domingo, 19 de agosto de 2012

CAPÍTULO 22: "Polaco" no ama a mi marido. 3° parte.


En el 2003 trabajé para una aerolínea norteamericana y tenía turnos rotativos. Tenía un fin de semana libre cada mes y medio aproximadamente. Uno de los primeros sábados libres del verano de entonces fui a una cita a ciegas. Por entonces no estaba involucrada con nadie por lo que tenía la libertad de elegir con quién salir. La cita había sido coordinada vía ICQ. No sabía con qué me habría de encontrar pero fui igual.
Llegué al Gran Bar Danzón alrededor de las 2 am tal como lo habíamos conversado por chat. Dejé el auto en el estacionamiento que está justo frente al local. Era una noche sumamente calurosa y despejada. Admito que me vestí para deslumbrar. Me puse un vestido de hilo de seda plateado, algo corto, de breteles delgados y sandalias de alto taco fino grises. Una carterita al tono y un saco largo también de hilo en composé. Tenía el cabello suelto y algo rebelde. Me llegaba hasta la mitad de la espalda, como ahora. Esperé en la puerta del edificio y me sonó el celular. Era mi cita que me avisaba que ya estaba esperándome en una mesa reservada dentro del bar. Subí las escaleras con intriga. Nunca antes había hecho nada igual. Subí y busqué la mesa indicada. Caminé directo hacia ella. Y allí estaba. Con una camisa de seda negra, un pantalón negro entallado y una sonrisa amplia.

   ¡Hola!, — dijo con la cara iluminada en tanto que se ponía de pie para saludarme con un beso caliente en la mejilla.

   ¡Hola!— dije con ansiedad y me senté.

   ¿Te gusta el lugar? ¿Encontraste bien la dirección? ¿Querés hacer una cata de vinos? — me bombardeó con preguntas, supuse que para disimular sus nervios.

   El lugar me gusta. Llegué bien, es fácil de encontrar la dirección. Te acepto la cata de vinos. — fui contestando ordenadamente sin sacarle los ojos de encima.

   ¿Segura? Mirá que dicen que no hay que mezclar porque el alcohol se sube a la cabeza... o se baja entre las piernas — concluyó en voz baja con una sonrisa.

   Bueno, entonces ahora definitivamente te acepto la invitación — le seguí el juego despojándome de cualquier prejuicio.

Llamó al mesero y pidió una cata de vinos. En seguida nos trajeron distintas copas y botellas diversas. Varios platitos con variedad de quesos con las indicaciones por escrito de cómo debía hacerse la cata. Tal queso con tal o cual vino. Recuerdo que llevaba puesto las lentes de contacto nuevas y en un momento atiné a buscar los lentes en la carterita e inmediatamente recordé que no los necesitaba. Ese gesto, sutil y fugaz, despertó su curiosidad.

   ¿Te sentís bien? — me preguntó con preocupación en la voz.
   Sí, todo bien. Estaba a punto de buscar los lentes en la cartera pero recordé que tengo las lentes de contacto puestas.

   Tenés unos ojos profundos que... me intimidan. — Me dijo por lo bajo.

   Entonces te voy a avisar cada vez que te mire — dije en broma.

   No, sorprendeme y mirame sin aviso — concluyó rotundamente. Como una invitación precipitada a caer al vacío.

Bebimos los vinos, comimos los quesos, nos reímos al unísono y paulatinamente todos los demás comensales fueron desvaneciéndose en el espacio. Un calor sofocante me invadió desde el centro del abdomen. Me quité el saco de hilo dejando al descubierto los hombros, que de inmediato llamaron su total atención.

   Hermosos brazos, lindos hombros. ¿Entrenás? — me preguntó en tanto sostenía con toda la mano su copa de cabernet.

   Cada vez menos, pero sí, de tanto en tanto descargo tensiones en el gimnasio. ¿Vos?— pregunté con la boca seca. Sorbí el resto del vino de mi copa.

   También, a veces. Cuando tengo un rato libre. En mi departamento tengo un mini gimnasio así que entre sesión y sesión a veces se me da por ejercitar los músculos.

