Capítulo IX: Cazadora cansada.
Cerró la
puerta tras de sí, colgó el bolso en el perchero junto a ella, se descalzó al
mismo tiempo que se quitaba el tapado y caminó directo hacia la vitrina donde
colgaban enormes y brillantes copones de cristal, en el pequeño living del
departamento que alquilaba. Abrió la heladera y se sirvió una medida abundante
de vino blanco, su nueva bebida favorita. Con el control remoto encendió el
equipo de audio conectado al televisor plano.
Con la enorme copa en una mano caminó hacia la mesada de la cocina, encendió una hornalla y le acercó un tronquito de "Palo Santo". El leño comenzó a quemarse lentamente mientras ella lo giraba para que el fuego lo cubriera por cada uno de sus lados rectos. Por fin el abundante humo perfumado apareció con ansias de cubrir cada espacio a su paso. Con el tronquito humeante recorrió cada una de las habitaciones de su casa. El ritual evangelizaba su hogar, le cambiaba el aroma. Las gatas presenciaban expectantes el recorrido del humo y se erguían para olfatearlo mejor.
Luego de
dejar el agonizante palo carbonizado en un cenicero, se acomodó en su gran
sofá. Las gatas se le subieron en el regazo para recibir las caricias que les
correspondían como parte del obligado ritual.
Mientras
saboreaba el vino, disfrutaba de la música y de la única compañía de aquellas
gatas rescatadas, y agradecidas, recordó que precisamente ese día de invierno
estaba cumpliendo el primer aniversario de vivir en ese lugar. Pensó en todas
las cosas que ocurrieron en el transcurso de ese tiempo, de todas las cosas que
le pasaron a ella en particular. Pensó en la velocidad del tiempo, en la
fugacidad del transcurrir de las vidas, en la fragilidad de las personas, en lo
diminutos que somos en el espacio, en lo débil de nuestras vidas, en las
enfermedades de sus afectos, en el cáncer.
Dio varios
sorbos a la bebida y un cosquilleo frío le recorrió el cuerpo. Se le
endurecieron los pezones en ese instante y por algunos segundos, sintió helarse.
Se tapó con
un poncho que ella misma había tejido tiempo atrás y que siempre lo tenía a
mano en el sofá para esos momentos de repentino frío.
Ya había
pasado un año entero de su separación, de su mudanza, de su cambio de vida, de
su regreso a ella misma. Un año de vivir sola, con su hija algunos días a la
semana, pero sola durante el resto de sus días. ¿Cómo pasó que no se había dado
cuenta de eso antes?, se preguntó en silencio sin esperar respuesta.
Miró a su
alrededor y vio los cuadros que fue pintando en el transcurso de ese tiempo,
había empezado a convertir ese departamento en su refugio, en su escondite.
Sintió un inesperado orgullo el haber recuperado el placer de agarrar pinceles
y colores de nuevo.
Observó las
plantas colgando de las vigas de madera del techo, ¡tanto habían crecido ya
desde entonces! Como creció también su gusto por esa soledad nueva, o
recuperada.
En aquel
diálogo consigo misma se sintió completa. No necesitaba mucho más para estar
tranquila y a su manera, para ser feliz. Su hija había superado, en apariencia
al menos, la separación, su vida de agenda inquieta pero ya rutinaria. Parecía
más que adaptada y conforme con su nueva vida. Su pequeña parecía totalmente
adaptada a pasar tantas horas en el colegio nuevo, con un mundo novedoso
desplegándose ante sus inocentes ojos. Con sus clases de idiomas, con sus
clases de violín, de natación, de pocos nuevos amigos en el colegio, pero de
una multitud de actividades hasta ahora desconocidas. Se mostraba conforme y
contenta con esta rutina llena de cambios, de cosas hasta ahora solo por
descubrir.
La pequeña
había aceptado con beneplácito esta nueva etapa de su vida y crecía con una
notable madurez para afrontar de pie lo que la vida le presentara en cada
momento. Acaso era una virtud innata de la nena, acaso no le quedaba más
remedio que adaptarse a los cambios, acaso era todo una cuestión de actitud. No
encontró las respuestas.
Observó en un rincón que las gatas dormían acurrucadas juntas, muy cerca una de la otra, como si necesitaran algo más que el calor mutuo, como si se necesitaran, como si ninguna de ellas tuviese a nadie más que la otra para garantizar su subsistencia. Esa imagen la hizo reflexionar en la relación entre ella y su pequeña. Y era así, pero de a ratos. La nena tenía a su padre y a su madre, aún. Pero por separado.
Pensó
también en los acontecimientos de los últimos días. Del robo del auto. De la
declaración en la comisaría, pensó en el rechazo del seguro en cubrir los daños
ocasionados en aquel robo. Recordó todas y cada una de las veces que no
creyeron en sus palabras sinceras.
Se detuvo
en pensar en eso precisamente. En lo valiente que se debe ser para decir las
verdades, por más crueles que ellas sean. Pensó en que solo los más nobles
creen en verdades; que es más fácil y cobarde pensar que todo es mentira. Pensó
en todas las veces en que no creyeron en ella. En la soledad que eso le
producía en el alma. Recordó las palabras denigrantes que le dijeron cuando
descreyeron de ella.
Eso la
entristeció por un momento fugaz. Aquel recuerdo ni siquiera valía la pena.
Terminó el
contenido de su copa. Las gatas abrazadas ignoraban su pena.
Sintió que
no necesitaba más que eso para sentirse plena.
Música que
la acompañara.
Vino que la
llenara.
Compañía
animal, que la satisficiera.
Pensó en
aquellos hombres que fugazmente pasaron por ella.
Con un
futuro prometedor que sabía era ilusorio.
Pensó en
aquellos hombres que re aparecían.
Con un
pasado lamentable que sabía era de falsa compañía.
Si tan solo
encontrara paz con ella misma.
Cuánta
felicidad eso le daría.
Pero no.
Sola
siempre estaría.
Cansada ya
de tanta cacería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario