Capítulo X: Luna roja. Noche ciega.
Y el día del que tanto le habían advertido que debía cuidarse, llegó. Se coló por las hendijas de su refugio sin que pudiera hacer nada para evitarlo, ni aun habiendo tenido conciencia o voluntad para ello. Se sirvió una medida de ron y completó el vaso alto con agua tónica. Revolvió el contenido con la punta de un dedo y siguió reflexionando mientras observaba el cielo estrellado desde su cálido refugio, desde este lado del gran ventanal hacia la noche.
Ahí fue
cuando llegó el momento exacto en que tomó conocimiento de su Ser. Sí, de su
ser completo. No necesitaba a nadie más que a sí misma para sentirse entera.
Así como lo es, completa. Sin piezas faltantes.
El día que
supo que podía estar en este estado por lo que le restara por vivir ya era un
pensamiento concreto y corpóreo en su mente. Comenzaba a disfrutar profundamente
los momentos de total y plena compañía consigo misma.
El timbre
de su departamento la trajo a la realidad súbitamente.
Puso música.
Salió a abrir la puerta.
—¡Hola! —resplandeciente
saludó a su invitado.
—¡Hola! —la
beso fugazmente en los labios Gerardo, uno de sus amantes favoritos...
Juntos, de
la mano, caminaron hacia el departamento de ella.
En cuanto entraron se besaron apasionadamente recorriéndose los cuerpos por completo. Ella cerró la puerta con llave sin dejar de besarlo.
—A ver... date una vueltita para que pueda verte mejor —le dijo mientras retrocedía dos pasos para no perderse una vista general de ella, que le resultaba asquerosamente atractiva, aún llevándole más de una década en edad.
Ella giró
sobre sus talones mostrándole todas y cada una de sus voluminosas y
proporcionadas curvas.
Pasaron aquella noche de sábado juntos. Durmieron, hubo sexo, hubo sueños, hubo fantasías, más sexo, hubo un desayuno amoroso y hubo una partida.
Todo volvía a la normalidad. Se dio un baño largo y caliente, ya en su cómoda soledad. Sentía que ahora tenía todo el tiempo del mundo para estar consigo misma, otra vez. Una sonrisa resplandeciente se le dibujada en la boca.
A media
mañana del domingo la propietaria del departamento, y vecina, Elvira, quería
ver su última obra. Le abrió la puerta con desgano pero enseguida hablar de
acrílicos, lienzos, y pinceles la motivaron y la volvieron verborrágica por ese
hobbie que tanto la apasionaba. Pintar la hacía sentir plena.
La dueña saludó a Uma, la mayor de las gatas recientemente adoptadas. La confundió con Millie, la gata azul rusa que se mudó primero al departamento.
Dita sabía que el problemita de visión de la propietaria y la tímidez natural de Millie favorecían a la confusión de Elvira, que creía que había una gata, en lugar de dos.
Al cabo de un rato Elvira se fue, convocada por su pareja que la silvaba desde el otro lado de la pared.
—Es Chelo,
debe estar la comida— se despidió.
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