   Tenés el consultorio en tu casa, tenés resuelto el problema del tránsito — me atreví a decir.

   Sí. Una maravilla no tener que salir de casa para trabajar — agregó mirándome fijamente a los ojos. Sentí que con esos ojos castaños me estaba recorriendo mentalmente, por completo.

   ¿Por dónde vivís? — le pregunté al tiempo que aceptaba más vino en una nueva copa.

   Acá cerca, por Barrio Norte. Si tenés ganas podemos ir a mi departamento así lo conocés, y si te dan ganas hasta podés usar mis aparatos — dijo con simpatía perversa.

   La verdad que no creo que pueda manejar con tanto alcohol en el cuerpo. Si no es muy lejos, tal vez podamos ir caminando — dije asombrándome yo misma de mis propias palabras.

   ¿Querés? — me preguntó.

   Sí. — contesté con un calor que me quemaba en todo el cuerpo. Necesitaba tomar un poco de aire fresco y "caminar me haría bien", fue lo que imaginé.

En un momento se levantó de la mesa, pagó y me tomó con gentileza del brazo. Nos íbamos a su departamento.
Bajamos las escaleras, me ayudó a ponerme el saco sobre los hombros y me agarró de la mano. Caminamos algunas cuadras en silencio, siempre de la mano hasta que llegamos a su departamento. Entramos, me saqué el saco y la carterita y los dejé caer al piso. Me recosté en un gran sofá de cuero blanco y nos empezamos a besar como si supiéramos cómo hacerlo, en ese preciso instante sentí que nunca antes me habían besado igual. Sentí que me besaban como yo solía hacerlo, que me besaba con todo el cuerpo. Fue inolvidable, doctor.

   Bien, ¿recuerda el nombre de aquel hombre? — preguntó Rubinstein haciendo anotaciones en su pantalla táctil.

   No doctor. No era un hombre. Y sí, claro que recuerdo su nombre. Se llamaba Carola —  y giró para mirarlo a la cara y no perderse la expresión del terapeuta.



 

domingo, 5 de agosto de 2012

CAPÍTULO 22: "Polaco" no ama a mi marido. 2° parte.

21 de enero de 2016. 14 horas. CABA


Estacionó el auto en el mismo lugar que lo había hecho la semana anterior. La lluvia continuaba incansable. Se subió la capucha de su piloto beige, tomó su cartera y bajó rápido del auto. No acostumbraba a usar paraguas; si no los perdía el viento los destrozaba. El Dr. Rubinstein la estaría esperando con el café preparado, imaginó.
Tocó el timbre del departamento, se abrió la puerta, entró. Saludó al terapeuta y aceptó el ofrecimiento de café. Lo pidió amargo. Se quitó el piloto y lo colgó en el perchero que estaba junto a la entrada. Sacó pañuelitos de papel y secó los lentes que se habían mojado por la lluvia. Se recostó en el diván frente a la ventana balcón que tenía las dos hojas de vidrio cerradas, pero que le permitía ver llover. Las gotitas aterrizaban en los vidrios y comenzaban su loca carrera descendente al suelo.

   Sírvase su café, amargo. —le ofreció el Dr. Rubinstein para luego tomar asiento en su gran sillón de cuero negro.

   ¡Gracias! —contestó ella tomando la tacita caliente con ambas manos.

   ¿Qué pensó luego de nuestra primera sesión? —preguntó el Dr. Rubinstein mientras abría el archivo de su nueva paciente. La última palabra del encuentro anterior estaba subrayada y en negrita: Polaco.

   Pensé que tal vez usted tenga razón en cuanto a que me perturbe la falta de noticias de mi ex, también pensé que no quiero perder a mi familia por algo que pasó hace siglos, —terminó de decir para beber el café caliente y mirando fijamente hacia la ventana que daba al cielo siguió: —doctor, ¿a usted le gusta la lluvia?

   Sí, no me desagrada. ¿A usted qué le pasa con la lluvia? —inquirió Rubinstein escribiendo cosas inteligibles en su pantalla táctil.

