lunes, 24 de diciembre de 2012

CAPÍTULO 24: Dar por nada a cambio.



Octubre 1999. CABA
Llegó puntualmente a la cita de cada sábado en sus provocadores y ajustados jeans a la clase de las 14hrs. Terminaron la clase a las 16. Él preparó los gin tonic en la cocina mientras ella elegía un CD para poner en el gran equipo de audio.






Él se sentó en el sofá azul mientras ella seguía parada junto al equipo con el trago en una mano y un CD en la otra. Sin darse cuenta ella había comenzado a bailar al ritmo de Santana al tiempo que leía en silencio la contratapa del CD Supernatural editado en junio de ese mismo año. La observaba en silencio. Fumaba un Chesterfield.
A Polaco le favorecía el corte de cabello corto, aunque ya le había crecido hasta los hombros. Subida en aquellos altos zapatos de plataforma de charol blanco la vio particularmente estilizada. No parecía tan baja. Los jeans ajustados dejaban a la vista la forma de ese hermoso culo redondo en forma de corazón. Llevaba puesta una remera ajustada, como siempre; era blanca y tenía pequeños brillantitos de strass diseminados formando rosas en el frente.
Sorbió un trago largo de su gin tonic, lo había preparado particularmente fuerte; el alcohol lo estremeció un momento cuando pasó por su tráquea. Dejó el vaso sobre la mesa ratona, acercó el inmenso cenicero redondo de vidrio y se recostó cómodamente en el sofá. En silencio cada tanto cruzaban miradas que se decían todo. La encontraba tan puramente joven. Aniñada con sus gestos de caprichosa o cuando montaba en cólera por sus repentinos celos. Lamentó saber que la perdería. No sabía con exactitud la fecha de vencimiento de aquella relación pero cada día resultaba más evidente que faltaba menos para el fin. El próximo 31 de diciembre cumplirían el primer aniversario y aún no tenía la certeza de que efectivamente llegarían a esa fecha juntos.
Le parecía ya un exceso de su suerte que aún no lo hubiese abandonado, tirado con sus firmes ideas sobre la farsa e hipocresía de la sociedad, con los casamientos para mostrar las felicidades descartables de cartón pintado, la mentira de la familia tipo para tapar las angustias de la insatisfacción personal, la gran carga de los padres sobre los hijos y viceversa llegado el momento. La observaba a la distancia y le veía tanto potencial para ser lo que quisiese pero no para atarse a nadie, y menos para encadenarse a una familia que no le garantizaría la plenitud que se merecía.
Ella lo observaba por instantes, tendido perezoso mirándola desde el fondo de sus profundos ojos verdes. Le resultaba tan atractivo, y más atractivo le resultaba en ese momento en el que no se decían nada pero que de tanto en tanto se desnudaban mutuamente sin prejuicios ni pudor.
Polaco dejó el CD sobre el equipo de audio y el vaso en la mesa ratona. Contoneándose al son de las cuerdas vibrantes de Santana se fue quitando la remera blanca. Se quedó solo con el corpiño de algodón blanco que resaltaba sus tetas jóvenes y tersas. Se quitó el jean y se quedó ahora solo con la tanga blanca. Recuperó su gin tonic y siguió bailando como si nada. Así era Polaco. Así.

jueves, 15 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 23: El retorno. 3° parte.

Se bajó del auto con autodeterminación. Caminó hasta la entrada del edificio y tocó el portero eléctrico.

   ¿Hola? —le respondió enlatado.

   Soy Polaco... —contestó enseguida.

   Bajo.

Esperó mirando hacia la calle. Cuando escuchó que se abría la puerta de entrada giró sobre sus talones e inmediatamente se le colgó al cuello y lo besó con toda aquella pasión que la definía. Él, con ella todavía envolviéndolo con su cuerpo, cerró con una mano, como pudo, la puerta del edificio.

   ¡Pará, Polaco!—le dijo tomándola de la cintura y metiéndola de prepo al ascensor. Dentro, subieron los siete pisos besándose contra una de las paredes. Se recorrían con las lenguas y las manos sin alcanzar a decir nada.

