lunes, 30 de mayo de 2011

A thousand kisses deep

"You came to me this morning
And you handled me like meat
Youd have to be a man to know
How good that feels, how sweet

My mirror twin, my next of kin
Id know you in my sleep
And who but you would take me in
A thousand kisses deep

I loved you when you opened
Like a lily to the heat
You see Im just another snowman
Standing in the rain and sleet

Who loved you with his frozen love
His secondhand physique
With all he is and all he was
A thousand kisses deep

I know you had to lie to me
I know you had to cheat
To pose all hot and high
Behind the veils of sheer deceit

Our perfect porn aristocrat
So elegant and cheap
Im old but Im still into that
A thousand kisses deep

Im good at love, Im good at hate
Its in between I freeze
Been working out but its too late
(Its been too late for years)

But you look good, you really do
They love you on the street
If you were here Id kneel for you
A thousand kisses deep


The autumn moved across your skin
Got something in my eye
A light that doesnt need to live
And doesnt need to die

A riddle in the book of love
Obscure and obsolete
And witnessed here in time and blood
A thousand kisses deep

But Im still working with the wine
Still dancing cheek to cheek
The band is playing Auld Lang Syne
But the heart will not retreat

I ran with Diz, I sang with Ray
I never had their sweet
But once or twice they let me play
A thousand kisses deep

I loved you when you opened
Like a lily to the heat
You see Im just another snowman
Standing in the rain and sleet

Who loved you with his frozen love
His secondhand physique
With all he is and all he was
A thousand kisses deep

But you dont need to hear me now
And every word I speak
It counts against me anyhow
A thousand kisses deep"

lunes, 16 de mayo de 2011

Puerta, de DitaStonehenge

La puerta entornada dejaba ver su figura doblada hacia el escritorio. El humo azul lo envolvía mientras garabateaba los designios de su corazón abierto. La noche chorreaba calor por las paredes. Aunque las manos le transpiraban un poco, se había propuesto terminar de escribir la carta esa misma noche.

“Querida,
 Te escribo estas líneas para decirte algo que desde hace días vengo masticando, pero que aún no puedo digerir.
Te vieron. Julio me contó que te vio salir de un hotel del brazo de un tipo. Ibas de lo más contenta, meneando tu cadera satisfecha.
Cuando Julio vino a contármelo, no le creí. Me pareció mentira. Lo insulté. Hasta estuve a punto de pegarle una trompada por ensuciar tu nombre... ¡Qué ingenuo fui! ¡Qué pelotudo! ¿Cómo pudiste? ¿qué pasó? ...”


Releyó estas últimas frases y le parecieron ridículas. Las hizo una bolita y fueron a parar al tacho, junto a los otros bollitos blancos. 

Maldito

Noche de luna clara. Manto pesado de muerte lenta.
Los portones, ya débiles, corroídos y oxidados aguardan el tacto de algún viajero desprevenido. Alertas, inmóviles y silenciosos se dejan entreabiertos, cual entrada abandonada al descuido.
La luz desenfocada de un faro gira de a ratos e ilumina las lápidas del cementerio.
Construcciones arquitectónicas exquisitamente dispuestas en hileras entrecruzadas. Un ave sin nombre, negro, apoya las garras en la cabeza de un niño ángel.
La tierra está húmeda, - no sé si por el rocío de la madrugada o por qué-.
Camino entre las tumbas sin mirar hacia atrás, la luz lejana de aquel faro es mi guía. Me conduce llevándome de la mano.
Camino lento, pesado, pero sin dejar rastro. Siento cargar las ropas sobre la piel. No sé si estoy débil o cansado. No sé hacia dónde me dirijo, sólo sé que tengo que seguir la luz.
El pájaro me sigue con los ojos entreabiertos, expectante a que no vuelva sobre él.
Una bruma comenzó a levantarse lentamente, hace círculos definidos en el centro y dispersos a los lados. Giran lento, en espiral pero no avanzan más que a la altura de las cruces más altas.
Todavía conservo el anillo. Me alivia tenerlo puesto.
Entonces no me desintegré. Estoy a tiempo de recuperar mi vida.
Escucho ruidos extraños alrededor. Quejidos. Lamentos. Llantos nauseabundos. Dolor hecho costra.
Se me cayó la camisa que llevaba puesta, pero sigo caminando. Cada vez con mayor dificultad.
Los zapatos me pesan toneladas, pero por fortuna- o no-, todavía los llevo puestos.
La tierra se me hace blanda en cada tramo.
La humedad está inundando el cementerio.
El barro se me cuela por las costuras del zapato.
La niebla se hizo más espesa. No puedo ver ya mi querida luz.
Giro como puedo para ver al ave negra. Sigue clavándome la mirada en la sien.
¿No pude avanzar mucho más o acaso intenta engañarme manteniéndose tan cerca de mí?
Me confunde.
El vapor se enmaraña entre las penas de las almas perdidas.
El anillo comenzó a aflojárseme del dedo. Con esfuerzo logro cerrar a medias los nudillos para trabarlo allí.
Un líquido tibio y espeso comenzó a caérseme de la nariz. Me llega a la comisura de la boca. Lo pruebo con asco. Dulce y metálico.
En un paso, perdí el otro zapato. No me veo los pies. Creo estar hundiéndome.
Se me termina el tiempo. Ya no veo la luz del faro.
La bruma es tan espesa que no me deja ver nada más que un par de huecos profundos, dibujados en la cara del pájaro.
Lo tengo frente a mí. No vuela.
Quieto, frente mío.
Me acerca el pico puntiagudo.
El anillo se me resbaló hasta la yema del dedo.
No puedo detener su caída.
Es inevitable. Caigo a la tierra.
Me siento tragado.
El anillo retumba en mi cabeza mientras golpea contra mi lápida.
El líquido que me sale ya me cubrió por completo.
No siento nada.
Sin nada en mí.
Como la muerte.

¿Quién le teme a Virginia Woolf?

Edward Albee: Dramaturgo norteamericano de la más joven promoción. N. en Washinízton en 1928 y fue adoptado a los dos meses por Reed y Francis Albee. A. ha dicho: «no guardo rencor contra mis padres adoptivos, sino contra mis padres naturales por abandonarme». Tuvo una educación intelectual sin problemas económicos. Espíritu rebelde, ingresó en el Trinity College, de donde fue expulsado al año y medio por no asistir a clase. «Entonces llegó la serie de empleos que parece ser indispensable en todo escritor americano. A. trabajó de botones en una oficina, más tarde vendió libros y discos. Durante dos años, de los 26 a los 28 años de edad, repartió telegramas para la Western Union».
      A. es un escritor polémico, no pierde ocasión de manifestarse joven agrio y rebelde, típico representante de los llamados angry young men (jóvenes airados). Allí donde va o se representa una obra suya despierta extremadas polémicas. Trabaja de prisa. Ha escrito cinco obras de teatro y una adaptación de la novela de Carsons McCullers The Ballad of the Sad Cafe (La balada del café triste). Su única preocupación es la espontaneidad literaria. The Zoo Story (Historia del zoo) se estrenó en 1959. Es la confrontación violenta de dos posturas ante la vida; una pieza extremadamente simple y desconcertante a la vez. Sólo hay dos personajes y la obra es prácticamente un monólogo. Escribió después dos piezas cortas: The Death of Bessie Smith (La muerte de Bessie Smith) y The Sandbox (La caja de arena). Ambas son rnediocres por su construcción, aunque respiran una violencia expresiva y dramática muy propia de A. The American Dream (El sueño americano) es la más importante de sus obras. Algunos críticos le reprocharon un contenido «nihilista, inmoral y derrotado».
      A. trata de denigrar el tema de Estados Unidos como baluarte de las libertades individuales. Su técnica es la caricatura. Toma los elementos tradicionales del «sueño americano» -la familia feliz, el héroe idealizado, el buen comprador- y los exhibe en forma distorsionada y grotesca. «Mi intención ha sido ofender», ha dicho A. acerca de esta pieza. En 1962 se estrenó en Nueva York Who's Afraid of Virginia Woolf? (¿Quién teme a Virginia Woolf?), la más conocida de sus obras, que ha tenido gran difusión merced a su adaptación cinematográfica. En escena sólo hay cuatro personajes. La intensidad del drama es tal que requirió para su estreno dos compañías distintas en sus representaciones de tarde y noche. A. ha conseguido en ¿Quién teme a Virginia Woolf? una obra larga de intelectualizada crítica. Ridiculiza el ambiente universitario, el amor matrimonial de dos parejas patológicas. Más que teatro rebelde es psicológico, en el que se manifiesta la frustración psicoanalítico de muchos matrimonios americanos. La obra dura tres horas de diálogo y polémica a veces morbosa.


