Dita camina sin rumbo, pero decidida. Piensa que el ir hacia adelante ya es un rumbo, inmediato, cercano, preciso. El cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante. Con las manos en los bolsillos del buzo oscuro, tiene un aire de marsupial.
Esta tarde el sol ni apareció, dándole a todo un aspecto como plano, sin sombras. Una bruma clara hace que el día parezca mas frío de lo que realmente es. En el gris del cielo no se distingue ni una nube, aumentando la sensación de tristeza. Esto venia pensando Dita unas cuadras atrás, y preguntándose el por qué, sin interesarse mucho en la respuesta.
Dita camina, con la mirada más o menos absorta en las regularidades o irregularidades de las baldosas, mirando apenas unos metros adelante de ella. Por un momento, el frío, colándose por su cuello, la estremece perceptiblemente. Mientras cruza una calle, percibe una vez más este ambiente de día nublado, extrañamente solitario. Entre sus pensamientos, un poco vagos, se pregunta si será por la hora del día, o por ser la tarde tan desapacible y fría. Apenas ve el barrio, de amplias veredas, por donde camina.
Hay paraísos al borde de las calles, con sus hojas casi todas caídas, amarillas, entre el pasto. En un momento de su caminar, Dita recordó, brevemente, estos mismos paraísos en primavera, y el perfume de sus flores que impregnaba el barrio. Una racha de viento hace volar los montoncitos de hojas del piso. Vuelan unos pasos mas adelante, en toda la cuadra.
En un jardín, un perro, tras las rejas, la mira pasar, indiferente. Dita, también indiferente, posa unos segundos su mirada en él. La mirada de Dita parece vacía hoy, al pensar, o meditar, acerca de ese rumbo que sigue, un poco apuradamente, y que no sabe donde la lleva.
Cruzando una vereda, tal vez más descuidada que las demás, Dita sale por unos instantes de su ensimismamiento para patear un montículo de hojas, que alguien amontonó, y se olvido de barrer. Las hojas amarillas y marrones se esparcen. Una sonrisa espontánea se asoma a su cara, para, enseguida que se hace conciente, convertirse en una mueca, y disolverse.
Una cuadra mas adelante, el muchacho camina lo que ahora es una brisa helada y continua. Un poco encorvado, la cabeza inclinada, los labios apretados bajo la bufanda. Una y otra vez piensa en las palabras que acaba de cruzar con su padre, por teléfono. Palabras insustanciales, acerca del trabajo, pero que, por alguna razón que él desconoce, se quedaron dando vueltas ahí, en su mente. A veces, el ruido del viento en sus orejas, o algún detalle que rompe la monotonía de este barrio que recorre, cansinamente, lo distrae. Pero enseguida cae en el recuerdo de las palabras, los sonidos de las palabras de la conversación por teléfono. Alto y desgarbado, las manos en los bolsillos del pantalón, apenas se le ve la cara que se asoma debajo del gorro de lana, por un lado, y de la bufanda, por el otro.
Dita camina y respira, a un ritmo que se le antoja marcial. Su pelo, apenas largo y castaño, se mueve con un leve vaivén, que de a ratos, el viento desacompasa. Ahora piensa, con una cierta angustia, en ese rumbo que sigue, y que se va como desatando a su paso. Mientras camina, mirando las baldosas unos metros delante, piensa en las analogías entre ese camino que siente desatándose, y el perderse. Un levísimo gesto de contrariedad se transluce en su cara, en sus hombros y en sus manos.
Trata, o imagina tratar, de tomar las palabras delicadamente, en su pensamiento, sin dejar que desarrollen sus significados. Las imagina claras y tenues, apenas con una ligera sustancia. Pensando, y perdiéndose en estos pensamientos, se va relajando. Sus manos crispadas se aflojan y caen en el fondo de los bolsillos de su buzo oscuro, que le da un aire de marsupial.
Un viento repentino y fuerte, agita ramas y árboles alrededor. Empuja a Dita hacia adelante, apurando su ritmo unos pasos. Dita se alarma brevemente, por el ruido de las hojas, y sale de su ensimismamiento. Mira a su alrededor, conciente de que hace ya un cierto tiempo que camina mirando solo la vereda, un poco mas adelante de ella. Apenas unos pasos mas allá, una persona camina en su dirección, mirando hacia abajo, evidentemente sin verla.
El joven viene moviendo apenas los labios debajo de la gruesa bufanda, hablando consigo mismo, repitiendo y cambiando las palabras que había cruzado con su padre. Convirtiendo en afirmaciones las preguntas que le había hecho y de las que conoce muy bien las respuestas. Los puños apretados en los bolsillos del pantalón de pronto se van aflojando cuando sus pensamientos llegan al clímax de la conversación, ahora vacía y sin sentido.
El paso duro y seco sobre la vereda comienza a golpear y retumbarle en la cabeza. Algo similar le sucede a él. Ambos siguen la marcha continua hacia el otro. A metros de distancia, aún no se ven, aunque sí se presienten a medida que se van acercando. Dita levanta la vista y lo ve. A casi media cuadra de distancia lo mira. Alcanza a distinguir los rasgos que permanecen al descubierto. Cuanto las distancias más se achican, mejor puede examinarlo, como en una película que avanza cuadro por cuadro. Ahora ve mejor. Las cejas oscuras y espesas apenas se asoman por debajo del gorro. La nariz recta se asoma en el intento de poder respirar bajo la húmeda y cálida bufanda. Bajo el abrigo Dita puede adivinar un cuerpo delgado y fuerte. Alto, un poco inclinado hacia delante, encorvado de frío tal vez. Con los músculos apretados para resistirle a las borrascas que pasan fugazmente por los costados. Las hojitas doradas de los agonizantes paraísos se abren dejándolo pasar hacia ella.
