El teléfono seguía sin tono. Llamó a reparaciones desde el locutorio a cinco cuadras de su casa. Era la cuarta vez que pedía que le restauraran el servicio, en casi dos semanas. Se fue a dormir pensando en presentar personalmente una queja a la empresa telefónica. Exactamente, cuando estaba a punto de entrar en el más profundo de los sueños, el timbrazo del teléfono lo despertó. Recién al tercer timbre se dio cuenta de que era en su casa. Se levantó tratando de calzarse algo en los pies y fue casi corriendo a atender. Pero no había tono.
A la mañana siguiente encabezaba la fila de quejas y reclamos de la compañía telefónica. Llenó una solicitud, la firmó y la metió en el buzón que le habían indicado. Al regreso del trabajo, corrió a ver si le habían reparado el servicio. Seguía sin tono. Fue al locutorio del barrio. Cuando regresaba, desde la vereda escuchaba sonar su teléfono. Intentó abrir la puerta de calle, pero las llaves se le enredaban entre los dedos. Cuando por fin consiguió entrar, el teléfono dejó de sonar. Levantó el tubo, sin tono.
Otra vez fue a dormirse maldiciendo a todos los parientes de los empleados telefónicos que se había cruzado en la mañana. Cerca de las 3:15 de la madrugada, un timbrazo lo sobresaltó, a tal punto que un fuerte dolor en el pecho se le extendió hasta la espalda. Salió corriendo a atender, y al tercer llamado, cuando por fin conseguía responder, el teléfono seguía muerto. Se sentó en la sillita junto al aparato y con la mirada clavada en los números, se le humedecieron los ojos. Vencido, se tomó la cabeza con ambas manos, apoyando los codos en las rodillas, mirando la nada del suelo oscuro. Respiró hondamente y volvió a la cama. Dio varias vueltas, hasta que por fin se le empezaban a cerrar los ojos. Tuvo pesadillas. Aquel mismo día, a la tarde, Muriel pasó a verlo tal como habían acordado el día anterior. Horas después, cuando estaba bajo la ducha, le pareció oír el timbrazo del teléfono y segundos más tarde a Muriel hablando con alguien.
Desnudo, mojado y tiritando se asomó al pasillo para ver qué estaba sucediendo. Muriel lo miró con una expresión de inequívoco fastidio y le acercó el tubo.
—Es para vos— lo increpó con una mirada que reconoció como llena de celos.
Con sorpresa tomó el auricular y lentamente pronunció un tímido “¿Hola?” y aún tiritando de frío esperó alguna respuesta.
— ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! ¡HOLA! HOOOOOLAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA! —gritaba desaforado mientras golpeaba el auricular contra la mesita del teléfono que ya a estas alturas hacía equilibrio para no caer y desplomarse. Muriel apresuraba el paso arrastrando el abrigo detrás de sí hacia la puerta de calle. La carterita de plástico con forma de corazón que le colgaba del hombro no pudo evitar bambolearse descontroladamente en tanto se oían los golpes sordos contra los muebles. Desde la puerta, se detuvo a observar el cuadro dantesco que se le presentaba: fuera de sí y patinándose en el suelo jabonoso, empezó a tirar del cable del teléfono hasta arrancarlo de la pared. Siguió tirando hasta que la débil pared que lo separaba del departamento vecino comenzó a ceder. Subido a una silla se enroscó el cable al cuello y miró hacia el suelo. No era suficiente la altura. Se quitó el cable de encima y se bajó de la silla patinándose en el piso resbaladizo. Muriel, desde el umbral de la puerta, se tanteaba el celular en el cuerpo que había comenzado a vibrar amortiguadamente en el bolsillo trasero de su jean.
— ¿Qué tenés ahí? — le gritó mientras arrastraba los pies hacia ella que seguía atónita.
Muriel, ahora visiblemente temerosa, le ofreció el teléfono rogándole que no le hiciera daño. Él terminó por arrebatárselo bruscamente.
— ¡Hola! — fingió naturalidad —, pero nadie le respondió.
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