miércoles, 27 de febrero de 2013

Excusas calientes, de DitaStonehenge


Lo miraba fijo a los ojos.
Él no podía dejar de pensarla desnuda.
De tanto en tanto se reacomoda en el asiento, tratando de juntar las rodillas debajo de la falda.
Con la excusa de no poder leer bien, se acercó un poco más hacia él.

“¿Te parece que paremos un rato acá? Voy a buscar un café, ¿Querés algo?”

Dudó un momento qué contestarle pero acomodándose el suéter ajustado decidió tomarlo del brazo y acompañarlo… “sí, mejor paremos un poco. Ya me empezaban a arder los ojos de tanto estudiar.”

Recorrieron el pasillo desierto de la biblioteca de la facultad, mirando el piso y sin decir una palabra. De repente ella se detuvo frente a una puerta entreabierta, mientras él, sin darse cuenta, siguió caminando creyéndola aún aferrada a su brazo.
En un momento se dio cuenta que la había perdido en alguna parte del trayecto, y se sintió estúpido por estar siempre tan metido en sus propios pensamientos. Giró sobre sus talones y regresó a buscarla.

Las luces del pasillo se esfumaron en cuanto llegó exactamente a mitad de camino entre la entrada de la biblioteca y la puerta de la cafetería. Un escalofrío le acalambró la espalda y tiritó un instante.
Absolutamente a oscuras trató de ver en la nada. Sólo un rayito de claridad se veía en todo el espacio. Una tirita blanca, titilante, vertical a su izquierda.

Se acercó tratando de no hacer el más mínimo ruido y entornó lo que luego resultó ser una puerta. Un farol se esforzaba por encenderse. Una figura femenina se recortaba de a ratos entre él y el farol.

“Parece que toqué algo sin querer y se cortó la luz. Por suerte conseguí encender esta lámpara.”
“¿Estás bien? ¿Qué tocaste?”
“Ay, no sé…”- trató de sonar lo más inocente que le era posible-, “no sé, no sé…”, agregó casi con un sollozo.
“Bueno, está bien…”
“No quise hacer nada malo, sólo entré porque la puerta estaba abierta y parece que me tropecé con algo y de golpe se cortó la luz…, en serio, no fue a propósito… Y encima me parece que me lastimé la rodilla…”
“¿En serio?... ¿mucho?.. ¿a ver...?” y con pasitos se fue acercando casi a tientas sin poder ver demasiados detalles del salón.
“Sí, tocá…” dijo con voz casi de nena tomándole la mano y llevándosela a su rodilla…; “¿sentís?, me golpeé con una madera que debe andar por ahí….”
“Ah, no es nada, es solo un raspón…” confirmó, sin poder dejar de sentir la tersura de su piel, y agregó casi tartamudeando: “¿te duele mucho?”
“Un poco…” dijo ella agarrándole la mano con firmeza.

De repente ambos se quedaron así, quietos, él con su mano derecha en la rodilla izquierda de ella, y ella apretándosela contra sí.
Lentamente fue conduciendo la mano del muchacho hacia la contracara de su muslo. La piel se sentía cada vez más suave. De a poco fue subiéndola hasta el borde de su bombacha de algodón. La llevó a su entrepierna mientras la respiración de ambos comenzaba a dificultarse. Ahora la mano izquierda de él buscó lugar dónde esconderse debajo del suéter que ella traía puesto. Primero por la cintura, luego por la espalda para luego regresar al abdomen y subir hasta sus pechos.
Las bocas entreabiertas de ambos comenzaron a llenarse de saliva y a acercarse, lentamente, deseosas de saborearse una a la otra.
Comenzaron pasándose las lenguas por los labios, luego ambas se encontraron de frente y se fundieron en un beso apasionado y tan esperado por ambos.
Él se despojó de toda su timidez y hurgó por debajo del elástico de la prenda de ella la calidez de su humedad.
Ella sólo se dejó hacer, sedienta y hambrienta de deseo.
Mientras él metía un dedo entre los labios del sexo de ella, la joven subía y bajaba una mano por el voluptuoso frente que se le ofrecía.
Besándose, tocándose y deseándose se fueron acomodando contra un escritorio desocupado. La luz del farol los mostraba incandescentes. La silueta de ambos se dibujaba contra una de las paredes laterales y esa imagen los excitaba cada vez más. De pronto se alejaron sin hacer ningún ruido, ella se subió la falda y él se bajó el jean. Ambos dejaban al descubierto su embriaguez en llamas.
Con la falda subida hasta la cintura, se sentó sobre el escritorio con las piernas abiertas, mientras se sacaba el suéter ajustado, dejando libres sus pezones, ahora, erectos y rosados.
Él, maravillado por la imagen que se le entregaba, se bajó los calzoncillos liberando su masculinidad a punto de estallar.

Besándose, mojándose y bamboleándose, ambos comenzaron a tocarse, a juguetear con el sexo del otro. Ella tomó el miembro erecto de su hombre con la mano humedecida en saliva, y comenzó a excitarlo aún más. Subiendo y bajando lentamente. Sintiendo los latidos del corriente sanguíneo que lo alimentaba y vigorizaba cada vez más, sobre su palma apretada y mojada.
Él, en tanto, acariciaba el clítoris erecto, colorado y empapado de ella. Antesala al túnel que lo conduciría, de momento a otro, al más extremo de los placeres.
Refregándose el uno con el otro, ella de pronto lo sostuvo conduciéndolo fuertemente al centro del interior de todo su ser. Entregada. Hambrienta. Ardiente.
Él no tuvo que hacer el más mínimo esfuerzo en dejarse conducir, y se entregó a ella deseoso de penetrarla, hasta el fondo de toda ella, toda entera.
Mientras le besaba los pezones y se los mordisqueaba suavemente entraba y salía sintiendo todo un torrente de sangre que fluía hasta el extremo. El placer comenzaba a dolerle en el interior, sentía que iba a estallar dentro de ella.

Entre idas y venidas comenzaron a correr de a poco el escritorio donde ella se encontraba recostada, con las piernas extendidas, entregándosele decidida.
Los gemidos de ambos resonaban en toda la habitación. Ella lo sostenía del pelo con una mano y con la otra lo aprisionaba desde las nalgas.
Al cabo de un rato de entregarse, ambos coincidieron en un profundo orgasmo, salido de lo más oscuro de sus almas.

Terminaron exhaustos pero sin dejar de moverse, desfallecientes por el cansancio y siguieron besándose hasta dejarse caer. Ella sobre lo que le quedaba de escritorio. Él, sobre ella.

Salió de ella. Se paró frente a la imagen de una joven recostada con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, rosados, y una mueca de felicidad tallada en el rostro. Se acomodó la ropa, le cerró las piernas a ella, le besó la rodilla hinchada y le acarició el pelo revuelto sobre la cara. Ella, rió. Como una nena.

“Podés conectar la luz ahora…”, el interruptor está detrás de la puerta, dijo, mientras se reincorporaba lentamente, poniéndose el suéter apretado y subiéndose de nuevo la falda.

Caramelos de limón, de DitaStonehenge


 

Con las manos entrelazadas sobre la falda, espera sentada en un viejo banco de plaza. Los cabellos insisten en taparle la cara. Una pequeña brisa ahora saca unos diarios viejos del cesto de la basura. El frío del atardecer paraliza de a ratos el parque. Quieta pero expectante, Dita observa lentamente a su alrededor. No hay niños jugando en las hamacas, ni ancianos alimentando a las palomas, no hay perros husmeando entre los árboles. Sólo está ella sentada en aquel descascarado banco. Ya, un poco más nerviosa, mira nuevamente el reloj… aún restan dos minutos para la hora. En un intento de apagar la espera, saca de su bolso un caramelo de limón. Lo mira y desenvuelve lentamente. Con la punta de los dedos se lo coloca en el medio de la lengua y espera que el ácido reactive su percepción. De pronto, la boca se le llena de saliva y comienza a recorrer el caramelo por cada recoveco de la cavidad de su boca. Lo lleva de un lado al otro, haciéndolo rozar contra los dientes. Entre las idas y venidas del desgraciado dulce, éste termina partiéndose al medio, y el cítrico néctar intensifica el escalofrío que las glándulas salivales de tanto en tanto despiertan.




