domingo, 27 de septiembre de 2020

CEI: C1E3: El pincipio del fin.

 Capítulo 1/Episodio 3: El principio del fin.

El día siguiente lo sorprendió agotado y deseando que aquel sueño no tuviera fin.

A ella también. Ese sábado caluroso de octubre, llegó a su casa más tarde que de costumbre. Pero no le importó. El hombre con el que convivía aún no había llegado, eso la alivió. Se recostó con una sonrisa extraña. A la mañana siguiente quiso que el tiempo transcurriera veloz para que por fin se hiciera el primer martes de clase, más precisamente, que fuera el martes, a las 19 horas. Se sucedieron los días y un par de veces la sorprendieron pensativa con una mueca difícil de descifrar. "En qué estarás pensando, vos..." se animó a exclamar Francois, en un español afrancesado, en la cocinita del instituto de idiomas para el que ambos trabajaban. Él obviamente enseñaba su francés natal, y ella, inglés. —¡En nada, Fransuá! ¡En nada! —respondió por acto reflejo mientras seguía batiendo estúpidamente el preparado que luego se convertiría en café instantáneo. Nunca un alumno nuevo la había inquietado tanto.

El martes llegó finalmente. Llegó puntual. Tocó el portero eléctrico y esperó impaciente a que bajara a abrirle la puerta de entrada al edificio. Esta vez no hubo testigos. Un beso fugaz en la mejilla y la incomodidad de estar juntos y solos en el ascensor podía percibirse en la atmósfera. La clase fluyó con normalidad, es decir, nadie hubiese adivinado el torbellino que los invadía por dentro. Luego de puntuales 60 minutos de clase y de frases con verbos auxiliares, afirmaciones, negaciones e interrogaciones por fin se pudieron quitar los roles de profe y alumno por un rato. —Bueno, esto es todo por hoy. Espero que puedas hacer los ejercicios que te dejo y ya sabés que cualquier consulta que tengas la podemos revisar la próxima clase. —Un silencio impertinente, incómodo, se interpuso y él atinó a decirle "Gracias." Lo miró confundida y él sólo lanzó un "gracias... te lo digo porque fuiste muy clara con la primera lección y me gusta escucharte hablar, digo, me gusta cómo me hablás, no, mejor dicho, me gusta cómo explicás las cosas que hasta hoy me parecían imposibles de entender y sin embargo ahora veo que no es tan difícil solo es cuestión de prestar un poco de atención y listo, la cosa es más clara cuando se presta atención y... eso."

Sonrió, él se sonrojó. Bajaron los siete pisos a la realidad en silencio, esquivándose las miradas. —¿Te espero el sábado a la tarde? —, preguntó él tímidamente. —Sí. Tratá de hacer los deberes, ¡eh! —, contestó. Se despidieron con un beso peligroso, y la piel les quemó.

 

 


CEI: C1E2 :El principio del fin.

Capítulo 1/ Episodio 2 :El principio del fin.

Condujo hacia su casa con una sonrisa que no pudo disimular. Él, tampoco. En el ascensor trató de absorber su perfume aspirando profundamente. Cerró los ojos y recordó los de la profe. Ojos que jamás podría olvidar. Ojos profundos, melancólicos, de color café, de una intensidad inquietante. Aquellos ojos que lo recorrieron de pies a cabeza en silencio, despojándolo de todo pudor. Se sirvió un gin tonic y se sentó en el medio de su gran sofá azul marino. La mirada clavada en la pared blanca sin poder entender qué le pasaba en el cuerpo. Por qué esa sensación temblorosa de vértigo. Como si acabara de bajarse de una gigantesca montaña rusa: "La vuelta de la Muerte" o algo parecido. En total y absoluto silencio fue juntando fragmentos de esa tarde que le sería imposible olvidar. Una tarde imborrable. La llegada a su vida de una extraña que ya le había alterado el universo. La profesora de inglés, ella, la que fue capaz de hacer que su mundo dejara de existir por unas fugaces ¡siete horas! Comenzó a reír. Una carcajada se le escapó en una explosión que lo sobresaltó inesperadamente. ¡Siete horas con una extraña en mi departamento! No podía creer lo que acababa de sucederle, y para colmo, estaba ahora solo, nadie con quien compartir la reciente anécdota... Estuve en mi departamento más de siete horas con una chica, de unos veintitantos atractivos años, a solas, charlando, riendo, dejándonos llevar por la conversación y la adrenalina de la novedad, dejándonos seducir mutuamente... y no me di cuenta de la dimensión del suceso— pensó nuevamente. Por un instante se le ocurrió llamar a Rolo por teléfono para contárselo, pero desestimó la idea en seguida. "¡No me va a creer el boludo! ¡Se me va a cagar de risa!", imaginó. "Ruso, ¿qué te tomaste que te pegó tan mal?", imitó la voz de su amigo.

Se sacó el jean y lo reemplazó por un short negro, se sacó la camisa y se calzó la correa del bajo al hombro. Encendió la computadora, los parlantes, conectó el amplificador, sorbió un trago de gin tonic y dejó que la música lo invadiera.

El resto de aquel sábado 24 de octubre de 1998 concluyó con un cover del legendario Larry Graham y deseó que todo comenzara a tener sentido. El día siguiente lo sorprendió agotado y con el fehaciente anhelo de que aquel sueño no tuviera fin.




CEI: C1E1: El principio del fin.

 Capítulo 1/Episodio 1: El principio del fin.