Entraron al departamento, ella tiró su cartera en el sofá azul, se sacó el jean y la remera, se quedó apenas con las plataformas y una diminuta tanga blanca. Él, mientras tanto, fue a la cocina a preparar los tragos.
Ella se acostó en el sofá azul, vestida solamente con su irracional juventud. Lo esperó para entregarle su libertad. Él llegó con los gin tonic, los dejó sobre la mesa ratona y se acostó sobre ella.

   Hola...—lo saludó finalmente ella rodeándolo con sus brazos.

   Hola...—le respondió amoroso él, que se desnudaba sin dejar de recorrerla con la boca. Luego, completamente desnudos, se fundieron uno en el otro, ajustados en un abrazo caliente.

   Matame—le susurró él en el oído.

   Sí...—contestó ella obligándolo a que tomara su lugar en el sofá. Se quitó las plataformas y se sentó sobre él, sobre su erección. Él la tomó por la cintura y la traspasó con el verde de sus ojos.

   ¡Así, Polaco! Seguí así, me estás matando, Polaco. ¡No pares! Seguí así, me encantas Polaco. ¡Toda, Polaco! ¡Toda!—gemía él, ella lo observaba mordiéndose el labio inferior. Le acercó la cara para besarlo con ternura, él le devolvió el beso con toda la boca, la tomó con firmeza de la cintura y la dio vuelta, la colocó frente al balcón, que tenía el ventanal totalmente abierto.

Ella se aferró al apoyabrazos de un lado y el respaldo del otro entregándose dócil, abierta, profunda.
Al cabo de un rato intenso, acabaron ambos abrazados, extasiados. Ella miró la hora y le avisó que tenía que irse, pero que regresaría en dos horas. Se vistió y se marchó a dar una clase en el barrio de Villa Urquiza, muy cerca de Villa del Parque, con las llaves que le había alcanzado él, para que pudiera salir y regresar sin que él tuviese que levantarse del sofá. Sentía que el cuerpo ya no le respondía. Polaco, otra vez, lo había matado.


Puso en marcha el auto, y regresó a su casa pensando que le pediría al Dr. Rubinstein que la ayudara a regresar a allí, al lugar y al tiempo del que nunca tendría que haberse ido.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

CAPÍTULO 23: El retorno. 2° parte.



De regreso a su casa, luego de la sesión con el Dr. Rubinstein, tomó por una calle equivocada. Una esquina, cuya ligustrina rebalsaba de florcitas blancas de jazmín japonés, la confundió y giró mecánicamente sin pensar.
Anduvo un par de cuadras lentamente hasta que vio estacionado un auto idéntico al que tenía él, su hombre del pasado, en 1998. Un Fiat Tipo gris oscuro. Dio una vuelta manzana, estacionó el suyo más atrás en la vereda de enfrente, en la misma cuadra y detuvo el motor. No podía dejar de observar el auto, muy bien conservado, a pesar de su antigüedad.

   ¿Qué esperás? ¡Bajá! —le pareció oír una voz salir de alguna parte. Instintivamente miró el asiento trasero. Nadie, como era de esperarse. Volvió a mirar el auto que permanecía ahí, tal como lo recordaba.

   ¿Qué pasa? ¿No pensás bajar? — otra vez la voz que le hablaba desde algún sitio.... su propia voz. Sentada aún en el asiento del conductor se miró en el espejo retrovisor, lo acomodó para verse bien la cara.

   ¿No vas a hacer nada?—dijo su imagen reflejada en el espejo. Se le erizó la piel. A pesar de que sentía que no movía los labios, su propio reflejo le mostraba que sí. Se tapó la boca y se miró de nuevo.

   ¡Hagas lo que hagas no podes callarme!—dijo su imagen que inesperadamente había tomado voluntad propia.

   ¿Quién sos?—se animó a preguntarle a su reflejo en el espejo.

   ¿Quién más voy a ser? ¡Soy vos! Polaco...—una sensación de caída al vacío la pegó contra la butaca del auto. — ¿Shockeada?—la increpó su imagen desde el otro lado, desde alguna parte invisible.

Enmudeció al ver de frente su cara hablándole como si fuese otra persona.