Hay una escuela de teatro que arranca con Arthur Miller y Tennessee Williams y continua en la actualidad con escritores como David Mamet. Son obras de teatro con un 'color local' muy norteamericano, intensas, con pequeños dramas cotidianos (en muchas ocasiones conyugales), y girando casi siempre en torno al éxito y el fracaso (fracaso como personas, como profesionales, como matrimonios, como padres o hijos...). Un tipo de teatro que se aleja mucho de las tendencias europeas pero no por eso deja de ser interesante.

Aunque la primera obra de Edward Albee (Historia del Zoo) tuvo que estrenarse en Berlín ante la negativa de los teatros de broadway a estrenarla, en '¿Quién teme a Virginia Woolf?' nos encontramos con una pieza que se inscribe a la perfección en el estilo antedicho y que incluso continúa, si bien con más profundidad y con diferentes matices, los temas tratados por Williams.

Un viejo matrimonio (Martha, una mujer de cincuenta años todavía atractiva e hija del rector de la universidad de Nueva Cartago, y George, profesor del departamento de historia de dicha facultad, un hombre apocado y 'fracasado') reciben, tras una fiesta, a una joven pareja en su casa; Nick, un joven atractivo, profesor de biología y nueva adquisición de la universidad, y Honey, su mujer, bonita y algo sosa. Durante toda la obra, con cinismo y cierto aire intelectual, se dedicarán a herirse y humillarse, involucrando en su órbita a la joven pareja. No dejarán trapo sucio por sacar, y los 'juegos' (humillar a los anfitriones, montar a la anfritiona, echar a los invitados, matar al hijo...) irán subiendo la tensión en el ambiente hasta la catarsis final. Una obra larga (que puede llegar a tres horas según el montaje) pero que, debido a la fuerza y a la calidad de sus diálogos, resulta corta tanto en el teatro, como en el cine.

Aunque no he visto la versión cinematográfica, todo el mundo la tiene por excelente. Razón de más para descubrir esta obra 'en las fuentes', y desazonarnos por las crueldades y el cinismo de este nuevo clásico universal.

Richard Burton y Elizabeth Taylor interpretan de forma soberbia a George, un profesor universitario, y a su amargada y psicótica mujer, Martha. Después de una fiesta con los colegas de George, el maduro matrimonio invita a una joven pareja a tomar una copa en su casa.



Crítica

Puntuación
del crítico: 10
Apasionante opera prima de Mike Nichols.
Su puesta en escena es básicamente teatral, un escenario, cuatro actores... y una explosión de talento.
Un guión magnífico y muy bien hurdido, el diálogo nunca cobró tanta fuerza como aquí, es inteligente, audaz, sorpendente y no deja respiro.
La fotografía en blanco y negro es perfecta (se llevó un oscar) y la música de Alex North magnífica, pero lo mejor de la película lo ponen dos actores en absoluto estado de gracia.
Elizabeth Taylor en la mejor actuación de su vida, con un personaje que es una "rara avis" en su carrera. He de decir que esta actriz no es santa de mi devoción... pero aqui estuvo inmensa (merecido Oscar).
Ahora, el que se come la película y a sus tres compañeros de reparto, es un enorme Richard Burton que se merecía todos los premios del mundo (incomprensiblemente el Oscar se le escapó) por su magnífica composición de personaje. Espectacular en cada escena, va más alla del elogio.
Toda la acción se produce en una noche, los diálogos absorven la película, verdades a la cara, reproches, insultos y miserias humanas. Todo bajo la dirección de un portentoso Mike Nichols que describiría aquí una de las relaciones de pareja (constante temática en su obra) más turbias y locas que ha dado el cine.
Trece nominaciones al Oscar, aunque se llevó sólo cinco (el de mejor director llegaría el año siguiente por "El graduado").
El final es buenísimo.
Imprescindible.


Un clásico contemporáneo: "Yo siempre le he tenido temor a esta obra", dice Espert, "y no sólo porque es durísima para los intérpretes, lo más duro después de las tragedias griegas y algún Shakespeare. Sino por esa nebulosa que desprende su título...

Pero que no entienda mal el público, no se trata de la historia de una pareja destrozada, hoy. Ni siquiera es la versión cinematográfica que protagonizaron Elizabeth Taylor y Richard Burton (1966): un matrimonio que se odia y se insulta y se pega. "No, no es el melodrama de a ver quién mata a quién". Adolfo Marsillach, director y adaptador de la obra de Albee, además de protagonista, insiste: el lobo es la mismidad: "Cada vez es más difícil ser uno mismo en una sociedad que continuamente nos está robando, donde no somos nosotros mismos sino la imagen que de nosotros tienen; siempre ha pasado, pero con la televisión, la publicidad, el cine, todo se distorsiona. Tenemos miedo a la realidad, que nos hunde. El miedo obliga a estar continuamente jugando e inventando. Si con Sartre el infierno eran los otros, aquí el infierno son ellos mismos: su propia realidad". Será entonces que para sobrevivir en ese infierno, necesitamos la mentira.
Es la imaginación: es conseguir salirse de uno mismo para acercarse al otro, puesto que en la realidad cotidiana el acercamiento es doloroso y casi imposible.
Luego, cada vez más, el arte o la distorsión de la realidad será imprescindible. "¿Por qué un escritor escribe una novela o un músico compone una sinfonía?", se pregunta el dramaturgo. "¿Por qué nosotros vivimos de ser otros? Pues seguramente por una insuficiencia que cubrimos con otra realidad distinta. Cada ser humano lo resuelve a su manera; la nuestra es una manera cínica: hacemos de eso una profesión". También los protagonistas juegan a ser actores, ofreciendo la ilusión de un teatro de la vida dentro del teatro, porque "todos tenemos la necesidad de jugar a algo" (Marsillach). "No son actores, juegan a una historia de amor extraña, muy dura" (Espert). "Con grandes zonas de humor, ingrediente del teatro del absurdo, que produce hilaridad: cómo tratamos a la pareja de recién llegados" (Marsillach).