   La lluvia me recuerda a algo que él me repitió muchas veces cuando volvimos a hablar después de tanto tiempo.

   ¿Qué le repetía?

   Me decía que casi siempre llovía los miércoles a la noche. Los miércoles yo iba después de dar clases en Parque Centenario. De ahí me iba hasta Villa del Parque a la casa de él y me quedaba hasta el jueves por la tarde.

   ¿Recuerda que realmente fuese así? ¿Realmente llovía durante esos días de encuentro?

   No lo sé. Tal vez la lluvia la haya puesto él para ponerle más melancolía a esos recuerdos.

   Puede ser —dijo Rubinstein y miró hacia la ventana para ver llover.

   La lluvia me recuerda a él.

   ¿Desde cuándo?

   Desde siempre.

   ¿O desde que él le dijo que cuando se veían solía llover?

   ¡Ay, doctor! ¡Con qué facilidad me hace dudar de lo que yo misma creo! Ahora que me lo pregunta, ¡no lo sé! —dijo abruptamente. Terminó de beber el resto del café, apoyó la tacita sobre una mesita de servicio junto al diván.

   Para eso es la terapia. Para dudar, para indagar, para descubrir lo que la mente intenta tapar.

   Me acuerdo de una tarde de lluvia, pero no era un miércoles. Había sido un sábado por la tarde. Y yo no le daba más las clases de inglés.

   Cuénteme, ¿qué recuerda?

   Llovía como ahora. El cielo estaba cerrado. Negro de nubes pesadas. Él tenía un sofá grande, azul marino. Hacía un poco de frío. Nos recostamos en el sofá y nos tapamos con el cubrecama que se trajo del dormitorio. Con el control remoto apagó el equipo de audio. Siempre teníamos la radio encendida, escuchábamos Aspen, infaltable. Pero aquella tarde la apagó. Quiso escuchar llover. Recuerdo que mirábamos a través de los vidrios empapados cómo el cielo se descargaba incansablemente. Nos quedamos abrazados fuertemente. Escuchábamos llover. En silencio. Recuerdo que empezamos a besarnos con mucha ternura. Como si ambos hubiésemos sido frágiles y el otro hubiera podido rompernos fácilmente. Despacio nos recorríamos con las bocas. Me acuerdo de cómo me gustaba su olor. No el perfume que llevase puesto, sino su olor. Me gustaba olerlo. Luego de besarnos despacio los dos comenzamos a tocarnos por encima de los jeans. Nos fascinaba tocarnos sin tocar. Recorrernos por encima de las ropas. Nunca más experimenté nada parecido a eso con nadie. Jamás.

   ¿Ni con su marido? —preguntó el terapeuta mientras dibujaba con el lápiz táctil una ventana con lluvia en la hoja de notas de su paciente.

   Ni siquiera. Mi marido es diferente a todos los hombres con los que me relacioné.

   ¿En qué sentido? — siguió dibujando las rayitas oblicuas en lo que parecía ser la escena que su paciente estaría observando.

   En muchos sentidos. Nos conocimos por Internet. En un sitio de contactos. Yo tenía muchos mensajes de hombres que querían conocerme. Sin embargo él no era uno de ellos. Yo le dejé mi dirección de mail en mensaje privado en cuanto vi su fotografía. Tenía cara de bueno. Al día siguiente empezamos a conversar por chat. A los quince días fuimos a un hotel. A los seis meses me fui a vivir con él. Sus padres nunca me cayeron bien. Son chusmas. Toda su familia es de meter las narices donde no los llaman y todos hablan pestes de todos. Son hipócritas. Sin embargo él no se parece a su familia. Él es reservado. Tal vez demasiado. Nunca me dijo que me amaba, ni que me ama.

   ¿Usted se lo dice?

   Ya no. Antes, al principio de todo le hacía siempre la misma pregunta pelotuda: "¿Me amás?" y él me respondía "Sí". Esa era toda la oralidad capaz de expresar nuestros sentimientos. Ahora, no sé si lo amo o no.

   Por lo menos estamos seguros que "Polaco" no ama a su marido...