   ¿Cuándo me vas a liberar? Me mantuviste presa, oculta tras la fachada de mujer ama de casa, madre, aplicada... por suerte él volvió a buscarme... a buscarte... a buscarnos... Me nombró y me liberó de tu intento por matarme. Por suerte él volvió hasta que ¡la cagamos! ¿Para qué la tuve que cagar así? —miró su imagen y tenía la mirada nublada por las lágrimas. Se tocó los ojos y efectivamente eran lágrimas verdaderas. — ¿Cuánto tiempo más vas a esperar para volver a ser vos misma? ¿Cuándo te vas a convencer que no se puede sostener una mentira para siempre? ¿Cuándo me vas a dejar libre? —lloró.


martes, 30 de octubre de 2012

CAPÍTULO 23: El retorno. 1° parte.


   No decir la verdad, ¿es mentir, doctor? —preguntó y miró el cielo despojado de nubes a través de la ventana frente al diván.

   ¿Qué es lo que no dice? —repreguntó el Dr. Rubinstein con las manos cruzadas sobre su escritorio frente a su Tablet iluminada. El cursor titilaba justo después de la palabra "Polaco".

   Creo que no decir no es mentir. Es sencillamente omitir —reflexionó en voz alta mientras se hacía un rulito en un mechón de su larga cabellera castaña.

   Y... ¿qué omite? —dijo el terapeuta y carraspeó sonoramente.

   ¿Sabe lo que es vivir con una persona que no habla? Es difícil. Uno nunca sabe qué es lo que piensa el que no habla...si no habla no dice. No miente ni dice la verdad. Sencillamente no habla —dijo masticando cada palabra y siguió: —yo no puedo quedarme callada pero hay cosas que ya no digo.

   ¿Qué es lo que no dice? —reiteró Rubinstein.

   Estoy convencida, y esto es de siempre —aclaró con seriedad en la cara— que cuando los sentimientos entran en juego no se puede decir con ligereza lo que no se siente.

   ¿Qué es lo que no dice? —insistió con calma el profesional.

   Extraño las tardes de domingo tirada en un sofá azul marino, con un par de brazos fuertes abrazándome a la altura de los pechos. Siento una nostalgia punzante y dolorosa en la voz por esos atardeceres de sábado cuando el sol se escondía anaranjado detrás de los edificios de la ciudad. Me duele en el cuerpo el olor a "comida nocturna afuera"... subíamos al auto, encendía el estéreo y en un silencio compartido nos hundíamos en un cardumen luminoso hacia el centro de la ciudad; el olor a cuero de los asientos del auto, el olor a cigarrillo, las noches de verano transitando por Corrientes, el estacionamiento repleto de autos de parejas amantes, los mozos simpaticones de los restaurantes porteños, las paneras con pancitos y manteca, los roces de pies debajo de la mesa, las manos acariciando zonas prohibidas debajo de los manteles, las risas compartidas, la complicidad de la pasión, esa complicidad de que algo fuerte y profundo atravesará el cuerpo de lado a lado... el regreso en auto con mi mano apoyada en un muslo varonil, torneado, latente... el ascensor ascendente al colmo de los infiernos... empezar la sesión amorosa con romanticismo y terminar en una locura desenfrenada y salvaje. Me duele el pasado...

   ¿Qué haría aplacar ese dolor?

   Usted no lo entiende.

   ¿Qué es lo que no entiendo?

   No entiende que me duele el pasado porque me tiene atrapada. Una parte de mí se quedó allí, en aquellos años y cuanto más avanza el tiempo, más me duele esa parte que se quedó prendida en el "atrás", en el "allá"... La única forma de sanarme sería volviendo a aquella época, para hacer lo que no hice.

   ¿Qué es lo que no hizo?

   No dije lo que sentía.

   ¿Qué es lo que no dijo?

   No dije cuánto lo amaba... y ahora estoy sufriendo las consecuencias... —los ojos se le humedecieron instantáneamente.

   No puede viajar en el tiempo, por lo menos no se puede de manera física... ¿le interesaría tener una sesión hipnótica?

   ¿Usted puede hipnotizarme, doctor? —giró bruscamente para mirarlo a los ojos con inesperado entusiasmo.

   Sí.

   ¿Lo puede hacer ahora mismo?

   En realidad se puede hacer en cualquier momento pero no me parece que éste sea el momento más adecuado...

   ¿Por qué? —alzó la voz.