Esta es una noche que voy a recordar siempre.

Estás muy linda (como siempre, como hace diez años)

Te mando un beso grande.

Cuidate mucho Polaco.

El mensaje latía en la pantallita del celular. El olor que dejó el paso del tren la envolvió por completo. Piedra quemada en una mezcla de óxido y tierra. El mismo tren que la dejaba a pasos de la casa de él. El mismo tren que la devolvía a hace diez años. Se conmovió un instante... y cruzó el paso a nivel apretando, en el fondo del bolsillo de la campera, el celular que guardaba esa dulce dedicatoria de un presente confuso.

Todavía se olía en el cuerpo el perfume que él le había dejado de la noche anterior. Había decidido no lavar aquel aroma de presente-pasado que la satisfacía.

Ella había sido su profesora de idioma una década atrás. Cuando ambos eran inmortales, cuando se permitían equivocarse a propósito aduciendo errores por la edad, por la inexperiencia, por la falta de mundo, por falta de vivido, por ser inmortales.

Ella 26, él 33. Ella en pareja desde hacía unos largos y asfixiantes 6 años.

Él... libre.

Ella vivaz, apasionada, graciosa, irónica, risueña, sarcástica, melancólica..., solitaria..., triste..., sola.

Él, no.

Se conocieron y el mundo se detuvo. Era octubre de 1998. Sábado 24. 14 horas. Ella intuía en el cuerpo que algo iba a sucederle, algo profundo, algo que cambiaría para siempre su destino, algo que le devolvería la sonrisa, algo.

Él, también.

Bajó el ascensor y un señor bajito y pelado le cedió el paso a una señora regordeta de solero de bambula ajustado. Detrás se asomó él. Médico. ¡Qué alto que sos! dijo ella, la profe; él se sonrojó. Los vecinos sonrieron con malicia. La empujó delicadamente dentro del ascensor. Subieron siete pisos esquivando miradas y hablando del día soleado y la temperatura.

Entraron, ella le explicó la metodología de las clases de idiomas y le preguntó por qué había decidido tomar ese curso y de dónde había sacado ese verde profundo para sus ojos... terminó pensando... si se lo habría quitado al mar verde azulado de una postal.

Él contestó, le ofreció algo fresco para beber, encendió un cigarrillo, le preguntó si le molestaba el humo, si quería que abriese las hojas del ventanal del balcón que daban hacia la calle, que daban hacia el cielo, que daban hacia un futuro juntos de ahora en más.

Ella contestó, se rió, lo sedujo, bromeó.

Él encendió la luz, le ofreció un cuarto, un quinto café, una tercera Coca-Cola, ¿querés comer algo?; no, gracias, pero ¿qué hora será?, son las 21:23, ¡cómo se nos pasó el tiempo!; sí, disculpame que te haya entretenido tanto; no, disculpame vos que no me haya levantado nada más que para ir al baño, me gusta tu baño; pero de verdad que soy un desubicado, tu novio te debe estar esperando; no te preocupes, él siempre llega después que yo; qué bueno saberlo, digo, lo de no complicarte; para nada, quedate tranquilo; entonces te espero el martes a las 19 para la primera clase; claro, esperame toda la vida que siempre voy a llegar.

 

Condujo hacia su casa con una sonrisa que nada podía disimular.

 

Él, tampoco.

Eclipse de lunas. Capítulo IXX: Martín al desnudo.

  Capítulo IXX: Martín al desnudo.
 

—¿Cómo es eso de coger por coger? —le preguntó Martín al momento de encender un cigarrillo, desnudo, en la cama a su lado.

—Bueno, es coger con alguien que no puede ni le interesa dar más que eso, sexo—respondió como si no entendiera qué parte del asunto no fuese clara.

—Yo no puedo coger con cualquiera—aclaró Martín al tiempo que exhalaba una bocanada amplia de humo.

—¡Tampoco es que coja con cualquiera, eh! Cojo con quien pego onda, tengo piel, pero del que no espero más que eso. Coger.

Eclipse de lunas. Capítulo XVIII: Infierno privado.

 Capítulo XVIII: Infierno privado.



Y le robaremos la llave a aquel incauto, insensato olvido de heridas grabadas en los huesos.

Y nos esparciremos las cenizas de aquella que ya no es, por el territorio de las lineas de caras, estupefactas.

Y llegaremos a casa una fría noche de invierno, nos descalzaremos para cerciorarnos de que seguimos sintiendo, aún, algo debajo nuestro.

Y nos beberemos el vino buscando una ventana al cielo.

Nos miraremos las manos, manchadas.

Se nos aflojarán las rodillas, nos ahogará una honda pena en la garganta, espléndida, rebosante de dolor.

Sentiremos el picor en los ojos de las lágrimas que se amontonan para salir todas juntas, agarradas unas a otras.

El estómago se nos revolverá ante el recuerdo de aquel cuerpo violáceo en el piso de aquella cocina, intacta tras el paso de la Muerte Dama.

La llama azul danzante en una de las hornallas, nada que quemar, nada más por arder en su picante calor.

La penumbra cubriéndolo todo a su paso, ya nada más.

Mil recuerdos se arremolinarán en nuestras diminutas mentes. Nada entenderemos de ahí en más. Nada tendrá sentido. No entenderemos la risa de los niños, ni la felicidad ajena, cuando apenas vamos arrastrando el peso del espanto detrás nuestro.

Subiremos, bajaremos escaleras. Saludaremos. Dormiremos. Comeremos. Contaremos anécdotas. Seguiremos una vida insatisfecha e incompleta. Esperaremos que llamen a nuestro número. Veremos marcharse a otros en el mientras tanto. Algunos lo esperarán con ansias. Otros, lo temerán.

Y volveremos a mirarnos en el espejo sin poder reconocernos.

Y diremos nuestro nombre, sin pensarlo. Nos convertiremos en zombies autómatas, en entes.

Volveremos a aquel lugar donde alguna vez reímos hasta las lágrimas, y nos costará entenderlo.

Nos serviremos un vaso de alcohol hasta el tope, lo beberemos todo en tres o cuatro grandes tragos, y aún así el ardor en el pecho será nada comparado al dolor del corazón.

Gritaremos escupiendo sangre. Golpearemos paredes hasta destrozarnos las manos, y nada será semejante al pozo negro en el que ha caído nuestra alma.

Nos arrancaremos los ojos, la piel, la voz. Nada quedará de nosotros.

Nos hundiremos, infinitamente, en el hoyo profundo y oscuro de nuestro propio infierno.

 







Todo esto es para mí, el duelo.

Eclipse de lunas. Capítulo XVII: Ser interior.

 Capítulo XVII: Ser interior.



Eclipse de lunas. Capítulo XVI: No pasa un sólo día en que no piense en ella...

Capítulo XVI: No pasa un sólo día en que no piense en ella...



No pasa un sólo día en que no piense en ella, desde hace cuatro años.

Desde el instante exacto en que la vi por primera vez, hasta el último beso de despedida.

Desde el instante en que la vida decidió trucar nuestros caminos, para que indefectiblemente luego deseáramos transitar un nuevo sendero, juntos, por siempre.

Desde el perfume inconfundible de su piel.

Desde aquel mágico e inolvidable instante en que me perdí en sus ojos y nada volvió a ser igual.

Desde ese milagroso arrebato de hundir mis dedos en su cabellera sedosa para no querer nunca más salir de allí, jamás.

Desde el momento en que nos dijimos con el corazón lo que nunca habíamos creído poder decir.

Desde aquella noche en que lloró en mis brazos y no supe qué decirle.

Desde ese único momento en que deseé haberla conocido antes, que hubiese sido ella y sólo ella mi mujer, la única.

Y desde entonces es que cualquier suceso, por pequeño, pueril, insignificante, cotidiano que parezca, me empuja hacia su recuerdo.

El eco de su risa resuena aún, lejana y sorda, en mi mente.

La foto de su sonrisa me transporta a la dicha de sentirme dentro suyo, como nunca, como nunca después.

Un cielo, un paisaje, un color, un aroma, una canción, una palabra, un silencio.

Todo tiene algo suyo porque veo todo a través de su recuerdo.

Una película, una tristeza, una tela, una ventana, una dicha.

Inequívocamente me hace saltar hacia el abismo de no tenerla.

Mirarme las manos, sacarme los lentes y esperar sus caricias, en vano, me hunde el pecho y me cierra la garganta.

Dita escuchaba en silencio aquella profunda declaración de amor, que no le correspondía ni le pertenecía y sintió que se le humedecían los ojos. Entendía perfectamente ese sentimiento puro, genuino, auténtico. Se reconocía haber estado ella también en ese lugar, en las sombras de la pena. En la angustia del tiempo que no pudo ser.

Se reconoció en no dejar pasar ni un sólo día sin pensar en aquel alguien...

Eclipse de lunas. Capítulo XV: Renacer interior.

 Capítulo XV: Renacer interior.



















calma














Eclipse de lunas. Capítulo XIV: Embriagada.

 Capítulo XIV: Embriagada.



Eclipse de lunas. Capítulo XIII: Dita (re) descubre a Martín.

 Capítulo XIII: Dita (re) descubre a Martín.

 


La puerta de entrada del caserón de Belgrano se abrió tras un sonido metálico. La cara de Rubinstein se asomó amable con una sonrisa. Dita entró y estrechó una mano a su terapeuta, se recostó plácida en el diván frente al gran ventanal hacia la calle, dejó la cartera a un costado junto a su cuerpo.

─ ¿Cómo está? ─preguntó Rubinstein mientras servía café en un diminuto pocillo blanco.

─Bien.

─Mis condolencias. Supe lo de su hermano, y lo de su hermana─ expresó Rubinstein mientras le alcanzaba el platito con el pocillo de café, amargo.

─Gracias. ─ Dita sorbió apenas el café humeante. Al cabo de unos minutos y con la mirada fija en el celeste cristalino que contemplaba a través de la ventana se recompuso y exclamó: ─ ¡Apareció Martín! ─con notable ánimo de cambiar de tema.

─ ¿Martín? Recuérdeme quién es Martín, por favor ─Rubinstein encendió su Tablet con la intención de rastrear aquel nombre en el historial de su paciente.

─Martín es aquel que un día conocí y con el que supe recuperar mi esencia, en aquel momento creí haber reencontrado mi ser. Le hablé de Martín doctor. Busque en sus archivos. Martín es un hombre de cabello enrulado, de pelo en el pecho, de profundidades abstractas, Martín es el hombre que me habló de amor heroico. ¿Lo encontró? Si no lo ubica le cuento que lo busqué y lo encontré.

─ ¿Por qué recurrió a Martín?

─ ¿Por qué no?

─ ¿Para qué lo buscó?

─Lo busqué porque sí.

─Esa es una respuesta infantil, permítame decirle.

─Lo sé. Y tampoco me importa. Necesitaba reencontrarme con Martín. Subirme a su locura genial. Necesitaba volar con él. Martín me transporta a otro estado.

─ ¿Necesita a Martín para evadirse, acaso? ─punzó el terapeuta sagaz.

─No. No me evado con él sino todo lo contrario, me reencuentro. Martín es un enlace a mi esencia. ─Dita terminó el café y dejó el pocillo en su platito en una mesa junto al diván.

─ ¿Cómo fue su reencuentro con Martín, entonces?

─Inesperado.

─Creí entender que lo había convocado, ─se excusó el terapeuta.

─Y sí, lo busqué yo. Le escribí un correo diciéndole que quería verlo y él me respondió que también quería un encuentro y entre idas y venidas de correos, logramos vernos. Coincidir con Martín no es tan sencillo, doctor.

─ ¿Por qué?

─Porque tiene sus tiempos.

─Y usted los suyos, como todo el mundo. ¿Por qué cree que los tiempos de Martín son particularmente complejos?

─Bueno, no lo sé exactamente. Sé bastante poco de él ahora que lo analizo con usted.

Dita volvió la mirada hacia el ventanal abierto que daba hacia un cielo profundamente celeste. 

─ ¿Volverán a verse? ─indagó Rubinstein.

─Eso espero─ contestó Dita sin dejar de contemplar el cielo desde la ventana.

Camino a casa, mientras conducía su auto, evocó en las profundidades de sus recuerdos, sus charlas con Martín. Hubiese preferido conocerlo en otro momento de su vida, lamentó.

Si tan solo sus caminos se hubiesen cruzado más temprano, sin tantas heridas sin sanar. Estacionó el auto en la calle y entró a su casa. Se descalzó al tiempo que dejaba su cartera colgada en el perchero junto a la puerta de entrada. Abrió la heladera y se sirvió una copa de vino blanco, frío.

Las gatas corrieron a recibirla y se acomodaron en el sofá junto a ella. La soledad en aquel momento, aquella maravillosa y predecible quietud la invitaban a reflexionar en lo que sentía entonces.

Bebió un largo sorbo de la bebida y pensó en que se merecía alguien que la observara como si tuviese el mundo entero a sus pies, que no le correspondía menos que aquel dispuesto a escucharla con toda la atención del mundo y que recordara con perfecto detalle sus comentarios más reflexivos.

Sintió que valía lo suficiente como para que un hombre tuviese el coraje de abrazarla antes de que ella misma sintiera desfallecer por penas o profundas tristezas.

No debería aceptar menos que un hombre dispuesto a hablarle desde el corazón abierto con palabras puras y sinceras. Ella era lo suficientemente valiosa para tener a su lado un hombre íntegro, con honor, un caballero capaz de quitarse la capa en una reverencia tras su paso. Ella merecía un hombre de amor heroico, aun cuando no fuese alguien como Martín.

Eclipse de lunas. Capítulo XII: La muerte es una puerta.

 Capítulo XII: La muerte es una puerta.

Sábado 9 de enero de 2016.




Dita salió del vestidor con el enterito negro que se acababa de probar cuando la llamaron al celular. En el visor vio que se trataba de su cuñada, a 3.600 kms de distancia.

- ¡Hola! 

- El gordo se me fue... -sollozaba la desgarrada mujer del otro lado de la línea. 

- ¿Qué...?- Dita no lograba entender lo que significaba aquella frase tan simple y determinante.

- El gordito se fue...-continuó llorando desde la más profunda de las penas acongojada en un llanto ahogado de dolor.

-... -No pudo decir nada, nada podía ser dicho, nada podía hacerse, nada podía agregarse.

-Se fue. - continuó llorando su cuñada desconsolada.

-Está bien, está bien. No sufre más. Se acabó Ana. Terminó su dolor, ahora solo queda el nuestro -pudo decir tratando de que sus palabras, aunque crueles a 3.600 kms de distancia del cadáver de su hermano, pudieran apenas calmar artificialmente el infinito dolor de aquella mujer cuyo marido recién fallecía -Voy a la casa de mis viejos para decirles, no te preocupes, yo les digo -determinó. 

Decidió ser ella la que les diera la peor noticia que puede recibir una madre preocupada por sus hijos, y siempre presente; y un padre anciano y perdido en una incipiente demencia senil en sus ochenta y dos años de vida. Decidió ser ella la que les dijera en persona que el mayor de sus tres hijos estaba muerto. Era un anuncio que merecía ser contado en persona, con un abrazo que los contuviera y los sostuviera ante el shock de la conmoción de tal tristísima comunicación. 

Con los ojos hinchados y rosados ensayó mil y una posibilidades para contarles la muerte de su hijo. Ninguna de las versiones le pareció la menos dolorosa. Todas eran terribles. Todas eran trágicas. Todas eran horribles e injustas. La muerte de un hombre de cuarenta y ocho años, esposo dedicado y amoroso, padre de una jovencita de dieciocho y de un chico de doce, era una tragedia sin importar las palabras que se eligiesen para disminuir el horror.

Por fin llegó a la casa materna. Entró. La perra que siempre solía recibirla con empujones y saltos la esperó, aquella vez, quieta a que se acercara para acariciarle la cabeza. Tal vez supo que traía novedades que no merecían el saludo ritual alegre de vueltas y saltos.

Su madre abrió la puerta y la recibió sonriente, algo sorprendida por la visita inesperada.

-¿Qué hacés hoy por acá? Viniste a comer, qué raro que no llamaste antes...

-Mamá. -Se acercó y la abrazó para sostenerla-Ana me llamó hace un rato. Rodolfo murió. -dijo sin pensar y largándose a llorar al tiempo que su madre lanzaba un llanto desde las entrañas, partiéndola en dos.

-Ana me dijo que Rodolfo no quiso contarnos que había estado internado entre Navidad y Año nuevo. No quiso que nos preocupáramos, por eso no nos contó cada vez que se comunicó con nosotras, para preguntarnos por la salud de Elizabeth.-. La menor de las hermanas estaba atravesando por una complicación severa de salud. Había perdido un embarazo de treinta y tres semanas por un atípico caso de hematoma hepático encapsulado, tal vez causado por una posible pre eclampsia, presión arterial alta, y por aquellos días volvía a quedar internada en un lapso de apenas dos semanas debido a una inusual fiebre repentina. 

-Ahora... ¿cómo se lo contamos a papá? -la mujer se tapó la boca con una mano en un gesto de consternación y angustia.

Entraron a la cocina donde el anciano almorzaba sopa de verduras en silencio y con la mirada perdida hacia el televisor encendido.

-Iván. Rodolfo murió. -le dijo la mujer a su esposo que seguía comiendo inmutable y mudo mirando el televisor. - ¿Entendés lo que dije? Rodolfo murió, esta mañana, recién. Ana llamó para avisar-le explicó la mujer en voz muy alta para que el anciano escuchara lo que le estaba diciendo-, ¿entendés lo que eso significa? No lo vamos a volver a ver jamás-remató duramente largándose a llorar mientras se dejaba caer en una de las sillas de la cocina. 

-Bueno -dijo el padre mientras seguía comiendo su sopa sin quitarle la vista al televisor.

La madre preguntó si Elizabeth ya sabía de la muerte de Rodolfo, Dita negó con la cabeza.

La mujer se levantó de la silla y cansina fue hacia el teléfono.

Dita observaba a su padre que seguía comiendo monótono su sopa de verduras, anaranjada por la abundante cantidad de zapallo en ella.

Lo miraba comer sin gestos e intentó recordar la última vez que lo había visto sonreír, que lo había visto bromear, que lo había escuchado hacer algún comentario acertadamente irónico.

En un momento se sintió observada por su padre que terminó su sopa con un último sorbo de la cuchara. Tomó un repasador para secar su bigote ceniciento y la miró a los ojos.

-La muerte es una puerta. Ya la dejarán abierta para mí-afirmó con convicción y una inquietante mueca en los labios, que se asemejaba a una leve sonrisa.

Dita se marchó a su casa pensando en las palabras de su padre. Nada volvió a ser igual.

Eclipse de lunas. Capítulo XI: El veneno está en la dosis

 Capítulo XI: El veneno está en la dosis

Una botella de vino son tres copas repletas.

Una oferta pobre para un trío.

Un consumo excesivo para una mujer sola.

Un tremendo dolor no la deja beber más.

"El veneno está en la dosis" reflexiona.



Eclipse de lunas. Capítulo X: Luna roja. Noche ciega.

 Capítulo X: Luna roja. Noche ciega.

Y el día del que tanto le habían advertido que debía cuidarse, llegó. Se coló por las hendijas de su refugio sin que pudiera hacer nada para evitarlo, ni aun habiendo tenido conciencia o voluntad para ello. Se sirvió una medida de ron y completó el vaso alto con agua tónica. Revolvió el contenido con la punta de un dedo y siguió reflexionando mientras observaba el cielo estrellado desde su cálido refugio, desde este lado del gran ventanal hacia la noche.

Ahí fue cuando llegó el momento exacto en que tomó conocimiento de su Ser. Sí, de su ser completo. No necesitaba a nadie más que a sí misma para sentirse entera. Así como lo es, completa. Sin piezas faltantes.

El día que supo que podía estar en este estado por lo que le restara por vivir ya era un pensamiento concreto y corpóreo en su mente. Comenzaba a disfrutar profundamente los momentos de total y plena compañía consigo misma.

 

El timbre de su departamento la trajo a la realidad súbitamente.

Puso música.

Salió a abrir la puerta.

—¡Hola! —resplandeciente saludó a su invitado.

—¡Hola! —la beso fugazmente en los labios Gerardo, uno de sus amantes favoritos...

Juntos, de la mano, caminaron hacia el departamento de ella.

En cuanto entraron se besaron apasionadamente recorriéndose los cuerpos por completo. Ella cerró la puerta con llave sin dejar de besarlo.

—A ver... date una vueltita para que pueda verte mejor —le dijo mientras retrocedía dos pasos para no perderse una vista general de ella, que le resultaba asquerosamente atractiva, aún llevándole más de una década en edad.

Ella giró sobre sus talones mostrándole todas y cada una de sus voluminosas y proporcionadas curvas.

 —No podés estar tan buena, ¡Dita! —exclamó él mientras se sacaba la campera y se descalzaba por completo.

 —No estoy buena, ¡es que vos me ponés buena! —bromeó mientras se le acercaba nuevamente para besarlo mientras lo sostenía fuerte de las nalgas. Así era Dita. Juguetona.

Pasaron aquella noche de sábado juntos. Durmieron, hubo sexo, hubo sueños, hubo fantasías, más sexo, hubo un desayuno amoroso y hubo una partida.

Todo volvía a la normalidad. Se dio un baño largo y caliente, ya en su cómoda soledad. Sentía que ahora tenía todo el tiempo  del mundo para estar consigo misma, otra vez. Una sonrisa resplandeciente se le dibujada en la boca.

 
A media mañana del domingo la propietaria del departamento, y vecina, Elvira, quería ver su última obra. Le abrió la puerta con desgano pero enseguida hablar de acrílicos, lienzos, y pinceles la motivaron y la volvieron verborrágica por ese hobbie que tanto la apasionaba. Pintar la hacía sentir plena.

La dueña saludó a Uma, la mayor de las gatas recientemente adoptadas. La confundió con Millie, la gata azul rusa que se mudó primero al departamento.

Dita sabía que el problemita de visión de la propietaria y la tímidez natural de Millie favorecían a la confusión de Elvira, que creía que había una gata, en lugar de dos.

Al cabo de un rato Elvira se fue, convocada por su pareja que la silvaba desde el otro lado de la pared.

—Es Chelo, debe estar la comida— se despidió.

 Todo volvía otra vez a su cauce natural.

Eclipse de lunas. Capítulo IX: Cazadora cansada.

 Capítulo IX: Cazadora cansada.

Cerró la puerta tras de sí, colgó el bolso en el perchero junto a ella, se descalzó al mismo tiempo que se quitaba el tapado y caminó directo hacia la vitrina donde colgaban enormes y brillantes copones de cristal, en el pequeño living del departamento que alquilaba. Abrió la heladera y se sirvió una medida abundante de vino blanco, su nueva bebida favorita. Con el control remoto encendió el equipo de audio conectado al televisor plano.

 


Con la enorme copa en una mano caminó hacia la mesada de la cocina, encendió una hornalla y le acercó un tronquito de "Palo Santo". El leño comenzó a quemarse lentamente mientras ella lo giraba para que el fuego lo cubriera por cada uno de sus lados rectos. Por fin el abundante humo perfumado apareció con ansias de cubrir cada espacio a su paso. Con el tronquito humeante recorrió cada una de las habitaciones de su casa. El ritual evangelizaba su hogar, le cambiaba el aroma. Las gatas presenciaban expectantes el recorrido del humo y se erguían para olfatearlo mejor.

Luego de dejar el agonizante palo carbonizado en un cenicero, se acomodó en su gran sofá. Las gatas se le subieron en el regazo para recibir las caricias que les correspondían como parte del obligado ritual.

Mientras saboreaba el vino, disfrutaba de la música y de la única compañía de aquellas gatas rescatadas, y agradecidas, recordó que precisamente ese día de invierno estaba cumpliendo el primer aniversario de vivir en ese lugar. Pensó en todas las cosas que ocurrieron en el transcurso de ese tiempo, de todas las cosas que le pasaron a ella en particular. Pensó en la velocidad del tiempo, en la fugacidad del transcurrir de las vidas, en la fragilidad de las personas, en lo diminutos que somos en el espacio, en lo débil de nuestras vidas, en las enfermedades de sus afectos, en el cáncer.

Dio varios sorbos a la bebida y un cosquilleo frío le recorrió el cuerpo. Se le endurecieron los pezones en ese instante y por algunos segundos, sintió helarse.

Se tapó con un poncho que ella misma había tejido tiempo atrás y que siempre lo tenía a mano en el sofá para esos momentos de repentino frío.

Ya había pasado un año entero de su separación, de su mudanza, de su cambio de vida, de su regreso a ella misma. Un año de vivir sola, con su hija algunos días a la semana, pero sola durante el resto de sus días. ¿Cómo pasó que no se había dado cuenta de eso antes?, se preguntó en silencio sin esperar respuesta.

Miró a su alrededor y vio los cuadros que fue pintando en el transcurso de ese tiempo, había empezado a convertir ese departamento en su refugio, en su escondite. Sintió un inesperado orgullo el haber recuperado el placer de agarrar pinceles y colores de nuevo.

Observó las plantas colgando de las vigas de madera del techo, ¡tanto habían crecido ya desde entonces! Como creció también su gusto por esa soledad nueva, o recuperada.

En aquel diálogo consigo misma se sintió completa. No necesitaba mucho más para estar tranquila y a su manera, para ser feliz. Su hija había superado, en apariencia al menos, la separación, su vida de agenda inquieta pero ya rutinaria. Parecía más que adaptada y conforme con su nueva vida. Su pequeña parecía totalmente adaptada a pasar tantas horas en el colegio nuevo, con un mundo novedoso desplegándose ante sus inocentes ojos. Con sus clases de idiomas, con sus clases de violín, de natación, de pocos nuevos amigos en el colegio, pero de una multitud de actividades hasta ahora desconocidas. Se mostraba conforme y contenta con esta rutina llena de cambios, de cosas hasta ahora solo por descubrir.

La pequeña había aceptado con beneplácito esta nueva etapa de su vida y crecía con una notable madurez para afrontar de pie lo que la vida le presentara en cada momento. Acaso era una virtud innata de la nena, acaso no le quedaba más remedio que adaptarse a los cambios, acaso era todo una cuestión de actitud. No encontró las respuestas.

Observó en un rincón que las gatas dormían acurrucadas juntas, muy cerca una de la otra, como si necesitaran algo más que el calor mutuo, como si se necesitaran, como si ninguna de ellas tuviese a nadie más que la otra para garantizar su subsistencia. Esa imagen la hizo reflexionar en la relación entre ella y su pequeña. Y era así, pero de a ratos. La nena tenía a su padre y a su madre, aún. Pero por separado.

Pensó también en los acontecimientos de los últimos días. Del robo del auto. De la declaración en la comisaría, pensó en el rechazo del seguro en cubrir los daños ocasionados en aquel robo. Recordó todas y cada una de las veces que no creyeron en sus palabras sinceras.

Se detuvo en pensar en eso precisamente. En lo valiente que se debe ser para decir las verdades, por más crueles que ellas sean. Pensó en que solo los más nobles creen en verdades; que es más fácil y cobarde pensar que todo es mentira. Pensó en todas las veces en que no creyeron en ella. En la soledad que eso le producía en el alma. Recordó las palabras denigrantes que le dijeron cuando descreyeron de ella.

Eso la entristeció por un momento fugaz. Aquel recuerdo ni siquiera valía la pena.

Terminó el contenido de su copa. Las gatas abrazadas ignoraban su pena.

Sintió que no necesitaba más que eso para sentirse plena.

Música que la acompañara.

Vino que la llenara.

Compañía animal, que la satisficiera.

Pensó en aquellos hombres que fugazmente pasaron por ella.

Con un futuro prometedor que sabía era ilusorio.

Pensó en aquellos hombres que re aparecían.

Con un pasado lamentable que sabía era de falsa compañía.

Si tan solo encontrara paz con ella misma.

Cuánta felicidad eso le daría.

Pero no.

Sola siempre estaría.

Cansada ya de tanta cacería.

Eclipse de lunas. Capítulo VIII: Pensamiento.

Capítulo VIII: Pensamiento. 



Que no me importe, no significa que no entienda.


Eclipse de lunas. Capítulo VII: Hipocresía beneficiosa.

Capítulo VII: Hipocresía beneficiosa.



El Dr. Isaac Rubinstein abre el archivo de su paciente luego de dos meses de intervalo, la mira por encima de los lentes y le pregunta con calidez en la voz.

—¿Cómo está? ¿De qué desea conversar?

—Estoy muy bien, ¿usted? ¿Cómo está usted hoy? —le pregunta interesada en la respuesta de su terapeuta.

—Estoy bien, gracias por su interés. Dígame de qué quiere hablar hoy, por favor.

—Quiero hablar de la hipocresía.

—¿Hipocresía de alguien en particular o como una idea conceptual?

—Sí, de la hipocresía en general, de la gente, de todos, de nosotros, de la suya, de la mía, de la hipocresía cultural si quiere.

—¿En qué sentido?

—De la hipocresía de que nos importa lo que le sucede al otro, mientras que no es más que un gesto artificioso que sabemos que a la larga nos redituará en algún beneficio.

—Como por ejemplo ¿preguntándome cómo estoy hoy?

—Exacto, esa es una de las tantas formas que toma la hipocresía.

—Bueno, demostrar interés por el otro es parte del protocolo de convivencia.

—De conveniencia, si me permite corregirlo.

—¿Lo que usted hace es por conveniencia exclusivamente?

—Últimamente empiezo a creer que sí, que efectivamente lo que hago, en gran parte, es porque me conviene hacerlo.

—¿Podría ser más explícita por favor?

—Claro. Preguntar por la salud de alguien que no vemos con frecuencia, o por su situación sentimental, o por sus afectos, o por lo que sea es un acto de hipocresía en sí mismo. Si pregunto por esos temas, hago pensar al otro que realmente me interesa saber, conocer su situación hace que me gane su estima, aunque no me interese en lo más mínimo.

—Se describe a sí misma como un ser frío, egoísta, y sinceramente no creo que usted sea en absoluto de esa manera. ¿Qué intenta demostrar?

—Algunas veces acepto invitaciones a tomar algo de hombres, a veces a cenar, y me terminan contando cosas que realmente no me interesa saber. Por no resultar descortés, ni maleducada, los escucho con una atención fingida hasta les pregunto sobre sus vidas , aunque no me interese en lo más mínimo conocer los detalles de sus miserias, ni de sus fracasos sentimentales, ni de sus abandonos, ni de sus desencantos, y sin embargo, sigo aceptando esas citas sabiendo de antemano que va a llegar el momento en que se me desdibujará la sonrisa de los labios cuando comiencen a contarme el cuentito de una vida llena de pesares, de miedos, de pasados traumatizantes que nada tienen que ver conmigo, y ahí me quedo, observándolos revivir el sufrimiento de un abandono inevitable, cantado de antemano.

 —¿Cuánto placer le da ver al otro narrando cuestiones tan desagradables? Creo que debemos tomar ese camino para entender lo que está sucediéndole.

 —¿Placer?

 —Sí, placer. ¿Identifica una actitud morbosa en el indagar sobre las penas ajenas?

—No lo había pensado antes pero sí, creo que tal vez me haga sentir mejor persona saber que hay otros que la pasaron realmente mal. O tal vez, saber que otros sufrieron mucho, minimice mi propio dolor.

—¿Qué más? ¿qué piensa? —le preguntó Rubinstein inclinándose levemente hacia adelante con notoria curiosidad.

—Creo que me conviene para mi propio beneficio saber que otros sufrieron más que yo y que me cuenten sus desgracias me hace sentir libre.

—¿Libre?

—Sí, me libera. Que otros me cuenten sus males hace que yo me olvide de los míos. ¿Entiende ahora doctor? El beneficio de la hipocresía.