La Jupia, de DitaStonehenge

La Jupia era una mujer misteriosamente hermosa. Los cabellos castaños le llegaban hasta donde se podía adivinar un par de suaves pechos carnosos. Callada, de paso aletargado y felino, se paseaba en plena tarde bajo el sol abrasador, con un inexplicable aire de frescura. Los hombres se detenían a observarla pasar todas las tardes, quedándose paralizados y con un gesto libidinoso, buscándole la mirada. La Jupia no hablaba. Vivía en una casita blanca, apartada, camino entre el bosque y el Valle.
Aunque era deseada por todos, ningún hombre jamás se había atrevido a proponérsele porque tenían miedo de que la leyenda fuese verdad. La leyenda de las brujas en la República Dominicana es una herencia de Europa. Se creía que la Jupia era hija de un mortal y una bruja. Un híbrido sin humanidad. De noche, se podía oír, si uno prestaba la suficiente atención, jadeos perdidos en el bosque. Alaridos de hombres entregados al placer.
Alberto era un recién llegado e inexperto en los quehaceres de la conquista y las costumbres locales. Un joven corpulento y viril. Nuestras brujas son seres de la noche, mujeres de aspecto envejecido y tétrico, de alma perversa. Como en la vieja tradición, las brujas vuelan en escobas, aunque aqui prefieren convertirse en aves de buen tamaño y revolotear sobre las casas, emitiendo graznidos espantosos. 
 Aseguran, que las brujas se quitan la piel antes de volar, que la ponen en remojo en una tinaja, y que luego alzan el vuelo diciendo ¡Sin Dios ni Santa Maria! para acceder a las fuerzas mas oscuras. Cuenta la gente que cuando vuelan, emiten risas y cantos incomprensibles, cuando no resoplan al viento un claro fo-fo-fo, que utilizan también para ahuyentar a los que las descubren.
 Dicen los campesinos que cuando las brujas no vuelan por las noches, descansan bajo las matas de plátano de los conucos. Las brujas succionan la sangre de los niños, y la extraen directamente del ombligo o del dedo gordo del pie, a través del pecíolo hueco de una hoja de higuereta Ricinus comunis, o del de una hoja de lechosa, Papaya carica. 
 Se cree que las brujas no atacan a los hijos de sus compadres, ni a los mellizos o gemelos. En todas las comunidades rurales hay historias de brujas que fueron descubiertas en pleno vuelo. El proceso de atrapar a una bruja se conoce como "tumbar a una bruja", y los "tumbadores" son personas  con cierto poder, que conocen las oraciones y los rituales especiales para este fin. Dicen que cuando se atrapa a una bruja hay que esperar el amanecer, pues cuando sale el sol el encantamiento se rompe y se puede descubrir la identidad de la maligna mujer. Aseguran que cuando llueve y hace sol, en algún lugar escondido se esta casando una bruja...

La Mancha, de DitaStonehenge

Desde hacía días permanecía inmóvil. La familia seguía expectante a que hiciera algo. La semana anterior había tomado la forma de un payaso. Cabezón, con manotas y zapatones. Pero esta semana nada. Quieta y oscura, había vuelto a ser la simple mancha de humedad que ennegrecía desde siempre una esquina del cielorraso. Con el paso de los años, ya había adquirido formas muy distintas entre sí. Una vez, cubrió gran parte de una de las paredes del living imitando la forma de un castillo; días después se convirtió en un ramillete de flores; otra semana, fue un puñal; luego, una nube, también un pianito en una esquina, entre otras tantas formas más. Los tres hermanitos estaban consternados. El menor, Ezequiel de tres años, la miraba por momentos, como expectante. Ignacio, de cinco, trataba de darle una explicación lógica: se secó. Pero, Esteban, el de 8, no dijo absolutamente nada. Los padres no lograban consolarlos, era inútil. La mancha de humedad ya no cambiaba más de forma. Una noche, desde la ventana, la luz de la luna descubrió su escondite. Fue entonces que optó por soltarse de la pared. Era una sustancia pegajosa y densa. Después de varios intentos, saltó desde la esquina del techo directo al piso.  Esquivando la luz, se imitaba las sombras de los muebles del living, para no ser descubierta. Se deslizaba despacio, impulsándose alerta a cada sonido, a cada imperceptible movimiento del aire. De a poco fue dirigiéndose al cuarto de los chicos. Escurriéndose pasó por debajo de la puerta.  Paulatinamente fue acercándose a las camas. Cada movimiento era premeditado, medido, para no despertarlos. En ese momento oyó un ruido que la sobresaltó. Era Esteban, que se había dado vuelta dejando caer la mano al piso, a centímetros de ella. Esperó volver a escuchar los ronquidos, para seguir su camino. Siguió la marcha pesada y acompasada hasta rozarle la punta de los dedos. Rápidamente el chico volvió a girar levantando de golpe el brazo metiéndolo dentro de la funda de la almohada. Ciega, y guiada por un olfato exquisito, la mancha seguía el olor de la inocencia. Entonces

optó por girar a su derecha. Allí estaba Ignacio, enredado entre las sábanas, apenas se le asomaban las rodillas. No podía percibir la intensidad del calor de ese cuerpo, por los confusos pliegues de las telas. Decidió lo más fácil. La cuna. Ezequiel dormía destapado y extendido en el medio del pequeño colchón con la boca entreabierta, un hilito de baba brillaba

perpendicular hacia la almohada. Lenta y blanda se subió por los barrotes y cuando llegó a la cara, lo embistió por la boca. Sin oportunidad de reaccionar, el chico comenzó a oscurecerse. Los cachetes rosados tomaron un color verdoso, luego morado, para después quedar absolutamente negros, como el resto del cuerpo. La mancha fue nutriéndose rápidamente.

Crecía a medida que el pequeño se disolvía en ella. En la cuna, solo quedaron restos morados en el centro de la sábana. A la mañana siguiente, la madre puso a calentar leche en un jarrito. Repasó los guardapolvos y llamó a la puerta de los chicos, para despertarlos. Dos golpes despacio y luego tres más intensos. Mientras acomodaba el desayuno en la mesa del living, levantó instintivamente la mirada hacia la esquina del techo.  Qué curioso, la mancha había desaparecido. La mujer frunció el entrecejo y con un vago presentimiento miró en dirección al cuarto de los chicos. Un líquido espeso y granate chorreaba desde el marco superior de la puerta.

La Cena, de DitaStonehenge

-“Disculpe la demora señor Gutiérrez, pero mi mujer me dejó dicho que llegaría más tarde…” dijo, mientras se le iban los ojos al descubrir una variedad interminable de platos colocados prolijamente sobre el mantel blanco y reluciente. Se le hacía agua la boca.
-“No se preocupe Héctor, supongo que de momento a otro se reunirá con nosotros. Pero por favor tome asiento, acompáñeme; pruebe este vino exquisito, es de mi bodega personal. Abro una botella de éstas una vez al año”, lo interrumpió sin darle tiempo a continuar.
-“mmmm….realmente delicioso, tan dulce, con tanto cuerpo, este perfume tan rico… ”. Héctor continuaba fascinado adjetivando las bondades del trago mientras su jefe ordenaba a la servidumbre, con un leve gesto de su mano derecha, a que sirviera la cena.
Levantando su copa Héctor brindó: “por los mejores vinos, las mujeres más bellas y las carnes más sabrosas. ¡Salud!” y sorbió de un trago lo que apenas le quedaba por beber.
-“¡Amén!” propuso el conde.
-“¡Válgame dios! ¡Que manjar! Le aseguro en el nombre de mi padre, que dios lo tenga en la gloria, que ¡jamás había probado carne más jugosa ni tan sabrosa!”,  exclamó sin importarle hablar con la boca llena. 
-“Sí, es una de las mejores, o fue, una de las mejores. Sabrá usted que cuánta más joven es la carne, más deliciosa es al paladar. Y ésta, en particular,  indudablemente era muy joven. Y bellísima además. Sepa disculpar el atrevimiento.”
-“Lo disculpo, lo felicito y lo consagro como el mejor anfitrión, ¡salud nuevamente!”, y acabó por beberse la segunda copa de vino.
 El conde no pudo disimular su satisfacción y orgullo; le pidió a una de las señoritas que lo escoltaban, que le sirviera un trozo más de carne horneada. Héctor tragaba y bebía sin dejar de hablar de lo tierno y espectacular que le resultaba el bistec.
-“¿Sabe una cosa Conde?”, dijo intentando bajar un trozo con un trago más, “con mi mujer creíamos que usted no era de fiar, pero después de esto, realmente siento admiración por usted”, aclaró, ya notablemente alcoholizado. Y agregó: “y mire, le digo másss: me gustaría que Stella, mi hermosa y joven esposa… estuviera aquí… para que se diera cuenta, como yo…., que usted es un amigo, porque sólo un amigo… puede tener la delicadeza de preparar una cena tan maravillosa…. como ésta”; concluyó con un sonoro eructo.
-“Bueno… mi estimado nuevo amigo, no sé qué decirle con cuán grandilocuente despacho de adulaciones. Le agradezco tanta deferencia conmigo. Como dicen los italianos: la mía casa e la sua casa, y me tomo la libertad de decirle: la mía cena e la sua cena. Pero debo confesarle que no suelo tener comensales de su característica en mi humilde mansión.”
-“¿A qué se refiere Conde?”, increpó con la mejilla sucia con salsa y un pedazo de carne saliéndosele por el costado.
-“Me refiero a que esta cena fue especialmente pensada en usted, y obviamente en su bella esposa. Me es un poco difícil elegir, a veces, a las personas indicadas, y esta vez no me equivoqué”. Y encendió un puro.
-“Bueno sabrá usted lo que quiere decir. Lamento que Stella se esté perdiendo esto”, terminó diciendo mientras rasgaba con las manos un trozo más.
-“Déjeme decirle que Stella siempre estuvo en la cena.”

