sábado, 21 de septiembre de 2013

Meditacciones ¡Feliz primavera?, de DitaStonehenge

Sábado 21 de septiembre de 2013. 
09:40 hrs.


Mientras tu hija duerme en posición fetal sobre la camilla de la guardia del hospital, vos le descubrís algunas manchitas de sangre, casi invisibles en la remera fucsia. Le había sangrado la nariz temprano a la mañana, como anoche, también.
Hace más de una hora que están en el consultorio vacío de la guardia. Tenés sueño, tenés hambre y tenés sed, pero lo que más te embarga ahora es la incertidumbre de lo que le sucederá a tu nena.
El día de la primavera empezó augurando un hermoso día de sol. Las jóvenes médicas de guardia hablan jocosas del otro lado de una de las puertas que tiene la habitación donde están ustedes. Podés oír que comen y beben lo que llevaron para el picnic dentro de la guardia.
Te duele el cuerpo por la posición que adoptaste al sentarte en la camilla donde duerme profundamente tu hija. No te atreviste a usar la silla del escritorio donde está la computadora de los médicos.
Finalmente te decidís por sentarte allí. 
Ya conocen la situación, las dos ya pasaron por el mismo lugar hace un poco más de un mes; y están ahí las dos solas, las dos juntas. Las dos unidas como desde el día en que tu hija fue concebida. Estás ahí sabiendo que tal vez la nena deba quedarse internada, como aquella otra vez, cuando le diagnosticaron Púrpura.

—¿Qué tengo?  

—Púrpura, tenés púrpura.

—¿Tengo un color?

—Sí, tenés un color que hace que tu cuerpo ataque las plaquetas de tu sangre. 

—Y ¿por qué tengo púrpura?

—No sabemos mi amor. Pudo haber sido un bichito, un virus o no sabemos qué... pero no te preocupes que vas a estar bien. Lo único que tenemos que hacer es cuidar de que no te golpees, ni te cortes, ni te lastimes porque tu sangre no hace cascarita como antes de que te enfermaras. 

—¿Me voy a curar algún día?

—Sí, un día te vas a curar. Pero para eso hay que tomar los remedios, y hacer todo lo que nos digan los doctores. Y cada tanto venir a que te revisen la sangre...

—¿Me van a pinchar?

—Sí.

—¿Y me va a doler mucho?

—No, es un pinchacito de mosquito, ni te vas a enterar. Te van a sacar un poquito de sangre y la van a poner en unos vidrios para mirarla por el microscopio y otra parte la van a analizar, no sé —le explicaste con total naturalidad a tu nena de cinco años cuando la internaron por primera vez.
Llega la doctora, luego de más de dos horas y media de espera, pidiéndote mil disculpas por la tardanza, y te dice que no es que se hubiese olvidado pero el laboratorio no enviaba los resultados. Vos le decís con calma que no se preocupe, que está bien. Ella te mira desconcertada porque no le recriminás que te tuvieron tanto tiempo ahí, como lo hubiese hecho cualquiera de los miles de padres que concurren a esa guardia cada mes.
Es entonces cuando tu hija se despierta y se da cuenta de que no había sido un sueño el viaje hasta el hospital, la revisión de la médica y acostarse en la camilla.
Vos le agarrás la mano con una sonrisa. La doctora te dice que el resultado del hemograma arrojó solamente dieciséis mil plaquetas. 
Vos ya sabés por la experiencia anterior que con menos de treinta mil los chicos se quedan internados. El resultado no te sorprende; habías advertido petequias (pequitas) rojas en el cuello, manos y piernas de la nena. Los síntomas visibles de la enfermedad ,que aprendiste a buscar y reconocer cuando te dieron el diagnóstico la primera vez. 
Te dice que esperes un rato más que te van a asignar una cama de internación y se va. Le agarrás las manos a tu hija y le decís risueña.

—¿Viste? ¡Nos dejan quedar en el hospital otra vez!— en el tono eufórico de un ganador de un premio mayor de lotería —ojalá esté la enfermera Melisa, así le pedimos la "pisa"...
—soltás con una carcajada.

Tu hija te mira sabiendo que estás montando una escena para amortiguar SU estadía en el hospital; es chiquita, pero procesa la información mejor que varios adultos juntos. No te dice nada, te mira a los ojos y dice: 

—Tengo miedo.

—No tengas miedo. Para que te cures tenemos que pasar por todo esto. Sé que es horrible, pero es la única manera de resolverlo. Enfrentando la situación. Cuando seas grande y yo de vieja esté sorda, las dos nos vamos a reír mucho de este momento.

—Tu hija esbozó una sonrisa cuando dijiste que de vieja serías sorda, lo pudo imaginar, tal vez.

La abrazás y se quedan así por un rato. 
Mientras la estrechás entre tus brazos recordás las palabras de la jefa de hematología del hospital, que casualmente fueron a ver el día anterior:

—¿Ustedes están juntos o separados?—les preguntó a marido y a vos. Vos estuviste a punto de decir que juntos pero con vidas separadas... —juntos, estamos juntos—dijiste finalmente.