   Porque creo que antes usted debiera resolver otras cuestiones... El tipo de hipnosis que practico no es convencional y no quisiera arriesgarme a alterarle su presente. En su caso en particular usted está obsesionada con alguien de su pasado y hacer una regresión tal vez sea correr un alto riesgo para su vida actual.

   ¿En qué medida una regresión al pasado alteraría mi presente, doctor? —preguntó Polaco excitada por la idea y siguió: — ¿Mi matrimonio y mis hijos dejarían de existir acaso? —preguntó consternada.

   No, en absoluto. Ellos no dejarían de existir pero correríamos el riesgo de que usted cambie en su mente algo del pasado y tal vez algún detalle de su presente se vea modificado.

   ¿Cómo qué, doctor?

   Por ejemplo, sus recuerdos con respecto a su familia.
Polaco se quedó un momento en silencio, miró por la ventana y vio que había comenzado a nublarse. "Tal vez se estuviera acercando una tormenta", pensó.


 

domingo, 19 de agosto de 2012

CAPÍTULO 22: "Polaco" no ama a mi marido. 3° parte.


En el 2003 trabajé para una aerolínea norteamericana y tenía turnos rotativos. Tenía un fin de semana libre cada mes y medio aproximadamente. Uno de los primeros sábados libres del verano de entonces fui a una cita a ciegas. Por entonces no estaba involucrada con nadie por lo que tenía la libertad de elegir con quién salir. La cita había sido coordinada vía ICQ. No sabía con qué me habría de encontrar pero fui igual.
Llegué al Gran Bar Danzón alrededor de las 2 am tal como lo habíamos conversado por chat. Dejé el auto en el estacionamiento que está justo frente al local. Era una noche sumamente calurosa y despejada. Admito que me vestí para deslumbrar. Me puse un vestido de hilo de seda plateado, algo corto, de breteles delgados y sandalias de alto taco fino grises. Una carterita al tono y un saco largo también de hilo en composé. Tenía el cabello suelto y algo rebelde. Me llegaba hasta la mitad de la espalda, como ahora. Esperé en la puerta del edificio y me sonó el celular. Era mi cita que me avisaba que ya estaba esperándome en una mesa reservada dentro del bar. Subí las escaleras con intriga. Nunca antes había hecho nada igual. Subí y busqué la mesa indicada. Caminé directo hacia ella. Y allí estaba. Con una camisa de seda negra, un pantalón negro entallado y una sonrisa amplia.

   ¡Hola!, — dijo con la cara iluminada en tanto que se ponía de pie para saludarme con un beso caliente en la mejilla.

   ¡Hola!— dije con ansiedad y me senté.

   ¿Te gusta el lugar? ¿Encontraste bien la dirección? ¿Querés hacer una cata de vinos? — me bombardeó con preguntas, supuse que para disimular sus nervios.

   El lugar me gusta. Llegué bien, es fácil de encontrar la dirección. Te acepto la cata de vinos. — fui contestando ordenadamente sin sacarle los ojos de encima.

   ¿Segura? Mirá que dicen que no hay que mezclar porque el alcohol se sube a la cabeza... o se baja entre las piernas — concluyó en voz baja con una sonrisa.

   Bueno, entonces ahora definitivamente te acepto la invitación — le seguí el juego despojándome de cualquier prejuicio.

Llamó al mesero y pidió una cata de vinos. En seguida nos trajeron distintas copas y botellas diversas. Varios platitos con variedad de quesos con las indicaciones por escrito de cómo debía hacerse la cata. Tal queso con tal o cual vino. Recuerdo que llevaba puesto las lentes de contacto nuevas y en un momento atiné a buscar los lentes en la carterita e inmediatamente recordé que no los necesitaba. Ese gesto, sutil y fugaz, despertó su curiosidad.

   ¿Te sentís bien? — me preguntó con preocupación en la voz.
   Sí, todo bien. Estaba a punto de buscar los lentes en la cartera pero recordé que tengo las lentes de contacto puestas.

   Tenés unos ojos profundos que... me intimidan. — Me dijo por lo bajo.

   Entonces te voy a avisar cada vez que te mire — dije en broma.

   No, sorprendeme y mirame sin aviso — concluyó rotundamente. Como una invitación precipitada a caer al vacío.

