Capítulo VII: Hipocresía beneficiosa.
El Dr.
Isaac Rubinstein abre el archivo de su paciente luego de dos meses de
intervalo, la mira por encima de los lentes y le pregunta con calidez en la
voz.
—¿Cómo está?
¿De qué desea conversar?
—Estoy muy
bien, ¿usted? ¿Cómo está usted hoy? —le pregunta interesada en la respuesta de
su terapeuta.
—Estoy
bien, gracias por su interés. Dígame de qué quiere hablar hoy, por favor.
—Quiero
hablar de la hipocresía.
—¿Hipocresía
de alguien en particular o como una idea conceptual?
—Sí, de la
hipocresía en general, de la gente, de todos, de nosotros, de la suya, de la
mía, de la hipocresía cultural si quiere.
—¿En qué
sentido?
—De la
hipocresía de que nos importa lo que le sucede al otro, mientras que no es más
que un gesto artificioso que sabemos que a la larga nos redituará en algún
beneficio.
—Como por
ejemplo ¿preguntándome cómo estoy hoy?
—Exacto,
esa es una de las tantas formas que toma la hipocresía.
—Bueno,
demostrar interés por el otro es parte del protocolo de convivencia.
—De
conveniencia, si me permite corregirlo.
—¿Lo que
usted hace es por conveniencia exclusivamente?
—Últimamente
empiezo a creer que sí, que efectivamente lo que hago, en gran parte, es porque
me conviene hacerlo.
—¿Podría
ser más explícita por favor?
—Claro.
Preguntar por la salud de alguien que no vemos con frecuencia, o por su
situación sentimental, o por sus afectos, o por lo que sea es un acto de
hipocresía en sí mismo. Si pregunto por esos temas, hago pensar al otro que
realmente me interesa saber, conocer su situación hace que me gane su estima,
aunque no me interese en lo más mínimo.
—Se
describe a sí misma como un ser frío, egoísta, y sinceramente no creo que usted
sea en absoluto de esa manera. ¿Qué intenta demostrar?
—Algunas veces acepto invitaciones a tomar algo de hombres, a veces a cenar, y me terminan contando cosas que realmente no me interesa saber. Por no resultar descortés, ni maleducada, los escucho con una atención fingida hasta les pregunto sobre sus vidas , aunque no me interese en lo más mínimo conocer los detalles de sus miserias, ni de sus fracasos sentimentales, ni de sus abandonos, ni de sus desencantos, y sin embargo, sigo aceptando esas citas sabiendo de antemano que va a llegar el momento en que se me desdibujará la sonrisa de los labios cuando comiencen a contarme el cuentito de una vida llena de pesares, de miedos, de pasados traumatizantes que nada tienen que ver conmigo, y ahí me quedo, observándolos revivir el sufrimiento de un abandono inevitable, cantado de antemano.
—No lo
había pensado antes pero sí, creo que tal vez me haga sentir mejor persona
saber que hay otros que la pasaron realmente mal. O tal vez, saber que otros
sufrieron mucho, minimice mi propio dolor.
—¿Qué más?
¿qué piensa? —le preguntó Rubinstein inclinándose levemente hacia adelante con
notoria curiosidad.
—Creo que
me conviene para mi propio beneficio saber que otros sufrieron más que yo y que
me cuenten sus desgracias me hace sentir libre.
—¿Libre?
—Sí, me
libera. Que otros me cuenten sus males hace que yo me olvide de los míos.
¿Entiende ahora doctor? El beneficio de la hipocresía.
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