una explicación lógica: se secó. Pero, Esteban, el de 8, no dijo absolutamente nada. Los padres no lograban consolarlos, era inútil. La mancha de humedad ya no cambiaba más de forma. Una noche, desde la ventana, la luz de la luna descubrió su escondite. Fue entonces que optó por soltarse de la pared. Era una sustancia pegajosa y densa. Después de varios intentos, saltó desde la esquina del techo directo al piso. Esquivando la luz, se imitaba las sombras de los muebles del living, para no ser descubierta. Se deslizaba despacio, impulsándose alerta a cada sonido, a cada imperceptible movimiento del aire. De a poco fue dirigiéndose al cuarto de los chicos. Escurriéndose pasó por debajo de la puerta. Paulatinamente fue acercándose a las camas. Cada movimiento era premeditado, medido, para no despertarlos. En ese momento oyó un ruido que la sobresaltó. Era Esteban, que se había dado vuelta dejando caer la mano al piso, a centímetros de ella. Esperó volver a escuchar los ronquidos, para seguir su camino. Siguió la marcha pesada y acompasada hasta rozarle la punta de los dedos. Rápidamente el chico volvió a girar levantando de golpe el brazo metiéndolo dentro de la funda de la almohada. Ciega, y guiada por un olfato exquisito, la mancha seguía el olor de la inocencia. Entonces
optó por girar a su derecha. Allí estaba Ignacio, enredado entre las sábanas, apenas se le asomaban las rodillas. No podía percibir la intensidad del calor de ese cuerpo, por los confusos pliegues de las telas. Decidió lo más fácil. La cuna. Ezequiel dormía destapado y extendido en el medio del pequeño colchón con la boca entreabierta, un hilito de baba brillaba
perpendicular hacia la almohada. Lenta y blanda se subió por los barrotes y cuando llegó a la cara, lo embistió por la boca. Sin oportunidad de reaccionar, el chico comenzó a oscurecerse. Los cachetes rosados tomaron un color verdoso, luego morado, para después quedar absolutamente negros, como el resto del cuerpo. La mancha fue nutriéndose rápidamente.
Crecía a medida que el pequeño se disolvía en ella. En la cuna, solo quedaron restos morados en el centro de la sábana. A la mañana siguiente, la madre puso a calentar leche en un jarrito. Repasó los guardapolvos y llamó a la puerta de los chicos, para despertarlos. Dos golpes despacio y luego tres más intensos. Mientras acomodaba el desayuno en la mesa del living, levantó instintivamente la mirada hacia la esquina del techo. Qué curioso, la mancha había desaparecido. La mujer frunció el entrecejo y con un vago presentimiento miró en dirección al cuarto de los chicos. Un líquido espeso y granate chorreaba desde el marco superior de la puerta.
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