Eclipse de lunas. Capítulo VI: Punto sin retorno.

 Capítulo VI: Punto sin retorno.

Dita se acomoda junto al hogar encendido con una copa de vino. En penumbra observa la noche invernal del otro lado de la ventana. Se acurruca en soledad con la mirada prendida de un cielo particularmente vacío de estrellas.



Es el primer fin de semana sola luego de la separación. El primero de su hija, de cinco años, con su papá; el primero en la vida de su expareja como padre full time. El primero consigo misma en muchos años, más de lo que llevara la cuenta, unos ocho o nueve desde la última vez que recuerde ese tipo de soledad, temporal. La sensación no le resulta extraña, por el contrario, necesitaba sentirse así, una cita consigo misma, una reconciliación ansiada luego de mucho tiempo de resentimiento, de insatisfacción, de deudas internas.

Mira a su alrededor y ve con incredulidad que por fin alcanzó ese estado de libertad en ejercicio, esa libertad se materializa ante sus ojos en cajas y bolsas con libros, ropa, papeles, vajilla, juguetes, recuerdos, dolores, tristezas, angustias. Cada bolsa atesora un momento único, irrepetible, irreproducible, una cuota saldada con el paso del tiempo.

En ese estado de íntimo letargo piensa en Rubinstein y su advertencia reiterada de no caer en la trampa de la ilusión del ermitaño. De aquel que se siente arropado por muros impenetrables para cultivar una amorosa soledad. Nada que lo disturbe, nada que lo interrumpa en su idílica masturbación mental, ninguna distracción peligrosa que atente contra su arquitectura de portones, barrotes, compuertas que protegen su delicado y sensible ser.

Solo su hija es capaz de traspasar esas barreras con su mera presencia, solo ella. El resto está obligado a permanecer del otro lado de la fortaleza.

Dita hace un repaso meticuloso de aquellos que consiguieron traspasar sus límites, el padre de la nena encabeza la breve lista. No por mérito propio, sino por haberla fecundado y darle su joya más preciada, la pequeña parte de sí con autonomía, con carácter, personalidad y temperamento propios, pero tan semejantes a los suyos.

Pocos otros han llegado a esa instancia, alguno -más afortunado- que decidió ocultarse tras el manto pesado y profundo de los recuerdos.

Esa sensación de auto complacencia, de plenitud solitaria, de solvencia emocional es para Dita, ahora, alcanzar un punto sin retorno.

Eclipse de lunas. Capítulo V: Juguetes del destino.

Capítulo V: Juguetes del destino. 

Martín lastimaba sin querer.

Sabía que lastimaba, pero no podía evitarlo.

Su ausencia lastimaba, a más de una mujer.

Pero aun sabiendo esto, prefería acurrucarse en su escondite a lamerse, solitario, sus propias heridas antes que exponerse; como si mostrarse golpeado emocionalmente le doliese tal como punza el reflejo del sol brillante en los ojos luego de haber estado por mucho tiempo en la oscuridad.

Martín se refugiaba en sí mismo, replegado.Luego de un agotador día de trabajo llegó a su casa; no se sorprendió el no hallar a nadie esperándolo. Se quitó el morral de cuero y lo arrojó en el futón donde estuvo durmiendo durante las últimas semanas.


Se quitó la campera de gabardina verde y los zapatos al mismo tiempo; descalzo fue a buscar un vaso de boca ancha a la barra del bar del pequeño living. Se sirvió dos medidas de whisky, encendió un cigarrillo rubio y el equipo de audio. 

Se recostó en el futón, con una mano sostenía el vaso y el cigarrillo entre los dedos y con la otra libre descorrió las cortinas de la ventana para ver la noche.

Cerró los ojos y recordó el culo de Dita, entregado, suave y redondo. Sonrió y siguió hurgando entre sus recuerdos buscando sus pechos, esos que pudo saborear y acariciar con ternura y sosiego.

Con los ojos cerrados, aspiró profundamente el cigarrillo y al cabo de un instante abrió los ojos para ver la bocanada de humo azul ascendente hacia la noche.

En ese instante pensó en el porqué del destino, en las coincidencias de conocer a esta mujer que le quitaba el aliento entre sábanas, en el preciso, fausto instante en el que buscaba un respiro.

¿Qué designio del universo había trazado el curso de los dos para encontrarse en este momento, en esta vida, a esta altura de las circunstancias? Justo cuando el tiempo comenzaba a ralear entre el trabajo, su vida amorosa, sus obligaciones familiares... ¿por qué?

A Martín siempre le resultó placentero caminar en contra del viento. Le encantaba sentir su propia corporeidad, su propio peso, su fuerza hacia alguna parte... pero ahora sentía que su vida estaba inmersa en un vendaval rabioso que lo hacía perder, por momentos, el curso de su vida, su cauce.

No se sentía preparado para enfrentar estos vientos de cambio, aun cuando supo anticipar oportunamente, que alguna vez este momento que atravesaba llegaría por fin. Se sentía desilusionado, una vez más, por no haber acertado antes con la mujer capaz de apreciar su amor heroico. Una vez más esperaba ordenar el caos de su mente para descubrir la puerta de salida del momento, pero no como una puerta de escape, sino como una puerta que le permitiese despresurizar el ambiente, para tomar aire, para tomar distancia, para alejarse y entender mejor el escenario que se le presentaba y pensar bien la próxima jugada del tablero de ajedrez de su vida.

Martín entendió entonces que tanto él como Dita no eran más que meros juguetes del destino.