La piedra, de DitaStonehenge

Con ambas manos a los costados del cuerpo, los ojos abiertos mirando las sombras dibujadas en el techo. Un hormigueo comienza a subírsele por la rodilla hasta llegar a la cara interna del muslo derecho. El pelo muerto sobre la almohada dura, un mechón de pelo le tapa apenas un ojo, aunque no parece molestar. Los músculos de los brazos cada tanto tiemblan, tal vez por el cansancio de un día tremendamente agotador. Los pies le duelen, tanto que no puede siquiera sacarse los zapatos. Una vena en el cuello, la yugular, late rítmicamente… Y por fin respira… llenándose los pulmones de aire para vaciarlos nuevamente.
Visto en perspectiva parece el velorio de alguien que no tuvo en su vida ni un perro que lo llorara. Pero no lo es.
De repente cierra los ojos y comienza a ver puntitos azules en el medio de la oscuridad. Un punto blanco brillante se centra en la nada. Dentro de él se abre un agujero y queda hecho un aro plateado y hueco, que luego se parte y forma un ocho blanco y resplandeciente. El número comienza a girar y se transforma en un círculo centellante. Blanco. Puro. Perfecto. Enceguecedor. Una bola blanca. Se arrima y se aleja. Gira sobre sí misma y desaparece convirtiéndose en decenas de puntitos azules.
Se aproxima la medianoche y el estómago reclama comida con retortijones callados. Un dolor agudo se clava en el vientre pero pronto desaparece. Abre los ojos, todavía ve los puntitos azules diseminados por toda la habitación. Le cuesta hacer foco pero al cabo de un minuto logra ver la mesa. La ventana deja entrar la luz de una luna llena y blanda, algo amarillenta se le antoja.
Arriba de la mesa hay un pedazo de pan duro. Habrá estado allí por varios días. No lo recuerda. Ahora sí se da cuenta de lo entumecida que tiene la pierna derecha. Con dolor intenta mover la pierna dormida, al hacerlo siente millones de hormigas coloradas picándole toda la pierna, desde la ingle hasta la punta de cada dedo de los pies. Una lágrima se le asoma, pero resiste el dolor.
Lentamente se incorpora y se sienta en la cama, con los hombros doloridos y encorvados. Los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, con las palmas hacia arriba le asemejan a un simio retardado, en una jaula extraña. La ropa desacomodada. El cabello despeinado. La mirada perdida. Los labios secos y entreabiertos. El maquillaje corrido. El relleno del corpiño se le escapa por encima del pecho, plano.
 Se mira las manos y ve que ha perdido una uña de plástico. No logra recordar cuándo. Se mira las manos de nuevo, y las ve imperfectas y enormes. Huesudas y venosas. Flacas pero fuertes. Las asemeja a las de su padre, cuando las vio entrelazadas sobre su pecho el día de su funeral. El recuerdo trajo un escalofrío que le rozó la espalda.
Al mirar hacia la ventana, se da cuenta que falta un pedazo de vidrio, con forma de estrella. En el ángulo superior derecho. Nunca antes lo había notado. Un agujero como los que dejan las piedras al abrirse paso. Mirando el boquete imagina el recorrido que habría seguido el proyectil que pudo haberlo abierto. Para su sorpresa, lo encuentra. A tres metros de distancia, sobre el suelo, hay una piedra deforme y terracota, con algunas puntas filosas. En algunas de esas puntas se ven manchitas oscuras, también en el suelo. Es sangre.
Un líquido frío comienza a bajarle por el mechón de pelo que le cubre un ojo, no parece molestar. Toca el mechón, lo nota en partes endurecido. Sube con los dedos hacia un costado de la cabeza. Tiene el pelo algo mojado. Sigue inspeccionando hasta que un agudo dolor le parte el cráneo en dos que lo tira de espaldas sobre la cama. Aún con una mano sobre un costado de la cabeza. Tiene sangre en todo el pelo. En partes sigue saliéndosele apenas, y en partes, ya se le coaguló.
 No recuerda el golpe, no recuerda el desvanecimiento. Sólo recuerda el dolor. Saca el algodón que lleva dentro del soutien de lúrex y se lo pone en la herida. El algodón enseguida se impregna en un olor metálico y sanguinolento. Está herido. Otra noche sin trabajar. Sosteniéndose el algodón con una mano, se levanta de la cama, abre las colchas, se saca como puede los tacones, se desprende la minifalda de cuero, se saca el corpiño y el resto del relleno, también el aplique pegoteado en el pelo.
 Desnudo, cansado, ensangrentado, se acuesta en la cama. Mira las sombras dibujadas en el techo y entrelaza lentamente los dedos flacos, y huesudos, sobre su pecho, plano. Cierra los ojos y espera que aparezcan los puntitos azules… 

Sugestión, de DitaStonehenge

Dejó el libro sobre la mesa. Aún conservaba el envoltorio azul, y el precio pegado en uno de los pliegues. Acomodó el abrigo en el placard y, de paso encendió la luz del escritorio. Se sirvió un trago y se acomodó en el sillón, dispuesta a disfrutar de su nuevo libro. Le arrancó el papel y lo abrió ansiosa. Siempre que pasaba frente a la librería lo veía en la vidriera, como esperándola paciente a que llegara el día en que se fuese con ella. Lo abrió y leyó el prólogo, pasando inadvertido el comentario del pie de página:”N.del.R.: nunca lea este libro pasadas las 12 de una noche de luna menguante.” Leyó las primeras páginas casi devorándose las palabras, una tras otras sin darse cuenta, siquiera, del sentido de lo que estaba diciendo:“…, así prometo obedecer y entregarme por completo a las fuerzas del reino al que ahora entro, abandonando mi entera voluntad al rey de las más oscuras tinieblas en las
prof…” y se detuvo. Las manos comenzaron a temblarle hasta que el libro se dejó caer al suelo, abierto. Miró y pudo ver una lámina negra, brillante; una cruz invertida prisionera en un círculo dorado. Se aferró de los apoyabrazos del sillón y subió los pies, hasta quedar en cuclillas arriba del asiento. El temblor de las manos había empezado a recorrerle todo el cuerpo, hasta llegar a las piernas. El pelo comenzaba a encrespársele y a abrírsele en gajos. La cara intentaba endurecérsele en un rictus que le levantaba la comisura izquierda del labio superior. Clavó las uñas en la madera maciza del sillón y dos uñas volaron por completo, dejándole la carne viva y sangrienta al descubierto. No podía evitar de mirar el círculo del dibujo. Los ojos se le abrían cada vez más y más. Sintió un dolor agudísimo en los lagrimales hasta que oyó al ojo izquierdo salirse del hueco ocular. La garganta se le cerró, una mano invisible la estrangulaba. En un esfuerzo infrahumano quiso bajar los pies, pero no pudo más que balancearse un par de veces hasta caer pesada al suelo helado. Cayó con la cara en el círculo de la lámina. Las manos entumecidas no le respondían. Los brazos deseaban por sí mismos doblarse al revés, para quebrarle las articulaciones de los codos. Lo mismo comenzaba a sucederle con las piernas. Sentía la fuerza de la articulación haciendo presión dentro de la rótula. Hasta que oyó el crack de un hueso roto. La mandíbula se le fracturó en dos partes dentro de la boca. Los colmillos le crecieron desangrando las encías. El vientre se le movía. Algo dentro quería salírsele a toda costa. Por donde pudiese. Los pechos se le agrandaron hasta partírsele los pezones en cuartos. Dejó de respirar por un instante hasta que regurgitó un líquido espeso y nauseabundo…