Bebimos los vinos, comimos los quesos, nos reímos al unísono y paulatinamente todos los demás comensales fueron desvaneciéndose en el espacio. Un calor sofocante me invadió desde el centro del abdomen. Me quité el saco de hilo dejando al descubierto los hombros, que de inmediato llamaron su total atención.

   Hermosos brazos, lindos hombros. ¿Entrenás? — me preguntó en tanto sostenía con toda la mano su copa de cabernet.

   Cada vez menos, pero sí, de tanto en tanto descargo tensiones en el gimnasio. ¿Vos?— pregunté con la boca seca. Sorbí el resto del vino de mi copa.

   También, a veces. Cuando tengo un rato libre. En mi departamento tengo un mini gimnasio así que entre sesión y sesión a veces se me da por ejercitar los músculos.

   Tenés el consultorio en tu casa, tenés resuelto el problema del tránsito — me atreví a decir.

   Sí. Una maravilla no tener que salir de casa para trabajar — agregó mirándome fijamente a los ojos. Sentí que con esos ojos castaños me estaba recorriendo mentalmente, por completo.

   ¿Por dónde vivís? — le pregunté al tiempo que aceptaba más vino en una nueva copa.

   Acá cerca, por Barrio Norte. Si tenés ganas podemos ir a mi departamento así lo conocés, y si te dan ganas hasta podés usar mis aparatos — dijo con simpatía perversa.

   La verdad que no creo que pueda manejar con tanto alcohol en el cuerpo. Si no es muy lejos, tal vez podamos ir caminando — dije asombrándome yo misma de mis propias palabras.

   ¿Querés? — me preguntó.

   Sí. — contesté con un calor que me quemaba en todo el cuerpo. Necesitaba tomar un poco de aire fresco y "caminar me haría bien", fue lo que imaginé.

En un momento se levantó de la mesa, pagó y me tomó con gentileza del brazo. Nos íbamos a su departamento.
Bajamos las escaleras, me ayudó a ponerme el saco sobre los hombros y me agarró de la mano. Caminamos algunas cuadras en silencio, siempre de la mano hasta que llegamos a su departamento. Entramos, me saqué el saco y la carterita y los dejé caer al piso. Me recosté en un gran sofá de cuero blanco y nos empezamos a besar como si supiéramos cómo hacerlo, en ese preciso instante sentí que nunca antes me habían besado igual. Sentí que me besaban como yo solía hacerlo, que me besaba con todo el cuerpo. Fue inolvidable, doctor.

   Bien, ¿recuerda el nombre de aquel hombre? — preguntó Rubinstein haciendo anotaciones en su pantalla táctil.

   No doctor. No era un hombre. Y sí, claro que recuerdo su nombre. Se llamaba Carola —  y giró para mirarlo a la cara y no perderse la expresión del terapeuta.



 

domingo, 5 de agosto de 2012

CAPÍTULO 22: "Polaco" no ama a mi marido. 2° parte.

21 de enero de 2016. 14 horas. CABA


Estacionó el auto en el mismo lugar que lo había hecho la semana anterior. La lluvia continuaba incansable. Se subió la capucha de su piloto beige, tomó su cartera y bajó rápido del auto. No acostumbraba a usar paraguas; si no los perdía el viento los destrozaba. El Dr. Rubinstein la estaría esperando con el café preparado, imaginó.
Tocó el timbre del departamento, se abrió la puerta, entró. Saludó al terapeuta y aceptó el ofrecimiento de café. Lo pidió amargo. Se quitó el piloto y lo colgó en el perchero que estaba junto a la entrada. Sacó pañuelitos de papel y secó los lentes que se habían mojado por la lluvia. Se recostó en el diván frente a la ventana balcón que tenía las dos hojas de vidrio cerradas, pero que le permitía ver llover. Las gotitas aterrizaban en los vidrios y comenzaban su loca carrera descendente al suelo.

   Sírvase su café, amargo. —le ofreció el Dr. Rubinstein para luego tomar asiento en su gran sillón de cuero negro.

   ¡Gracias! —contestó ella tomando la tacita caliente con ambas manos.

   ¿Qué pensó luego de nuestra primera sesión? —preguntó el Dr. Rubinstein mientras abría el archivo de su nueva paciente. La última palabra del encuentro anterior estaba subrayada y en negrita: Polaco.