Falta un minuto para las 7 de la tarde. El sol se va escurriendo entre los nubarrones pesados de la tarde. Recorriendo el panorama distingue a los lejos una figura que camina decidido hacia ella. Lleva pantalones oscuros y un gran abrigo de pana que le llega hasta las pantorrillas. Con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en la boca camina mirándola desde la distancia, reconociéndola a lo lejos. Se saca el cigarrillo de la boca y echa una bocanada de humo que sube espeso hacia las nubes. Dita se inquieta y entrecruza los pies fríos debajo del banco…




“Hola, ¡qué puntualidad!”, dice el joven mientras le ofrece la mano para ayudarla a incorporarse. La sujeta firme y la acerca hacia sí mientras recibe un tímido y rápido beso en la mejilla. Dita sonríe y en silencio se deja conducir. Ambos se dirigen hacia el viejo bar de la esquina. El piso con baldosas negras y blancas asemejan un gran tablero de ajedrez donde cada comensal busca la posición mejor para una posible jugada. Eligen una mesita junto a una de las ventanas que dan al parque. El ambiente calefaccionado los obliga a sacarse los abrigos mientras buscan con la mirada al único mozo del lugar. El hombre mayor, y de seguro descendiente de los primeros inmigrantes españoles, mira el televisor donde dan una vieja película de vaqueros. Clint Eastwood o John Wayne deben aparecen en cualquier momento a batirse a duelo. El corte comercial hace que el gallego los mire. Desaliñado y cansado se les acerca con una mueca de nada. No los saluda ni les habla, solo espera el pedido…




“Hola buenas tardes, mmmmm….bueno, ¿qué te gustaría tomar Dita?", dice él tratando de sonar caballero.


“… una lágrima…” Dita afirma sin dudar, mientras saca un paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos del tapado que trepa su silla.


“…y yo un café doble por favor”, culmina él.


El gallego vuelve detrás del antiquísimo mostrador y enciende la máquina express.


“Hacía mucho tiempo que quería conocerte. ¿Por qué nunca aceptaste mi invitación?”


“Bueno, estoy acá ahora, ¿no?”


“Ay Dita, Dita, ¿siempre contestas con preguntas?”, dice con una sonrisa.


“No, solo cuando las respuestas son obvias. ¿Está mal?”


“No, no… Ok, a ver… ¿por qué recién ahora te animaste a conocerme? ¿Te parece mejor?”


“Mirá, si estoy acá, ahora, con vos, es porque tuve ganas de salir, y solo aproveché el momento. No hace falta decir que hago cosas porque me animo a hacerlas… hago las cosas cuando surgen. No arranquemos cuestionándonos, ¿si?”


“Ok disculpame… pero es que hace muchos meses que me venís pateando. Hasta llegué a pensar en borrarte de mi lista, pero al mismo tiempo tu indiferencia aumentaba mis deseos de conocerte. Qué se yo, sos tan extraña, o al menos te harás la misteriosa para que te rueguen, la verdad que no sé”.


“Soy como el resto de las mujeres que habrás conocido… tal vez más o menos común, pero bueno, uno en general idealiza lo que no conoce. Y como no me conocés, habrás fantaseado con que llevo una vida llena de misterios, pero en realidad no tengo misterios. ¿Qué cosas pensaste de mí?”


“mmm… no sé. Es cierto que tuve fantasías con vos. Es más… una vez soñé que yo estaba dormido y vos entrabas a mis sueños como una mujer capaz de hacer cosas impensables para darme placer… Disculpame que te diga esto, pero te soy franco, tuve muchísimas fantasías de ese tipo con vos…”, y al terminar la frase la toma de la mano mientras Dita juguetea con el cigarrillo encendido entre sus dedos con la otra.


“Contame de esos sueños… ¿Cuándo fueron?...”


“…mmmm… a ver, dejame pensar, mmmm……creo que el último fue anteanoche… vos estabas vestida con telas…”


“¿azules…?”, Dita lo interrumpe.


Sorprendido espera que Dita termine la descripción…. “…sí, y… ¿qué más?”


“… y toda envuelta en azules y violetas, me metía entre tus sábanas y hurgaba en tu interior, metiéndome muy dentro tuyo. Clavándome en tu mente y convirtiéndome en recuerdos. En momentos que nunca vivimos pero que perdurarán en tu memoria por siempre.”


