Capítulo XII: La muerte es una puerta.
Sábado 9 de enero de 2016.
Dita salió del vestidor con el enterito negro que se acababa de probar cuando la llamaron al celular. En el visor vio que se trataba de su cuñada, a 3.600 kms de distancia.
- ¡Hola!
- El gordo se me fue... -sollozaba la desgarrada mujer del otro lado de la línea.
- ¿Qué...?- Dita no lograba entender lo que significaba aquella frase tan simple y determinante.
- El gordito se fue...-continuó llorando desde la más profunda de las penas acongojada en un llanto ahogado de dolor.
-... -No pudo decir nada, nada podía ser dicho, nada podía hacerse, nada podía agregarse.
-Se fue. - continuó llorando su cuñada desconsolada.
-Está bien, está bien. No sufre más. Se acabó Ana. Terminó su dolor, ahora solo queda el nuestro -pudo decir tratando de que sus palabras, aunque crueles a 3.600 kms de distancia del cadáver de su hermano, pudieran apenas calmar artificialmente el infinito dolor de aquella mujer cuyo marido recién fallecía -Voy a la casa de mis viejos para decirles, no te preocupes, yo les digo -determinó.
Decidió ser ella la que les diera la peor noticia que puede recibir una madre preocupada por sus hijos, y siempre presente; y un padre anciano y perdido en una incipiente demencia senil en sus ochenta y dos años de vida. Decidió ser ella la que les dijera en persona que el mayor de sus tres hijos estaba muerto. Era un anuncio que merecía ser contado en persona, con un abrazo que los contuviera y los sostuviera ante el shock de la conmoción de tal tristísima comunicación.
Con los ojos hinchados y rosados ensayó mil y una posibilidades para contarles la muerte de su hijo. Ninguna de las versiones le pareció la menos dolorosa. Todas eran terribles. Todas eran trágicas. Todas eran horribles e injustas. La muerte de un hombre de cuarenta y ocho años, esposo dedicado y amoroso, padre de una jovencita de dieciocho y de un chico de doce, era una tragedia sin importar las palabras que se eligiesen para disminuir el horror.
Por fin llegó a la casa materna. Entró. La perra que siempre solía recibirla con empujones y saltos la esperó, aquella vez, quieta a que se acercara para acariciarle la cabeza. Tal vez supo que traía novedades que no merecían el saludo ritual alegre de vueltas y saltos.
Su madre abrió la puerta y la recibió sonriente, algo sorprendida por la visita inesperada.
-¿Qué hacés hoy por acá? Viniste a comer, qué raro que no llamaste antes...
-Mamá. -Se acercó y la abrazó para sostenerla-Ana me llamó hace un rato. Rodolfo murió. -dijo sin pensar y largándose a llorar al tiempo que su madre lanzaba un llanto desde las entrañas, partiéndola en dos.
-Ana me dijo que Rodolfo no quiso contarnos que había estado internado entre Navidad y Año nuevo. No quiso que nos preocupáramos, por eso no nos contó cada vez que se comunicó con nosotras, para preguntarnos por la salud de Elizabeth.-. La menor de las hermanas estaba atravesando por una complicación severa de salud. Había perdido un embarazo de treinta y tres semanas por un atípico caso de hematoma hepático encapsulado, tal vez causado por una posible pre eclampsia, presión arterial alta, y por aquellos días volvía a quedar internada en un lapso de apenas dos semanas debido a una inusual fiebre repentina.
-Ahora...
¿cómo se lo contamos a papá? -la mujer se tapó la boca con una mano en un gesto
de consternación y angustia.
Entraron a la cocina donde el anciano almorzaba sopa de verduras en silencio y con la mirada perdida hacia el televisor encendido.
-Iván. Rodolfo murió. -le dijo la mujer a su esposo que seguía comiendo inmutable y mudo mirando el televisor. - ¿Entendés lo que dije? Rodolfo murió, esta mañana, recién. Ana llamó para avisar-le explicó la mujer en voz muy alta para que el anciano escuchara lo que le estaba diciendo-, ¿entendés lo que eso significa? No lo vamos a volver a ver jamás-remató duramente largándose a llorar mientras se dejaba caer en una de las sillas de la cocina.
-Bueno
-dijo el padre mientras seguía comiendo su sopa sin quitarle la vista al televisor.
La madre preguntó si Elizabeth ya sabía de la muerte de Rodolfo, Dita negó con la cabeza.
La mujer se levantó de la silla y cansina fue hacia el teléfono.
Dita observaba a su padre que seguía comiendo monótono su sopa de verduras, anaranjada por la abundante cantidad de zapallo en ella.
Lo miraba comer sin gestos e intentó recordar la última vez que lo había visto sonreír, que lo había visto bromear, que lo había escuchado hacer algún comentario acertadamente irónico.
En un momento se sintió observada por su padre que terminó su sopa con un último sorbo de la cuchara. Tomó un repasador para secar su bigote ceniciento y la miró a los ojos.
-La muerte es una puerta. Ya la dejarán abierta para mí-afirmó con convicción y una inquietante mueca en los labios, que se asemejaba a una leve sonrisa.
Dita se marchó a su casa pensando en las palabras de su padre. Nada volvió a ser igual.
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