Con la cara a la altura del libro abierto, sintió las hojas moviéndose hasta quedar abierto en una última página. Aunque el aire mismo le secaba el cristalino, pudo leer el final de una frase que sentenciaba: "en caso de haber vendido su alma al diablo, sepa que éste nunca cumple con sus promesas.” Con el rabillo del ojo derecho miró el reloj de la pared de enfrente, eran las 22:50. Se reincorporó lentamente. Se alisó la ropa y buscó la agenda, frunciendo el entrecejo: “miércoles 22 de julio: pedir cita con el doctor Mendhelsson. Psiquiatra.”

domingo, 15 de mayo de 2011

DitaReversion, de DitaStonehenge

Dita camina sin rumbo, pero decidida. Piensa que el ir hacia adelante ya es un rumbo, inmediato, cercano, preciso. El cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante. Con las manos en los bolsillos del buzo oscuro, tiene un aire de marsupial.
Esta tarde el sol ni apareció, dándole a todo un aspecto como plano, sin sombras. Una bruma clara hace que el día parezca mas frío de lo que realmente es. En el gris del cielo no se distingue ni una nube, aumentando la sensación de tristeza. Esto venia pensando Dita unas cuadras atrás, y preguntándose el por qué, sin interesarse mucho en la respuesta.
Dita camina, con la mirada más o menos absorta en las regularidades o irregularidades de las baldosas, mirando apenas unos metros adelante de ella. Por un momento, el frío, colándose por su cuello, la estremece perceptiblemente. Mientras cruza una calle, percibe una vez más este ambiente de día nublado, extrañamente solitario. Entre sus pensamientos, un poco vagos, se pregunta si será por la hora del día, o por ser la tarde tan desapacible y fría. Apenas ve el barrio, de amplias veredas, por donde camina.
  Hay paraísos al borde de las calles, con sus hojas casi todas caídas, amarillas, entre el pasto. En un momento de su caminar, Dita recordó, brevemente, estos mismos paraísos en primavera, y el perfume de sus flores que impregnaba el barrio. Una racha de viento hace volar los montoncitos de hojas del piso. Vuelan unos pasos mas adelante, en toda la cuadra.
  En un jardín, un perro, tras las rejas, la mira pasar, indiferente. Dita, también indiferente, posa unos segundos su mirada en él. La mirada de Dita parece vacía hoy, al pensar, o meditar, acerca de ese rumbo que sigue, un poco apuradamente, y que no sabe donde la lleva.
Cruzando una vereda, tal vez más descuidada que las demás, Dita sale por unos instantes de su ensimismamiento para patear un montículo de hojas, que alguien amontonó, y se olvido de barrer. Las hojas amarillas y marrones se esparcen. Una sonrisa espontánea se asoma a su cara, para, enseguida que se hace conciente, convertirse en una mueca, y disolverse.
 Una cuadra mas adelante, el muchacho camina lo que ahora es una brisa helada y continua. Un poco encorvado, la cabeza inclinada, los labios apretados bajo la bufanda. Una y otra vez piensa en las palabras que acaba de cruzar con su padre, por teléfono. Palabras insustanciales, acerca del trabajo, pero que, por alguna razón que él desconoce, se quedaron dando vueltas ahí, en su mente. A veces, el ruido del viento en sus orejas, o algún detalle que rompe la monotonía de este barrio que recorre, cansinamente, lo distrae. Pero enseguida cae en el recuerdo de las palabras, los sonidos de las palabras de la conversación por teléfono. Alto y desgarbado, las manos en los bolsillos del pantalón, apenas se le ve la cara que se asoma debajo del gorro de lana, por un lado, y de la bufanda, por el otro.
 Dita camina y respira, a un ritmo que se le antoja marcial. Su pelo, apenas largo y castaño, se mueve con un leve vaivén, que de a ratos, el viento desacompasa. Ahora piensa, con una cierta angustia, en ese rumbo que sigue, y que se va como desatando a su paso. Mientras camina, mirando las baldosas unos metros delante, piensa en las analogías entre ese camino que siente desatándose, y el perderse. Un levísimo gesto de contrariedad se transluce en su cara, en sus hombros y en sus manos.
Trata, o imagina tratar, de tomar las palabras delicadamente, en su pensamiento, sin dejar que desarrollen sus significados. Las imagina claras y tenues, apenas con una ligera sustancia. Pensando, y perdiéndose en estos pensamientos, se va relajando. Sus manos crispadas se aflojan y caen en el fondo de los bolsillos de su buzo oscuro, que le da un aire de marsupial.
 Un viento repentino y fuerte, agita ramas y árboles alrededor. Empuja a Dita hacia adelante, apurando su ritmo unos pasos. Dita se alarma brevemente, por el ruido de las hojas, y sale de su ensimismamiento. Mira a su alrededor, conciente de que hace ya un cierto tiempo que camina mirando solo la vereda, un poco mas adelante de ella. Apenas unos pasos mas allá, una persona camina en su dirección, mirando hacia abajo, evidentemente sin verla.
  El joven viene moviendo apenas los labios debajo de la gruesa bufanda, hablando consigo mismo, repitiendo y cambiando las palabras que había cruzado con su padre. Convirtiendo en afirmaciones las preguntas que le había hecho y de las que conoce muy bien las respuestas. Los puños apretados en los bolsillos del pantalón de pronto se van aflojando cuando sus pensamientos llegan al clímax de la conversación, ahora vacía y sin sentido.
 El paso duro y seco sobre la vereda comienza a golpear y retumbarle en la cabeza. Algo similar le sucede a él. Ambos siguen la marcha continua hacia el otro. A metros de distancia, aún no se ven, aunque sí se presienten a medida que se van acercando. Dita levanta la vista y lo ve. A casi media cuadra de distancia lo mira. Alcanza a distinguir los rasgos que permanecen al descubierto. Cuanto las distancias más se achican, mejor puede examinarlo, como en una película que avanza cuadro por cuadro. Ahora ve mejor. Las cejas oscuras y espesas apenas se asoman por debajo del gorro. La nariz recta se asoma en el intento de poder respirar bajo la húmeda y cálida bufanda. Bajo el abrigo Dita puede adivinar un cuerpo delgado y fuerte. Alto, un poco inclinado hacia delante, encorvado de frío tal vez. Con los músculos apretados para resistirle a las borrascas que pasan fugazmente por los costados. Las hojitas doradas de los agonizantes paraísos se abren dejándolo pasar hacia ella.
 La mira, a medida que se acerca. Y de a poco desacelera la marcha sin quitarle los ojos de encima. La ve menuda, no muy alta pero atractiva. La halla algo pálida, con labios carnosos y entreabiertos. Las manos escondidas en el buzo oscuro le dan cierto aire de marsupial. El pelo no muy largo se encapricha pararse rebelde a los costados de la cara. Los ojos tristes lo miran, y siente como lo recorren entero. Siente cómo esa mirada le oprime el cuerpo. Ya de frente uno del otro, ambos se detienen.
 En silencio, a centímetros, el joven pierde el hilo de lo que venía pensando y absorbido por la imagen de Dita, le dedica toda su atención. Otra vez las manos en los bolsillos se hunden en el fondo, buscando lugar de apoyo donde quedarse, quietas. La tarde va de a poco desapareciendo entre ellos y la bruma clara va perdiendo nitidez. El atardecer se adelanta, pesado, apurado por una noche, que esta vez, se antoja molesta.
 Entre ambos hay cierto enlace que los deja inmóviles, recorriéndose y detenidos en el tiempo. Dita recuerda un momento de la infancia en la que jugando en una plaza perdió de vista por una fracción de segundo a su madre, que la estaba mirando a lo lejos sentada en un viejo banco junto a un árbol. De repente no vio más el árbol que la guiaba a su madre. Así se siente Dita. Perdió, no sabe exactamente en qué momento, el referente que la guiaba a alguna parte.
 Detenidos sin explicación uno frente al otro… esperan. Dita duda en un instante qué hacer, aunque internamente siente un deseo terrible de tocar al muchacho que inmutable se detuvo frente a ella. Sin sacar las manos de los bolsillos de su buzo, mira hacia ambos lados de la vereda y no ve más que unos perros lejanos oliendo montículos de hojas y oliéndose entre ellos. Nadie es testigo, más que esa tarde agonizante a punto de convertirse en pesada bruma oscura. El joven titubea por un instante y se decide por hablar, decir algo, todavía no resuelto pero algo…“… disculpame pero la calle Aranguren…?” ;”… este… hola, ¿podrías indicarme la calle Aranguren?” ; “hola, disculpame, estoy buscando la calle Aranguren… ¿no sabes si estoy muy lejos?...” ; pero a pesar de lo ensayado dice: “hola, soy aranguren”. Dita lo mira extrañada y sólo sonríe un instante con una mueca de cierto desconcierto.
 -no, disculpá… no soy Aranguren… mi nombre es… mi nombre es…-, y cierra los ojos;- esperá un segundo…- y comienza a hurgar en su mente huellas de su propia identidad. Impaciente, confundido y avergonzado esquiva la mirada de Dita mientras se esfuerza en recordar… sin sacar nunca las manos de los bolsillos.
 -… mi nombre es Dita; dice la joven sin importarle, o tal vez sin darse cuenta, de lo tormentoso que puede resultar ser, no saber quién es uno mismo.
 Mientras más intenta recordar su nombre, más desconcertada parece Dita, que no distingue si todo es un ardid para llamar su atención o en verdad el muchacho está naufragando en una súbita amnesia. En un escape de tensión, Dita comienza a reír. Nerviosa y confundida… mientras el muchacho paralizado, con la mirada clavada en el suelo y ya con una mano en la frente, aprieta la mente para que caiga de golpe su nombre. En un gesto de tremendo dolor se pone ambas manos en la cintura y se quiebra hacia delante… casi vencido por el agotador esfuerzo. Débil se tambalea y busca apoyo sobre un viejo paraíso encorvado. Ahora Dita se da cuenta de lo verdadero de la situación y lo ayuda a incorporarse lentamente sosteniéndolo con firmeza de un brazo. Al tenerlo apretado del brazo, nota la tensión de los músculos, que igual bajo el abrigo se notan fuertes. Apoyándolo de espaldas contra el árbol, Dita le baja un poco la bufanda para verle la cara. Al hacerlo descubre una boca entreabierta, seca y con una mueca extraña, como a punto de decir algo, pero es solo eso, una mueca de estar a punto de decir algo.
 Con lágrimas en los ojos el joven se tapa la cara con las manos y se saca de golpe el gorro que llevaba puesto. Pareciera que de pronto un calor sofocante le estuviese quitando el aire, lo estuviese ahogando de golpe. Agitado, nervioso y asfixiado mira a la pequeña joven que tiene delante de él, que lo mira aturdida y angustiada. Respira profundamente. Levanta los ojos y mira el horizonte donde el sol permanece oculto, solo dejando ver apenas unos haces de luces anaranjadas y a lo lejos. Luego del brote sofocante, otra vez el frío invade al mareado muchacho que se estremece por un momento. Mira alrededor y vuelve a ponerse el gorro; se sube la bufanda hasta la nariz y vuelve a poner las manos en los bolsillos del pantalón, encorvándose de nuevo como si así pudiese evitar que el frío se filtre por el tejido de sus ropas.
 Dita decide entonces tomarlo del brazo y echarse a andar junto a él. Ya no importa quién es, de dónde salió ni hacia dónde va. Sólo le importa acompañarlo…
 Y ambos caminan juntos. Él con ambas manos en los bolsillos. Ella con un brazo apoyado sobre el de él y la otra mano escondida en el buzo oscuro que le da un aire de marsupial. 

Cruel invierno, de DitaStonehenge

Las calles se habían vaciado a medida que la noche fue devorándose la ciudad. Miró por la ventana y vio un par de autos estacionados, un gélido velo blanco cubría los parabrisas. Las luces de los faroles se encargaron de barnizar los adoquines, uno a uno. El frío se afirmó en el vidrio y lo miró fijo a los ojos, cristalizando su reflejo. Decidió bajar a comprar cigarrillos.
Casi medianoche y ni un alma. Emponchado y apretando los puños en los bolsillos se apresuró hacia una esquina donde un neón ronroneaba un ABIERTO24HORAS. El bolichito ofrecía de todo desde la vidriera empañada. Tocó el timbre y una señora con cara de abuela buena abrió una ventanita para atenderlo. "Un Narlvoro y una cajita de mentitas", le pidió rápido mientras sacaba el puño entumecido del bolsillo con un billete hecho un bollito.

Encendió un cigarrillo e intentó sacar una mentita mientras giró hacia la calle. No había nadie en ninguna parte. Miró hacia la derecha y nada, solo un par de lucecitas rojas se distinguían muy lejos. Hacia la izquierda sólo pudo ver una bruma espesa que empezaba a levantarse de a poco mientras se comía la calle... hacia él.
Emprendió el viaje de regreso al departamento, pero con la extraña sensación de haberse perdido. Desconfiado avanzó por el medio de la calle hacia las lucecitas de lo que suponía eran autos. Con ambas manos en los bolsillos, de a ratos sacaba una para sacarse el cigarro de la boca y poder respirar…
En plena marcha, empezó a darse cuenta de que la esquina se iba alejando a medida que intentaba llegar a ella… como si la cuadra se estirase en tanto tratase de alcanzarla. Aligeró el paso y desintegró la mentita en la boca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Le dio una pitada profunda al cigarrillo y miró detrás de si. La bruma era ahora un denso humo blanco que se confundía con la bocanada que acababa de exhalar.
Ya no quedaba rastro del cartel, ni estaba completamente seguro de que allí detrás hubiera habido algo, alguna vez. De a poco su caminar se transformó en un trote hacia alguna parte; segundos después fue correr desesperadamente, escapándose de aquella niebla que creía que lo perseguía y que alucinaba que casi le pisaba los talones. En el intento de fuga tiró el cigarrillo que ya intentaba quemarle los dedos.
Corrió violentamente sin poder nunca llegar a aquella maldita esquina. El aire no lo dejaba respirar. Galopó moviendo enérgicamente los brazos para ganar aún más velocidad… pero era inútil. Los trancos no le alcanzan para salir de lo que le parecía ser siempre el mismo lugar. Indudablemente no iba a ninguna parte… y la niebla espesa, que se le acerca cada vez más.
Latigazos blancos, como lenguas le rozan los talones y se divertían intentando hacerlo caer. Los pies helados resistían el impacto contra el asfalto que se le tornaba ahora resbaladizo. Exhausto insistió en llegar…
En un instante la nube se le adelantó, traspasándole el cuerpo. Quedó paralizado en medio de ella. No pudo moverse más, se sintió hundido en el cemento. La niebla se le metió en el cuerpo, espesa. Un olor repulsivo lo envolvía mientras caras espectrales se le burlaban con muecas de dolor y terror. Ojos vacíos lo traspasaron, lo relamieron y saborearon impávidas. Se sintió desfallecer, débil, pero aún de pie, paralizado de terror. Manos descarnadas y transparentes le aprisionaban el cuerpo. Desde los pies hasta la cabeza. Una boca infinita lo besó. Aquel sabor repugnante en la garganta lo hizo vomitar baba espesa. La niebla, de pronto fue comenzando a desvanecerse en la profundidad de la nada, y se quedó, así, tirado en el medio de la calle.
Al cabo de un rato, pequeños pinchazos comenzaron a subírsele por las piernas y, paulatinamente, fue recobrando el movimiento de algunos músculos, sentía la pantorrilla y el empeine del pie izquierdo. Con enorme esfuerzo consiguió pararse; miró de reojo hacia el final de la calle. Volvía a latir el cartel flúor carmesí del kiosco. Estaba a unos cuatro o cinco pasos de distancia. La vieja ya no estaba tras el vidrio. Caminar de regreso hacia el departamento le pareció físicamente imposible. Arrastrando los pies, trató de esquivar el dolor y caminó lo más ligero que era capaz.
En cuanto se acercó a un árbol, se abrazó a él y permaneció así un par de minutos. Cuando se sintió recuperado levemente, se sentó en el cordón de la vereda de su edificio. Respiró profundamente y el pecho se le inflamó de aire. Exhaló todo cuanto pudo, y nuevamente intentó ponerse en pie. Subió a gatas los dos escalones de la entrada, y rogó que el ascensor estuviese en planta baja. Subió los tres pisos por las escaleras y se encerró trabando la puerta con todos los cerrojos. Apagó la luz y se acostó vestido. Con la frazada se tapó hasta la cabeza. Una voz ronca y desconocida le dijo al oído: "¿Por qué has tardado tanto?"