   ¡Ja! — se rió por lo sorpresivo de la reflexión — Polaco nunca podría amar a mi marido. Yo pude y ahora lo dudo... — respiró profundamente y se abrigó con el saquito tejido que llevaba puesto.

   ¿Cómo interactúa usted con Polaco?

   ¿Qué?

   Quiero saber si Polaco toma posesión de su mente en determinadas situaciones o es solamente una imagen de usted misma que cuando quiere la hacer aparecer...

   Polaco es mi lado oscuro, creo. Polaco estaba muerta hasta que apareció este hombre de mi pasado y la nombró. Cuando él la nombró, Polaco surgió. Polaco hizo cosas que yo no me atrevería a hacer ahora.

   ¿Por ejemplo?

   Polaco podía tener sexo en lugares públicos. Yo no lo haría.

   ¿Está segura?

   No. Bueno, con mi marido jamás podría suceder nada parecido. Es muy tímido y no se atrevería a hacer nada inapropiado. Ni siquiera es capaz de besarme en público.

   ¿Y en privado? ¿La besa?

   Tampoco.


Un rictus de amargura le transformó la cara. Se le humedecieron los ojos. Sacó un pañuelito de papel del bolsillo del jean y se secó los lagrimales por debajo de los lentes. El Dr. Rubinstein anotó palabras sueltas ininteligibles.


   ¿Quiere hablar de eso? ¿Qué la angustia?

   Me angustia saber que ya no seré besada, tal vez, en lo que me quede de vida.

   ¿Por qué lo dice?

   Porque mi marido no me besa, ¿por qué más lo diría?

   ¿Nunca la besó?

   Sí, al principio sí. Luego dejó de besarme paulatinamente. ¡No crea que no me daba cuenta, eh! Empecé a reprochárselo. Él me explicaba que se quedaba sin respiración porque tiene adenoides.

   Las adenoides son operables.

   Sí, se lo dije mil veces pero no quiere operarse. Le resulta más cómodo no besarme.

   ¿Qué siente al respecto de que su marido no la quiera besar? ¿Es muy importante para usted que haya besos en la pareja?

   Me siento rechazada.

   Comprendo. ¿Se lo dijo a su marido?

   Me cansé de decírselo, hasta que un día apareció mi ex y me olvidé que mi marido no me besaba. Había surgido la esperanza de recuperar esos besos de ensueño.

   ¿Fue así?

   Sí. Absolutamente. La primera vez que nos reencontramos luego de diez años, nos besamos y el tiempo se detuvo.

   ¿Y en los otros encuentros?

   Fueron besos mejores. Más apasionados, más tiernos, más profundos, más dulces, más puros... — una mueca de sonrisa ahora le brillaba en toda la cara. Rubinstein que podía observarla de perfil podía verle la cara reflejada en el vidrio de una de las ventanas. — La última vez que me besaron así fue en octubre del 2011.

   Hace mucho tiempo de eso.

   Demasiado tiempo para una mujer que le encanta besar y ser besada. Tengo tantos besos acumulados esperando poder salir para cubrirlo a él por completo. Tantos. Mil besos guardados.

   ¿Cree que algún día pueda liberar todos esos besos que tiene atesorados?

   Sí. Lo siento en el cuerpo. Tarde o temprano los dejaré libres.

   ¿Usted o Polaco?

   Las dos que somos una — dijo y de repente se puso de pie. El Dr. Rubinstein se sorprendió  e instintivamente se acomodó en el sillón por sentirse algo intimidado. Pudo percibir en la cara de su paciente una mirada profunda que no había notado antes.

   ¡No se preocupe, doctor! No lo voy a besar. ¿Podría pasar un segundo al baño? — dijo con una sonrisa pícara y burlona.

   Sí, claro. Es la puerta que está en aquella esquina — le indicó con un movimiento ligero con la mano derecha.

   ¡Gracias! — tomó su cartera y caminó en dirección hacia la puerta.

El Dr. Rubinstein pensó que tal vez la que se levantó del diván era definitivamente la famosa Polaco.