En este preciso instante llega el gallego con el café doble, la lágrima y un platito con terroncitos de azúcar envueltos en papelitos celestes. Debajo del platito deja la cuenta, echa a mano y con pulso desalineado, y espera en silencio a que se le pague.


El joven toma la cuenta, la mira tratando de adivinar los números y le da un billete de cincuenta. “Quédese con el vuelto, gracias.” El gallego sujeta el billete y lo mira a contraluz, lo guarda en el bolsillo del ambo blanco y vuelve al mostrador a esperar a que aparezcan Clint Wastwood o John Wayne.


Dita desenvuelve dos terroncitos de azúcar y los coloca dentro de su lágrima mojándose la punta de los dedos con la leche caliente mientras mira por la ventana hacia el parque. En silencio, el joven no hace más que revolver su café mientras queda absorbido en pensamientos confusos.


Y Dita continúa… “y una vez dentro tuyo, pude llegar a saber qué es lo que querías… y sólo cumplí esos deseos que tanto te persiguen. En ese instante supe quién eras en verdad… tocarte fue sentirte más allá del contacto de las pieles, tocarte fue desnudar tu alma. Mi boca recorrió mucho más de lo que hubieses imaginado pero así como lo venías ansiando… “


En silencio, el joven no puede dejar de revolver su café sin sacarle los ojos de encima a Dita, que ahora toma el vaso con ambas manos mientras sorbe lentamente su lágrima. Mirándose fijamente, ambos permanecen así, recorriéndose el uno al otro. Fuera, el frío se pega en la ventana del barzucho mientras se empaña la imagen de ambos sentados en la mesita del bar de la esquina.


“¿Por qué me decís todo esto? ¿Quién sos? ¿Qué sos?”, increpa el muchacho sin dejar tiempo a que se le den respuestas. Consternado y aturdido sorbe de golpe todo su café, que amargo le llena los ojos de lágrimas.


Dita, en tanto, ahora no deja de mirar hacia el parque. Algunas luces comienzan a encenderse a medida que la noche avanza tapando los últimos débiles rayos de sol. Las hojitas de los árboles también parecieran encenderse. De a poco la tarde se viste de luces y se convierte en noche. En una solitaria noche y ¡tan fría!


“Dale, decime… ¿quién sos, Dita?”, espera… mientras ella termina su lágrima y saca con una cucharita el resto del azúcar que se quedó en el fondo del vaso.


“No sé.”


“¿Cómo que no sabés?”


“No sé.”


“Explicame por favor…. La otra noche cuando yo estaba acostado en mi cuarto, y me quedé dormido y soñé que vos te metías en mi cama, y me recorrías con tu boca… toda vestida en telas azules… ¿eras vos de verdad? Contestame por favor”. Con los ojos llorosos y angustiado, ahora comienza a faltarle el aire. Sofocado se afloja el escote del sueter que lleva puesto y espera ansioso a que se le aclare la mente… y sigue, “porque yo creí que sólo era un sueño, una alucinación. No sé, que no era nada. Sólo producto de ¡vaya a saber dios qué!, y que no era más que eso…” argumenta alzando un poco el tono de la voz, mientras que Dita impávida, se relame el azúcar que le quedó en las comisuras de los labios al tanto que tantea en su bolso el paquete de caramelos de limón y que finalmente no encuentra.


“Me estas matando con tu frialdad, por favor, decime que en verdad no estuviste conmigo esa noche. Decime que todo fue producto de alguna borrachera, o del estrés o de tantas horas de trabajo… pero por favor ¡hablá Dita!”.


Limpiándose las manos con una servilleta de papel, Dita se decide por hablar, “… mmm… lo que pasó fue que yo también me quedé dormida… y soñé. Como todas las noches, soñé. Pero aquella noche en especial te tocó a vos. Fue sólo eso. No siempre puedo elegir en los sueños de quién voy a caer. Y esa noche, toda vestida en telas azules y lavandas, te tocó a vos. ¿Tendrás por casualidad algún caramelo de limón?” 
FIN


martes, 19 de febrero de 2013

CAPÍTULO 26: Inmortales..