Tacones cuadrados, de DitaStonehenge

Con sólo mirarlo a los ojos supe que era él. Se me acercó despacio pero con paso firme y decidido, sin tiempo a que reaccionara me tomó enérgicamente de un brazo y me condujo rápido a un cuarto justo al lado de los ascensores. Sin soltarme tanteó en la pared la llave de la luz y una lamparita iluminó la habitación. Me arrojó a una silla para que me sentara, y horrorizada obedecí torpe tratando de volverme el cabello a su lugar. Se apoyó en un escritorio y encendió un cigarrillo sin quitarme esos ojos de encima, instintivamente junté las piernas y me acomodé la falda, tratando de disimular mi temblor.
-          ¿Qué hacés acá?
-          Nada, s…solo vine a buscar las llaves del auto… que me olvidé en la oficina… no sabía…que…,- dije con una voz que no reconocí en mi misma.
-          Mirá, olvidate de lo que viste. Vos a mi no me conoces, ¿entendiste, nena?
-          Sí… entiendo…- dije, bajando la mirada al piso… casi en un hilo agudo de voz…con miedo a que me lastimara de nuevo, todavía sentía la presión de sus dedos en el brazo. Hubo un letargo en el aire y comencé a sentir que me faltaba el aire, miré alrededor y no encontré ninguna ventilación a la vista. De repente tiró el cigarrillo a medio terminar al piso y se marchó dando un portazo. Reconocí las llaves en el bolsillo derecho de mi abrigo, allí estaban, por suerte.

Camino a casa, no podía sacarme esa imagen de la mente. Esos hombres de espaldas me tapaban la cara de la mujer, pero pude verle las piernas extendidas en el piso. La estaban violando sin darse cuenta de que alguien los estaba espiando desde la puerta. ¿Por qué debí volver? ¿Acaso debía ver esa escena? ¿Quién habrá sido esa pobre mujer? Por un momento sentí miedo de lo que podría pasar al día siguiente, cuando volviera a la oficina. Pero bueno, la suerte ya estaba echada. Yo tenía que ver eso, por alguna razón el destino quiso que fuera así.

Al llegar a casa noté que la puerta estaba entornada. Alguien entró. Sin pensarlo bajé rápidamente del auto y entré corriendo al living, encendí las luces y encontré todo revuelto. Me habían robado. Siempre había tenido pesadillas que algún día encontraría mi casa así, desvalijada. Desde los meses que había estado viviendo en ese barrio de mala muerte, el miedo a que esto sucediera nunca me había abandonado. Entré a la habitación y metí todo lo que encontré a mi paso en bolsas de supermercado. Eran apenas un par de prendas que los ladrones no pudieron, o tal vez no quisieron llevarse. Junté mis libros, unos platos, unos cuadritos y un par de cosas más. Entonces me di cuenta de lo poco que me quedaba. Como  nunca dejo dinero en la casa, no pudieron llevarse nada de considerable valor. Terminé de embolsar mis últimas miserias y me fui dando un golpe en la puerta que me repercutió en todo el cuerpo.

Así conduje hacia el centro, hasta un cajero automático, y saqué una suma considerable como para conseguir donde pasar la noche. Encontré una habitación en una humilde pero discreta pensión para señoritas. Al menos era algo mejor que pasar una noche más en aquella casa, y también sentí cierto alivio al pensar que tal vez esos hombres no me encontrarían tan fácilmente.

La habitación era pequeña, pero al menos tenía un televisor y un balcón que daba a la ciudad. Desde el tercer piso podía ver como las luces de las calles se asemejaban a las entrañas de un ser extraño. Tal como aquellos que habitan en las profundidades del frío océano, seres repugnantes con luces de lo más llamativas. Apoyada en la baranda encendí un cigarrillo y traté de poner en blanco mi mente, pero la imagen de esas piernas tratando de zafarse de sus agresores no me dejaba en paz. Necesitaba un trago,  y bajé a caminar un poco, a pesar de la hora, del frío y de meterme en un lugar totalmente desconocido. Al llegar a la vereda frente a la pensión, traté de memorizar la numeración y el nombre de la calle. Me reconfortaba la idea de salir a distraerme. Mi espíritu inquieto siempre me empuja en los momentos más inesperados.

Caminé hacia el centro. La ciudad todavía latía vida. Eran ya cerca de las 2 de la madrugada, y grupos de jóvenes deambulaban por las calles, con risas y gritos se dejaban transportar por la noche.  

Encontré un barcito en una calle muerta. Luces azules señalaban la entrada hacia un sótano. Bajé las escaleras tratando de evitar tocar la baranda mojada. Traspasé la puerta de madera y entré a un mundo paralelo. El lugar estaba prudentemente acondicionado a los años 50’. Había una ancestral rockolla en una de las esquinas y la música destilada de Billie Holiday salía de todas partes. Había parejas en los rincones más oscuros y las meseras vestidas en ceñidos trajes de colores estridentes le daban un aire exótico al lugar. Elegí sentarme en un taburete de la barra y pedí un simple gin tonic. El barman se me quedó mirando por unos segundos como si tratara de recordarme… para luego girar sobre sus talones a prepararme el trago, moviendo la cabeza con un tal vez “no, no puede ser ella”.

Con el vaso en una mano y apoyando la cara en la otra, hice foco sobre el hielo que flotaba en el centro. Tanto me concentré que el recuerdo de las piernas que trataban de escaparse volvió a mi mente de nuevo. Tenían las pantimedias bajas hasta las pantorrillas, y aún conservaban los zapatos negros de tacones cuadrados. Absorta en ese pensamiento me di cuenta que había comenzado a mirar los zapatos de las mujeres que se encontraban en ese lugar. Ninguno se parecía a esos de tacones cuadrados. Recordaba que uno de los abusadores, que estaba de espaldas a mí, tenía un tatuaje en la nuca, el dibujo se parecía a una serpiente enroscada a una especie de obelisco, o pene. De ahí en más comencé a mirar a cada hombre que estuviese de espaldas intentando encontrar a aquel, del tatuaje. Aunque aún sentía miedo de que me encontraran, algo en mí estaba decidido a encontrarlos primero.

