Capítulo VI: Punto sin retorno.
Dita se
acomoda junto al hogar encendido con una copa de vino. En penumbra observa la
noche invernal del otro lado de la ventana. Se acurruca en soledad con la
mirada prendida de un cielo particularmente vacío de estrellas.
Es el primer fin de semana sola luego de la separación. El primero de su hija, de cinco años, con su papá; el primero en la vida de su expareja como padre full time. El primero consigo misma en muchos años, más de lo que llevara la cuenta, unos ocho o nueve desde la última vez que recuerde ese tipo de soledad, temporal. La sensación no le resulta extraña, por el contrario, necesitaba sentirse así, una cita consigo misma, una reconciliación ansiada luego de mucho tiempo de resentimiento, de insatisfacción, de deudas internas.
Mira a su
alrededor y ve con incredulidad que por fin alcanzó ese estado de libertad en
ejercicio, esa libertad se materializa ante sus ojos en cajas y bolsas con
libros, ropa, papeles, vajilla, juguetes, recuerdos, dolores, tristezas, angustias.
Cada bolsa atesora un momento único, irrepetible, irreproducible, una cuota
saldada con el paso del tiempo.
En ese
estado de íntimo letargo piensa en Rubinstein y su advertencia reiterada de no
caer en la trampa de la ilusión del ermitaño. De aquel que se siente arropado
por muros impenetrables para cultivar una amorosa soledad. Nada que lo
disturbe, nada que lo interrumpa en su idílica masturbación mental, ninguna
distracción peligrosa que atente contra su arquitectura de portones, barrotes,
compuertas que protegen su delicado y sensible ser.
Solo su
hija es capaz de traspasar esas barreras con su mera presencia, solo ella. El
resto está obligado a permanecer del otro lado de la fortaleza.
Dita hace
un repaso meticuloso de aquellos que consiguieron traspasar sus límites, el
padre de la nena encabeza la breve lista. No por mérito propio, sino por
haberla fecundado y darle su joya más preciada, la pequeña parte de sí con
autonomía, con carácter, personalidad y temperamento propios, pero tan
semejantes a los suyos.
Pocos otros
han llegado a esa instancia, alguno -más afortunado- que decidió ocultarse tras
el manto pesado y profundo de los recuerdos.
Esa
sensación de auto complacencia, de plenitud solitaria, de solvencia emocional es
para Dita, ahora, alcanzar un punto sin retorno.
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