domingo, 31 de enero de 2021

Animaladas: Deseo por la muerte del gato.

Empezó el año trastabillando dolor. Prefirió la soledad, no había nada para festejar. Excepto la salud, claro está, de su puñado de afectos. Esos que no superaban en cantidad a los dedos de una mano.

Durante la primera semana del año se dio espacio para curar las heridas del cuello de uno de sus cuatro gatos. No fue algo repentino. Uno de ellos comenzó a tener costras y ronchas sangrantes, varias, a la altura del cuello. Donde supo haber una mullida mata de pelo blanco y suave; ahora había ronchas, costras y sangre seca.

Antes de llevarlo al veterinario optó por googlear alguna crema antimicótica y analgésica para comprar y remediar el problema epidérmico de su gato. Supuso que se debía a una alergia a las pulgas. Consiguió una en la farmacia de la vuelta de la esquina. 

En la primera semana notó una clara mejoría en la piel del felino. A la segunda semana el gatito pasó de las ronchas a un fuerte resfrío. Se justificó en no llevarlo al veterinario con el cuadro general del gato. "Tiene las defensas bajas y se pesca lo que haya en el aire", se oyó decir a sí mismo.

A la tercera semana con menos ronchas en el cuello, ya sin los estornudos y una leve mejoría general, notó que el gato había comenzado a tener temperatura. "39.4 grados", leyó en el termómetro digital.

Siguió poniéndole crema en las ronchas e improvisó un cuellito, para evitar que se rascara o quitara la crema antimicótica, cortando una de las mangas de una vieja remera de cuando su hija era pequeña.

A la semana siguiente el gato dejó de comer.

Ahí sí las alarmas se encendieron. El gato que solía ser el primero en salir disparado, desde el lugar en que se hallase, para ir a devorar la comida de su plato, esta vez estaba inapetente y ya algo más delgado. No lo notó hasta que un día su hija le dijo que aquel gato estaba muy liviano.

Esperó al viernes de aquella semana para entonces sí llevarlo al veterinario. El médico le dio un diagnóstico que lo sorprendió: "Este gato tiene todos los síntomas de tener Mycoplasmosis felina... ¿Por casualidad estuvo en este último tiempo comiéndose las piedritas del baño?", le preguntó el veterinario y la pregunta lo asombró por la precisión de los acontecimientos de las últimas semanas. "No!",-respondió al instante. "Pero suele ir al baño a lamer la bañera."

El veterinario le aplicó dos inyecciones, una de antibióticos y la otra de corticoides al tiempo que respondió que ése era un indicio de que el gato estaba anémico. Por fin encontraba una respuesta al comportamiento de uno de sus gatos, que le causaba curiosidad pero que había minimizado todo al respecto.

El sábado siguiente le dio la medicación recetada por el veterinario. El gato comió, bebió y se mostró más animado que en los días anteriores. Pero el domingo se metió debajo de la mesa del living, precisamente debajo de una de las sillas donde ni siquiera le daba la luz del día directamente.

Le tomó la temperatura y superaba los 39.8 grados. Intentó darle la medicación pero el gato la escupió. Entonces comenzó la pesadilla de un domingo de pleno verano en el conurbano bonaerense. 

Su hija ese fin de semana estaba en casa por lo que la derivó a la casa de su otro progenitor por el resto del día mientras pedía un uber para llevar al gato a un hospital veterinario de guardia en la zona. 

Luego de esperar más de una hora en la puerta del hospital veterinario tras dar los datos del felino en la recepción en la calle, en una ventanilla bajo el rayo del sol; por fin los llamaron para ingresar.

El escenario que se le desplegaba a medida que se hundía en las entrañas del hospital era cada vez peor. Atravesó la guardia con gatos y perros enchufados a vías con suero. Tuvo que, literalmente, esquivar un gran ovejero alemán que se desangraba bajo sus pies y temblaba bajo los paños que le ponía su dueño y que se mojaban en rojo. Cruzaron un salón de caniles con gatos y perros recuperándose de operaciones, algunos amputados, otros que parecían dormidos por el coma farmacológico tras sus intervenciones quirúrgicas.

Por fin la joven médica veterinaria les halló un lugar tranquilos para los dos.

Sacaron al gato de la bolsa transportadora, lo pusieron sobre una camilla metálica, la joven movió una llave en la pared y descolgó una manguerita con oxígeno que acercó a la cara del gato mientras que con ternura y suavidad perguntaba por qué estaban los dos ahí.

Luego de contarle los acontecimientos de los últimos días le sacaron sangre al gato. Al cabo de una hora llegó una enfermera con los resultados del laboratorio. El panorama fue para nada alentador. Debía conseguir un gato para sacarle sangre y hacer un cruce de compatiblidad con el gato para hacer una transfusión de sangre urgente. De inmediato se contactó con su ex para pedirle que fueran a su casa a buscar a otro de los tres gatos para llevar donde se encontraban. 

Tomaron uno al azar y por fortuna fue compatible con el convaleciente. Al cabo de dos horas empezó la transfusión de sangre que duró otras dos horas más. Aquel domingo terminó muy tarde. Regresaron los dos gatos junto al dueño en un Uber que iba realmente a muy alta velocidad, para el beneplácito de los tres. 

Llegaron a casa y el gato enfermo salió del bolso transportador de un salto, y fue directo al plato de comida. Maulló exigiendo alimento. Se le concedió el deseo.

Los otros gatos comieron a la par, excepto el gato donante de sangre que pareció comer por tres gatos famélicos.

El lunes comenzó sin sobresaltos, aunque los planes laborales tuvieron que adaptarse a los requirimientos de los gatos. Pensaba pasar por la oficina para hacer algunos trámites, que tuvo que postergar hasta que aquel enfermo dictaminara cuándo sería el mejor momento para ocuparse de sus obligaciones laborales.

El martes dejó de comer y no aceptó de ninguna manera la medicación. Lo llevó al veterinario de cabecera y le inyectó un fuerte antibiótico para que se recuperaba velozmente. También le indicó un paté multiproteíco que debía obligar al gato a consumir para recuperar sus fuerzas.

El miércoles el gato amaneció inapetente y débil. Ni siquiera aceptaba abrir la boca para una inyección de comida sabrosa y vitamínica y apenas tragaba un par de gotas de agua vía gotero.

El escenario comenzó a ser desolador.

Llevó su computadora a la barra de la cocina para tener al gato moribundo a la vista mientras trabajaba.

El gatito, de cinco años, y famélico pero débil, había decidido morir.

No aceptaba alimento ni agua.

Apenas le quedaban fuerzas para un maullido leve y agudo.

Eran pasadas las doce del mediodía cuando su dueño empezó a buscar teléfonos de veterinarias en la zona para llamar y consultar precios y medios de pago para practicar una eutanasia.

Llamó a tres consultorios veterinarios de la zona. Siempre se le quebró la voz cuando contestó el por qué consultaba por la última resolución de darle fin a una vida: "Porque no puedo ver a mi gato agonizar debajo de la mesa del living de mi casa..." era su respuesta con los ojos llenos de lágrimas.

Fue entonces que planeó el fin del gato y de su mal. Buscó una vieja sábana y sobre ella puso al gato en el patiecito, en el balcón, entre las plantas. 

Aquel día su hija estaba en casa. Iba y venía e intentaba esquivar la mirada hacia el felino agonizante.

"No lo puedo ver así..."

"No lo veas, andá a tu cuarto. Cuando ya haya terminado todo te voy a avisar..."

"Por favor te lo pido, ¿me lo prometés?"

"Sí."

El gato intentaba salir de su mortaja improvisada y buscaba arrastrarse hacia otro lado, más cerca de la oscuridad de su final. Más lejos de la luz del día. 

Se fue arrastrando hacia la cocina, intentaba meterse debajo de un mueble, huyendo de la luz.

Entonces se dio cuenta de que debía devolverlo a debajo de la mesa del living, protegido de la claridad. Y desde ahí podía ver el proceso de la muerte del gato.

Empezó con espasmos esporádicos, y cada treinta minutos. Hubo un momento en que fue un claro indicio de la agonía del felino cuando arqueó la espalda de tal modo que con la cabeza formaba un arco completo, un semicírculo perfecto. Estaba agotando sus recursos de oxígeno. Su sistema respiratorio comenzaba a fallar para cerrarse.

Luego, en esa misma posición, las patas delanteras se movían como si estuviese corriendo sin parar. Los ojos se le dilataron al 100% y nunca más volvieron a ser como antes. Dejó de ver su alrededor para empezar a ver hacia otro lado.

Los estertores fueron lentamente más seguidos, su respiración fue disminuyendo paulatinamente con bocanadas abruptas y esporádicas.

En un momento, finalmente, dejó de hacer lo que estaba haciendo para observar con minucioso detalle, las complejidades de la muerte.

Observó cómo el gato agotaba las energías que le quedaban para zambullirse en la muerte.

Y de repente, sucedió.