Julia abrió la compuerta de la habitación y quedó enmudecida por la escena que se le presentaba ante los ojos, que de inmediato se le inundaron de tristeza.
Se le infló el pecho de angustia, sintió que repentinamente se le tapaban los oídos, podía sentir su propia respiración acelerada por el impacto del momento y el bombeo frenético de su corazón.
Se le aflojaron las piernas.
Lentamente, se acercó a la cápsula para ver de cerca a su madre. Lo que vio... la conmovió profundamente.
Una sonrisa dibujada en los labios de ella, una mano estrechada fuertemente por la mano de él que yacía pesado sobre su pecho.
Se acercó aún más para verle la cara a él. Con la mano cerró definitivamente el verde profundo de su mirada...

   Buen viaje, mamá Polaco...

...buen viaje, doctor —se animó a susurrar quieta, apretando los ojos para evitar que se le escaparan las lágrimas.

Flotando aún, tomados de la mano, contra el cielo raso de la habitación, ambos observaban silenciosos sus cuerpos quietos frente a Julia.

   Van a estar bien —dijo él, con una sonrisa.

   Lo sé —contestó ella, radiante y plena, otra vez.

   ¿Vamos? —la tomó de la cintura de los jeans ajustados y la trajo contra su cuerpo espectral.

   ¡Vamos! —respondió ella jovial.

Cruzaron el techo, atravesaron el cielo, se hundieron livianos en la oscuridad de la noche, siguieron el curso de las estrellas...
Ambos, así, finalmente, emprendieron el viaje que los devolvería al más feliz de los tiempos, al de la inmortalidad.


FIN



N. de la A.: Relato basado en una historia real.




miércoles, 13 de febrero de 2013

CAPÍTULO 25: Irreversible. 3ª parte.


Sus ojos eslavos se quedaron petrificados al observar la figura que se le presentaba en el umbral de la habitación.
Se incorporó en la cama, incrédula. Lo miró de pies a cabeza sin comprender del todo si se trataba de una ilusión óptica, de un fantasma, de una mera fantasía, o si realmente él estaba allí, de pie, frente a ella, después de tanto tiempo. Julia abandonó la habitación cerrando silenciosamente tras de sí la compuerta del habitáculo. Eligió esperar afuera, optó por darles toda la intimidad que se debían el uno al otro.

   Hola —la saludó con una sonrisa triste.

   Hola —le respondió ella apenas con un hilo de voz.

Se acercó y pulsó un botón para que saliera una de las cuatro butacas ocultas debajo de la cápsula.

   ¿Qué tenés, Polaco?—preguntó con preocupación.

   Ochenta y ocho años —le contestó ella, ya recuperada del shock inicial.

Sonrieron, juntos, otra vez.

   No, en serio. ¿Qué tenés? Julia me dijo algo pero quiero saberlo de vos misma —le confesó con palabras pausadas y entrecortadas.

   ¿Qué te contó Julia? ¿Cómo te contactó? ¿Qué te dijo? .... ¡Qué vergüenza! —exclamó y se miró las manos pálidas, rugosas, manchadas de vejez.

   No mucho. Me dijo que no te querías curar. ¿Por qué, Polaco?

   ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto nos queda? —lanzó como si arrojara llaves al aire capaces de abrir puertas.

   Sí. A mí también me pesa eso de esperar. En octubre cumpliré 95 y temo llegar a esa fecha, como cada año de los últimos diez.

   Mis hijos ya son grandes... tienen sus propias familias... sus hijos... mis nietos que vi nacer y crecer... mientras que el tiempo duele en el cuerpo... Yo ya hice lo que quise —dijo y lo miró fijamente a los ojos hundiéndose en el verde nublado de la mirada de él —yo ya estuve en vos —concluyó con los ojos inundados de pasado.

   Y yo en vos —agregó él con ternura. Metió una mano dentro de la cápsula y la posó sobre las suyas.

   Gracias — murmuró melancólica.

   A vos —siguió él con una mueca extraña en la cara.

   ¿Cómo hiciste para conservarte así? —lo increpó con curiosidad.

   ¿Así? —contestó confundido.

   Sí. Así. No parecés un viejo choto —sonrió.