Terminé mi trago con un sorbo final y dejé el dinero debajo del vaso vacío. Tomé mi abrigo que intentaba hacer equilibrio en el diminuto respaldo del taburete y salí del lugar mirando el piso. Buscando alguna clave tal vez. Al atravesar la puerta unos pies de mujer con tacones cuadrados negros se me cruzaron al paso. Me di vuelta levantando la vista para volver a bajar rápidamente la mirada y buscar ese rastro nuevamente. Pero fue imposible. De repente vi decenas de pies yendo y viniendo sin cesar. En una fracción de segundo decidí dejar de lado el caso que comenzaba a morderme en la mente y subí la escalera que daba a la calle con una sensación de profundo desconsuelo.   

De camino a mi nuevo hogar, las imágenes de esas piernas y las de mi casa se fundían en mi pensamiento. Mi casa había sido tan violada como aquella mujer. Ambas habían sido penetradas y vaciadas. Mi casa de cosas materiales, y esa mujer… de paz.

Por momentos la noche me parecía muy fría y húmeda, y de a ratos un calor sofocante de tormento me hacía doler el cuerpo. Caminé incansablemente hasta la pensión, miré la hora…  ya eran cerca de las 4 de la mañana. Me di cuenta que no tenía sueño ni ganas de cerrar los ojos. Reconocí esa sensación de angustia. Subí a mi habitación y cerré la puerta con todos los cerrojos que hallé. Me recosté vestida en la cama y me miré los zapatos… de tacones cuadrados.

El mundo de Alcira, de DitaStonehenge


Alcira vivía sola pero rodeada de recuerdos. Es más, sus recuerdos convivían con ella y ocupaban los espacios de la casa. Por las mañanas, incluso, la nenita que había sido alguna vez, la despertaba muy temprano y la tomaba de la mano para llevarla a la cocina. Allí además de prepararle el desayuno, le recordaba que camino a la escuela no debía detenerse bajo ninguna circunstancia.
Igualmente sucedía al mediodía. Una joven Alcira le preparaba el almuerzo con esmero aguardando que llegaran sus queridos Roberto e Isabela corriendo y riendo de la escuela. No sólo esos recuerdos eran tan vívidos que parecían reales sino también que podía interactuar con ellos, con aquel pasado irreversible. Más aún, en muchas oportunidades había repetido una y mil veces la discusión que había provocado que su esposo no regresara nunca más. Le había confesado que durante algunos meses había mantenido un romance con el carnicero del barrio, sí, con Gervasio, el carnicero que acababa de morir en un trágico accidente de auto. Por consiguiente su marido la insultó y se fue para no regresar jamás. Luego se enteraría que también la había estado engañando, con la peluquera, y que ambos se habían marchado a un pueblito de Corrientes, con los seis hijos de ella.
La pena fue gigantesca, sin embargo, sola crió a sus hijos y se las ingenió sea como fuere para que no les faltara nada. En pocas palabras, Alcira re vivía a diario momentos de su vida, aquellos momentos que la habían marcado para siempre. No obstante aún conservaba vestigios de lucidez, es decir que de tanto en tanto abría la puerta y echaba de la casa a sus anteriores “yo” a los empujones. Desde el jardín la miraban desconcertadas la nenita, la madre y la separada.  Al principio las tres se quedaban inmóviles, pero inmediatamente la pequeñita se tiraba al suelo a seguir una fila de hormigas hasta el hormiguero, en tanto que la Alcira madre se ponía a discutir con la Alcira separada acerca de los amoríos del ex marido. Que por confesar lo de Gervasio ahora tiene que criar a los chicos sola recriminaba una, de lo contrario nunca se hubiese enterado lo de la cretina de la peluquera replicaba la otra. Mientras tanto Alcira las observaba desde la ventana y se preguntaba por qué discutirían tanto, si en definitiva, nada cambiaría su profunda soledad.

El llamado, de DitaStonehenge

El teléfono seguía sin tono. Llamó a reparaciones desde el locutorio a cinco cuadras de su casa. Era la cuarta vez que pedía que le restauraran el servicio, en casi dos semanas. Se fue a dormir pensando en presentar personalmente una queja a la empresa telefónica. Exactamente, cuando estaba a punto de entrar en el más profundo de los sueños, el timbrazo del teléfono lo despertó. Recién al tercer timbre se dio cuenta de que era en su casa. Se levantó tratando de calzarse algo en los pies y fue casi corriendo a atender. Pero no había tono.

A la mañana siguiente encabezaba la fila de quejas y reclamos de la compañía telefónica. Llenó una solicitud, la firmó y la metió en el buzón que le habían indicado. Al regreso del trabajo, corrió a ver si le habían reparado el servicio. Seguía sin tono. Fue al locutorio del barrio. Cuando regresaba, desde la vereda escuchaba sonar su teléfono. Intentó abrir la puerta de calle, pero las llaves se le enredaban entre los dedos. Cuando por fin consiguió entrar, el teléfono dejó de sonar. Levantó el tubo, sin tono.
Otra vez fue a dormirse maldiciendo a todos los parientes de los empleados telefónicos que se había cruzado en la mañana. Cerca de las 3:15 de la madrugada, un timbrazo lo sobresaltó, a tal punto que un fuerte dolor en el pecho se le extendió hasta la espalda. Salió corriendo a atender, y al tercer llamado, cuando por fin conseguía responder, el teléfono seguía muerto. Se sentó en la sillita junto al aparato y con la mirada clavada en los números, se le humedecieron los ojos. Vencido, se tomó la cabeza con ambas manos, apoyando los codos en las rodillas, mirando la nada del suelo oscuro. Respiró hondamente y volvió a la cama. Dio varias vueltas, hasta que por fin se le empezaban a cerrar los ojos. Tuvo pesadillas. Aquel mismo día, a la tarde, Muriel pasó a verlo tal como habían acordado el día anterior. Horas después, cuando estaba bajo la ducha, le pareció oír el timbrazo del teléfono y segundos más tarde a Muriel hablando con alguien.

Desnudo, mojado y tiritando se asomó al pasillo para ver qué estaba sucediendo. Muriel lo miró con una expresión de inequívoco fastidio y le acercó el tubo.
—Es para vos— lo increpó con una mirada que reconoció como llena de celos.
Con sorpresa tomó el auricular y lentamente pronunció un tímido “¿Hola?” y aún tiritando de frío esperó alguna respuesta.

— ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! ¡HOLA! HOOOOOLAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA! —gritaba desaforado mientras golpeaba el auricular contra la mesita del teléfono que ya a estas alturas hacía equilibrio para no caer y desplomarse. Muriel apresuraba el paso arrastrando el abrigo detrás de sí hacia la puerta de calle. La carterita de plástico con forma de corazón que le colgaba del hombro no pudo evitar bambolearse descontroladamente en tanto se oían los golpes sordos contra los muebles. Desde la puerta, se detuvo a observar el cuadro dantesco que se le presentaba: fuera de sí y patinándose en el suelo jabonoso, empezó a tirar del cable del teléfono hasta arrancarlo de la pared. Siguió tirando hasta que la débil pared que lo separaba del departamento vecino comenzó a ceder. Subido a una silla se enroscó el cable al cuello y miró hacia el suelo. No era suficiente la altura. Se quitó el cable de encima y se bajó de la silla patinándose en el piso resbaladizo. Muriel, desde el umbral de la puerta, se tanteaba el celular en el cuerpo que había comenzado a vibrar amortiguadamente en el bolsillo trasero de su jean.

    ¿Qué tenés ahí? — le gritó mientras arrastraba los pies hacia ella que seguía atónita.
Muriel, ahora visiblemente temerosa, le ofreció el teléfono rogándole que no le hiciera daño. Él terminó por arrebatárselo bruscamente.
    ¡Hola! — fingió naturalidad —, pero nadie le respondió.