   Pensé que tal vez usted tenga razón en cuanto a que me perturbe la falta de noticias de mi ex, también pensé que no quiero perder a mi familia por algo que pasó hace siglos, —terminó de decir para beber el café caliente y mirando fijamente hacia la ventana que daba al cielo siguió: —doctor, ¿a usted le gusta la lluvia?

   Sí, no me desagrada. ¿A usted qué le pasa con la lluvia? —inquirió Rubinstein escribiendo cosas inteligibles en su pantalla táctil.

   La lluvia me recuerda a algo que él me repitió muchas veces cuando volvimos a hablar después de tanto tiempo.

   ¿Qué le repetía?

   Me decía que casi siempre llovía los miércoles a la noche. Los miércoles yo iba después de dar clases en Parque Centenario. De ahí me iba hasta Villa del Parque a la casa de él y me quedaba hasta el jueves por la tarde.

   ¿Recuerda que realmente fuese así? ¿Realmente llovía durante esos días de encuentro?

   No lo sé. Tal vez la lluvia la haya puesto él para ponerle más melancolía a esos recuerdos.

   Puede ser —dijo Rubinstein y miró hacia la ventana para ver llover.

   La lluvia me recuerda a él.

   ¿Desde cuándo?

   Desde siempre.

   ¿O desde que él le dijo que cuando se veían solía llover?

   ¡Ay, doctor! ¡Con qué facilidad me hace dudar de lo que yo misma creo! Ahora que me lo pregunta, ¡no lo sé! —dijo abruptamente. Terminó de beber el resto del café, apoyó la tacita sobre una mesita de servicio junto al diván.

   Para eso es la terapia. Para dudar, para indagar, para descubrir lo que la mente intenta tapar.

   Me acuerdo de una tarde de lluvia, pero no era un miércoles. Había sido un sábado por la tarde. Y yo no le daba más las clases de inglés.

   Cuénteme, ¿qué recuerda?

   Llovía como ahora. El cielo estaba cerrado. Negro de nubes pesadas. Él tenía un sofá grande, azul marino. Hacía un poco de frío. Nos recostamos en el sofá y nos tapamos con el cubrecama que se trajo del dormitorio. Con el control remoto apagó el equipo de audio. Siempre teníamos la radio encendida, escuchábamos Aspen, infaltable. Pero aquella tarde la apagó. Quiso escuchar llover. Recuerdo que mirábamos a través de los vidrios empapados cómo el cielo se descargaba incansablemente. Nos quedamos abrazados fuertemente. Escuchábamos llover. En silencio. Recuerdo que empezamos a besarnos con mucha ternura. Como si ambos hubiésemos sido frágiles y el otro hubiera podido rompernos fácilmente. Despacio nos recorríamos con las bocas. Me acuerdo de cómo me gustaba su olor. No el perfume que llevase puesto, sino su olor. Me gustaba olerlo. Luego de besarnos despacio los dos comenzamos a tocarnos por encima de los jeans. Nos fascinaba tocarnos sin tocar. Recorrernos por encima de las ropas. Nunca más experimenté nada parecido a eso con nadie. Jamás.

   ¿Ni con su marido? —preguntó el terapeuta mientras dibujaba con el lápiz táctil una ventana con lluvia en la hoja de notas de su paciente.

   Ni siquiera. Mi marido es diferente a todos los hombres con los que me relacioné.

   ¿En qué sentido? — siguió dibujando las rayitas oblicuas en lo que parecía ser la escena que su paciente estaría observando.

   En muchos sentidos. Nos conocimos por Internet. En un sitio de contactos. Yo tenía muchos mensajes de hombres que querían conocerme. Sin embargo él no era uno de ellos. Yo le dejé mi dirección de mail en mensaje privado en cuanto vi su fotografía. Tenía cara de bueno. Al día siguiente empezamos a conversar por chat. A los quince días fuimos a un hotel. A los seis meses me fui a vivir con él. Sus padres nunca me cayeron bien. Son chusmas. Toda su familia es de meter las narices donde no los llaman y todos hablan pestes de todos. Son hipócritas. Sin embargo él no se parece a su familia. Él es reservado. Tal vez demasiado. Nunca me dijo que me amaba, ni que me ama.

   ¿Usted se lo dice?

