Capítulo XVI: No pasa un sólo día en que no piense en ella...
No pasa un
sólo día en que no piense en ella, desde hace cuatro años.
Desde el
instante exacto en que la vi por primera vez, hasta el último beso de
despedida.
Desde el
instante en que la vida decidió trucar nuestros caminos, para que
indefectiblemente luego deseáramos transitar un nuevo sendero, juntos, por
siempre.
Desde el
perfume inconfundible de su piel.
Desde aquel
mágico e inolvidable instante en que me perdí en sus ojos y nada volvió a ser
igual.
Desde ese
milagroso arrebato de hundir mis dedos en su cabellera sedosa para no querer
nunca más salir de allí, jamás.
Desde el
momento en que nos dijimos con el corazón lo que nunca habíamos creído poder
decir.
Desde
aquella noche en que lloró en mis brazos y no supe qué decirle.
Desde ese
único momento en que deseé haberla conocido antes, que hubiese sido ella y sólo
ella mi mujer, la única.
Y desde
entonces es que cualquier suceso, por pequeño, pueril, insignificante,
cotidiano que parezca, me empuja hacia su recuerdo.
El eco de
su risa resuena aún, lejana y sorda, en mi mente.
La foto de
su sonrisa me transporta a la dicha de sentirme dentro suyo, como nunca, como
nunca después.
Un cielo,
un paisaje, un color, un aroma, una canción, una palabra, un silencio.
Todo tiene
algo suyo porque veo todo a través de su recuerdo.
Una
película, una tristeza, una tela, una ventana, una dicha.
Inequívocamente
me hace saltar hacia el abismo de no tenerla.
Mirarme las
manos, sacarme los lentes y esperar sus caricias, en vano, me hunde el pecho y
me cierra la garganta.
Dita
escuchaba en silencio aquella profunda declaración de amor, que no le
correspondía ni le pertenecía y sintió que se le humedecían los ojos. Entendía
perfectamente ese sentimiento puro, genuino, auténtico. Se reconocía haber
estado ella también en ese lugar, en las sombras de la pena. En la angustia del
tiempo que no pudo ser.
Se
reconoció en no dejar pasar ni un sólo día sin pensar en aquel alguien...
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