La mira, a medida que se acerca. Y de a poco desacelera la marcha sin quitarle los ojos de encima. La ve menuda, no muy alta pero atractiva. La halla algo pálida, con labios carnosos y entreabiertos. Las manos escondidas en el buzo oscuro le dan cierto aire de marsupial. El pelo no muy largo se encapricha pararse rebelde a los costados de la cara. Los ojos tristes lo miran, y siente como lo recorren entero. Siente cómo esa mirada le oprime el cuerpo. Ya de frente uno del otro, ambos se detienen.
En silencio, a centímetros, el joven pierde el hilo de lo que venía pensando y absorbido por la imagen de Dita, le dedica toda su atención. Otra vez las manos en los bolsillos se hunden en el fondo, buscando lugar de apoyo donde quedarse, quietas. La tarde va de a poco desapareciendo entre ellos y la bruma clara va perdiendo nitidez. El atardecer se adelanta, pesado, apurado por una noche, que esta vez, se antoja molesta.
Entre ambos hay cierto enlace que los deja inmóviles, recorriéndose y detenidos en el tiempo. Dita recuerda un momento de la infancia en la que jugando en una plaza perdió de vista por una fracción de segundo a su madre, que la estaba mirando a lo lejos sentada en un viejo banco junto a un árbol. De repente no vio más el árbol que la guiaba a su madre. Así se siente Dita. Perdió, no sabe exactamente en qué momento, el referente que la guiaba a alguna parte.
Detenidos sin explicación uno frente al otro… esperan. Dita duda en un instante qué hacer, aunque internamente siente un deseo terrible de tocar al muchacho que inmutable se detuvo frente a ella. Sin sacar las manos de los bolsillos de su buzo, mira hacia ambos lados de la vereda y no ve más que unos perros lejanos oliendo montículos de hojas y oliéndose entre ellos. Nadie es testigo, más que esa tarde agonizante a punto de convertirse en pesada bruma oscura. El joven titubea por un instante y se decide por hablar, decir algo, todavía no resuelto pero algo…“… disculpame pero la calle Aranguren…?” ;”… este… hola, ¿podrías indicarme la calle Aranguren?” ; “hola, disculpame, estoy buscando la calle Aranguren… ¿no sabes si estoy muy lejos?...” ; pero a pesar de lo ensayado dice: “hola, soy aranguren”. Dita lo mira extrañada y sólo sonríe un instante con una mueca de cierto desconcierto.
-no, disculpá… no soy Aranguren… mi nombre es… mi nombre es…-, y cierra los ojos;- esperá un segundo…- y comienza a hurgar en su mente huellas de su propia identidad. Impaciente, confundido y avergonzado esquiva la mirada de Dita mientras se esfuerza en recordar… sin sacar nunca las manos de los bolsillos.
-… mi nombre es Dita; dice la joven sin importarle, o tal vez sin darse cuenta, de lo tormentoso que puede resultar ser, no saber quién es uno mismo.
Mientras más intenta recordar su nombre, más desconcertada parece Dita, que no distingue si todo es un ardid para llamar su atención o en verdad el muchacho está naufragando en una súbita amnesia. En un escape de tensión, Dita comienza a reír. Nerviosa y confundida… mientras el muchacho paralizado, con la mirada clavada en el suelo y ya con una mano en la frente, aprieta la mente para que caiga de golpe su nombre. En un gesto de tremendo dolor se pone ambas manos en la cintura y se quiebra hacia delante… casi vencido por el agotador esfuerzo. Débil se tambalea y busca apoyo sobre un viejo paraíso encorvado. Ahora Dita se da cuenta de lo verdadero de la situación y lo ayuda a incorporarse lentamente sosteniéndolo con firmeza de un brazo. Al tenerlo apretado del brazo, nota la tensión de los músculos, que igual bajo el abrigo se notan fuertes. Apoyándolo de espaldas contra el árbol, Dita le baja un poco la bufanda para verle la cara. Al hacerlo descubre una boca entreabierta, seca y con una mueca extraña, como a punto de decir algo, pero es solo eso, una mueca de estar a punto de decir algo.
Con lágrimas en los ojos el joven se tapa la cara con las manos y se saca de golpe el gorro que llevaba puesto. Pareciera que de pronto un calor sofocante le estuviese quitando el aire, lo estuviese ahogando de golpe. Agitado, nervioso y asfixiado mira a la pequeña joven que tiene delante de él, que lo mira aturdida y angustiada. Respira profundamente. Levanta los ojos y mira el horizonte donde el sol permanece oculto, solo dejando ver apenas unos haces de luces anaranjadas y a lo lejos. Luego del brote sofocante, otra vez el frío invade al mareado muchacho que se estremece por un momento. Mira alrededor y vuelve a ponerse el gorro; se sube la bufanda hasta la nariz y vuelve a poner las manos en los bolsillos del pantalón, encorvándose de nuevo como si así pudiese evitar que el frío se filtre por el tejido de sus ropas.
Dita decide entonces tomarlo del brazo y echarse a andar junto a él. Ya no importa quién es, de dónde salió ni hacia dónde va. Sólo le importa acompañarlo…
Y ambos caminan juntos. Él con ambas manos en los bolsillos. Ella con un brazo apoyado sobre el de él y la otra mano escondida en el buzo oscuro que le da un aire de marsupial.
Que pelotas tenes !
ResponderEliminarP.