   Ya no. Antes, al principio de todo le hacía siempre la misma pregunta pelotuda: "¿Me amás?" y él me respondía "Sí". Esa era toda la oralidad capaz de expresar nuestros sentimientos. Ahora, no sé si lo amo o no.

   Por lo menos estamos seguros que "Polaco" no ama a su marido...

   ¡Ja! — se rió por lo sorpresivo de la reflexión — Polaco nunca podría amar a mi marido. Yo pude y ahora lo dudo... — respiró profundamente y se abrigó con el saquito tejido que llevaba puesto.

   ¿Cómo interactúa usted con Polaco?

   ¿Qué?

   Quiero saber si Polaco toma posesión de su mente en determinadas situaciones o es solamente una imagen de usted misma que cuando quiere la hacer aparecer...

   Polaco es mi lado oscuro, creo. Polaco estaba muerta hasta que apareció este hombre de mi pasado y la nombró. Cuando él la nombró, Polaco surgió. Polaco hizo cosas que yo no me atrevería a hacer ahora.

   ¿Por ejemplo?

   Polaco podía tener sexo en lugares públicos. Yo no lo haría.

   ¿Está segura?

   No. Bueno, con mi marido jamás podría suceder nada parecido. Es muy tímido y no se atrevería a hacer nada inapropiado. Ni siquiera es capaz de besarme en público.

   ¿Y en privado? ¿La besa?

   Tampoco.


Un rictus de amargura le transformó la cara. Se le humedecieron los ojos. Sacó un pañuelito de papel del bolsillo del jean y se secó los lagrimales por debajo de los lentes. El Dr. Rubinstein anotó palabras sueltas ininteligibles.


   ¿Quiere hablar de eso? ¿Qué la angustia?

   Me angustia saber que ya no seré besada, tal vez, en lo que me quede de vida.

   ¿Por qué lo dice?

   Porque mi marido no me besa, ¿por qué más lo diría?

   ¿Nunca la besó?

   Sí, al principio sí. Luego dejó de besarme paulatinamente. ¡No crea que no me daba cuenta, eh! Empecé a reprochárselo. Él me explicaba que se quedaba sin respiración porque tiene adenoides.

   Las adenoides son operables.

   Sí, se lo dije mil veces pero no quiere operarse. Le resulta más cómodo no besarme.

   ¿Qué siente al respecto de que su marido no la quiera besar? ¿Es muy importante para usted que haya besos en la pareja?

   Me siento rechazada.

   Comprendo. ¿Se lo dijo a su marido?

   Me cansé de decírselo, hasta que un día apareció mi ex y me olvidé que mi marido no me besaba. Había surgido la esperanza de recuperar esos besos de ensueño.

   ¿Fue así?

   Sí. Absolutamente. La primera vez que nos reencontramos luego de diez años, nos besamos y el tiempo se detuvo.

   ¿Y en los otros encuentros?

   Fueron besos mejores. Más apasionados, más tiernos, más profundos, más dulces, más puros... — una mueca de sonrisa ahora le brillaba en toda la cara. Rubinstein que podía observarla de perfil podía verle la cara reflejada en el vidrio de una de las ventanas. — La última vez que me besaron así fue en octubre del 2011.

   Hace mucho tiempo de eso.

   Demasiado tiempo para una mujer que le encanta besar y ser besada. Tengo tantos besos acumulados esperando poder salir para cubrirlo a él por completo. Tantos. Mil besos guardados.

   ¿Cree que algún día pueda liberar todos esos besos que tiene atesorados?

   Sí. Lo siento en el cuerpo. Tarde o temprano los dejaré libres.

   ¿Usted o Polaco?

   Las dos que somos una — dijo y de repente se puso de pie. El Dr. Rubinstein se sorprendió  e instintivamente se acomodó en el sillón por sentirse algo intimidado. Pudo percibir en la cara de su paciente una mirada profunda que no había notado antes.

   ¡No se preocupe, doctor! No lo voy a besar. ¿Podría pasar un segundo al baño? — dijo con una sonrisa pícara y burlona.

   Sí, claro. Es la puerta que está en aquella esquina — le indicó con un movimiento ligero con la mano derecha.

   ¡Gracias! — tomó su cartera y caminó en dirección hacia la puerta.

El Dr. Rubinstein pensó que tal vez la que se levantó del diván era definitivamente la famosa Polaco.