—Bueno, entonces, el día de mañana cuando quieran tener otro hijo, ya saben que van a tener que seleccionar el semen que fertilizará el óvulo que fecundará otra criatura—entonces miró a los ojos a marido y le dijo:—el problema de la talasemia de la nena lo heredó de usted aunque la talasemia no tenga nada que ver con la púrpura, son dos enfermedades que afectan la sangre pero que se den en un mismo paciente es pura coincidencia... —y te callaste de decir que con marido no buscas, ni esperás tener más hijos... también callaste lo que pensaste sobre lo exacto que le cabría a marido el término de "mala leche".

 
 

domingo, 15 de septiembre de 2013

Meditacciones, de DitaStonhenge

Domingo 15 de septiembre 2013, 9:20 hrs

Terminás de tomar el último mate y te levantás decidida a limpiar el baño a fondo. Odiás hacer los quehaceres de la casa pero si no lo hacés vos, nadie más lo hará. Te arremangas, respirás hondo y con el coraje obtenido te encerrás en el baño dispuesta a que quede inmaculado, como esos baños de las revistas de sanitarios y griferías.
Mientras tu hija de cinco años juega, en la mesa de la cocina, a que sabe escribir; vos querés empezar hoy mismo, ya mismo, con la limpieza de toda la casa. "Si un día se me ocurre dejarlo, quiero dejarle la casa mejor de lo que la encontré" pensás con dignidad. Creés que de a poco tenés que comenzar a llevar a la acción eso que venís mascullando desde hace mucho tiempo, desde antes, incluso, del nacimiento de tu hija. De tu hija, porque la nena es tuya. Siempre supiste que un día lo llegarías a dejar. La primera vez que se te ocurrió dejarlo fue al año de empezar la relación, allá por el 2005 se conocieron, en el 2006 hiciste bastante para cortar la relación pero con la confirmación del embarazo en el 2007, te replanteaste si era el momento de hacerlo. "Tal vez un hijo pueda llegar a cambiarlo, a convertirlo en alguien cariñoso, hasta tal vez llegue a ser un poco simpático y todo...", te auto convenciste. 
Entonces cada vez que ibas al obstetra, sola, y el muy cínico te preguntaba siempre si ese bebé que llevabas en el vientre tenía padre, vos le respondías ofendida con un "¡doctor, claro que este bebé tiene padre! " y el obstetra evaluando la veracidad o no de esa afirmación te preguntaba "¿por qué nunca la acompaña a las consultas? ¿Están separados? ¿Lo va a reconocer?"... vos sentías que esas palabras te cortaban en dos y te dejaban rebanada y sanguinolenta... pero lo mirabas fijo y le decías con amabilidad fingida que no, que no estaban separados, que simplemente el padre tenía un negocio y que no quería dejar a los empleados solos, y que no era tan grave que el padre no estuviera presente en los controles obstétricos. Entonces el muy cínico, el muy hijo de puta, con una sonrisa te explicada en un tono condescendiente que "sí, claro, comprendo. Bueno, tal vez algún día se anime y la acompañe. Dígale que sería una picardía perderse al menos un control para escuchar el corazoncito del bebé...
Y vos salías del consultorio profundamente lastimada.
Se te llenaron los ojos de lágrimas. Te duelen esos recuerdos de una maternidad solitaria. Por fortuna tus intentos por un segundo embarazo no dieron sus frutos. A tu edad te sería insoportable pasar otra vez por esos mismos cuestionamientos, responderías al insulto con el inocultable sarcasmo que siempre te ha caracterizado.
Terminaste de limpiar el inodoro, ahora seguís por la ducha. Te metés con las zapatillas y cerrás las mamparas. Tu hija abre una de las hojas y te pregunta si te vas a bañar vestida, le respondés que sí porque tenés frío. Las dos se ríen a viva voz por el chiste. Ella te despide como si se fuera a dar un largo viaje alrededor del mundo, te tira un beso a la distancia, desde el umbral de la puerta del baño. Le decís que se cuide y que te mande postales, entonces, regresa a la pequeña oficina que se ha inventado en la mesa de la cocina.
Volvés a cerrar la mampara del baño con una sonrisa franca en los labios. ¡Cómo amás a esa nena!, lo que serías capaz de hacer por ella no tiene nombre ni conoce límites. Por ella te quedaste con su padre, con "marido", como soles llamarlo.
Cuando te preguntan del porqué le decís "marido" y no tu marido no podés evitar explicarlo risueñamente. Porque es "marido". "Mi pareja es el estereotipo de todos los maridos que han existido y existirán sobre la tierra. Si hubiese un diccionario solo con imágenes, junto a la palabra MARIDO estaría la fotografía de él", explicás jocosa. Pero la verdadera razón por la que lo llamás así es porque no te sentís en pareja, no te sentís emparejada, nunca lo sentiste con él y prácticamente no creés haberlo sentido con ningún hombre jamás. 
Sabés que el grave error que cometiste siempre fue tu complejo de autosuficiencia, en el caso de que tal complejo exista; y al mismo tiempo lo que más deseas es sentirte protegida, contenida, escuchada, querida... ¿tan difícil es? te preguntaste mil veces hasta que te diste por vencida y aceptaste empezar una relación con futuro con "marido". En el fondo, intuitivamente, sabías que no era el mejor de todos los hombres con los que te relacionaste pero era el menos malo, el mal menor... Tal vez, de haber elegido a otro, estarías peor.
Peor sería tener que limpiar un baño ajeno.