   ¡No cambias más, Polaco! Siempre rompiendo los climas vos —le festejó el chiste con una risa reprimida. — Se supone que estás hecha mierda, por eso te tienen acá... a propósito, ¿quién te cuida a vos? ¿Tu marido no se queda? —preguntó en un intento de sonar con naturalidad.

   No, dejalo que se quede en casa. ¡Si se quedara lo terminarían atendiendo a él con todas sus mañas! —volvió a bromear.

   ¿Por qué no lo dejaste?

   ¿Por qué habría de hacerlo? Él fue mi relación más duradera. Llevamos cincuenta y cinco años juntos. Ya venció el período de prueba, me lo tengo que quedar a estas alturas... y además, ¿qué sería de mí sin él?

   Mía, tal vez —se atrevió a decir arrepintiéndose inmediatamente después de haberse aventurado al comentario.

Polaco se quedó pensativa y una lágrima finalmente rodó por la mejilla. Levantó la cara para mirarlo a los ojos — ¿En serio? —asomó la pregunta con la voz quebrada.

   Sí.

   Ya es tarde para corazones y flores, ¿no te parece? —le increpó con firmeza.

   No me hagas caso —se arrepintió negando con la cabeza lo que hacía un minuto acababa de fantasear. — Olvidate. Ya es tarde. Tenés razón. Dejate morir y terminá con todo. No tenemos esperanza. Ya es tarde para nosotros. Se nos escapó el tiempo y no hicimos nada para evitarlo... —la ametralló y repentinamente se puso de pie.

   ¿Vos te pensás que me divierte estar acá internada? ¿Vos te creés que me gusta esperar un fin que se demora en llegar? ¿No entendés que me cansa morir tan lentamente? Yo solo quiero liberarlos a todos. Que mis hijos disfruten de los suyos, que Joaquín, sobretodo, se despreocupe por mí, que mi marido no tenga que andar llevándome y trayéndome a la unidad. No los tuve para convertirme en una bolsa que molesta en el camino. No quiero interferir más. No quiero ser la cosa que quita tiempo. Yo ya estoy lista para dejar las cosas como están. Me llevó una vida entera lograr esto, ya está, me doy por satisfecha. Ya tomé la decisión y es irreversible —concluyó convencida de sus palabras.

   ¿Y yo? ¿Qué vas a hacer conmigo? ¿Me dejás solo? —preguntó irónico.

   Vos estás demasiado viejo para cambiarte. No pude a los veintiocho, menos podré ahora. Ya te doy por perdido. Es todo. No se puede volver atrás en el tiempo.

   Polaco... —dijo él acercándosele despacio.

   ¿Qué? —preguntó con ternura en la mirada.

   Nos podemos ir juntos... —se aventuró a decir a media voz tomándola de las manos.

   ¿A dónde? —se sorprendió ella.

   A dónde vos querés ir... —respondió con calma.

   ¿A la eternidad? —dijo incrédula.

   Llamalo como quieras.

   ¿Cómo?

   Soy médico.

   Sí, ya lo sé.

   O al menos lo fui...

   ¿Qué querés decir?

   Fui médico y aquí estoy rodeado de maneras de cumplir tu sueño.

   ¿Podés dormirme? ¿Para siempre?

   Sí, puedo matarte si te referís a eso.

   ¿Serías capaz de matarme?

   ... solo si me fuera con vos...

   No entiendo.

   Si te mato, me muero.

   Sigo sin entender.

   Si te mato, me mato yo también... ¿Así te gusta más?

   ¿Serías capaz de suicidarte por mí?

   Soy capaz de suicidarnos a los dos. Vos también lo querés.

   Pero... ¿por qué?

   ¿Por qué no?

   Serías un asesino.

   Sería un suicida.

   ¿Mi muerte sería un acto de eutanasia?

   Llamalo como quieras. Dejarías de sufrir, y yo también.

   ¿Me lo estás proponiendo en serio?

   Sí.

   ¿Cuándo?

   Cuando me lo pidas.

   ¿Ahora?

   Sí.

   ¿Y tu familia?

   ¿Cuál?

   ¿No tenés a nadie?

   Me tengo a mí mismo y ya es mucho.

   ¿Por qué lo harías?

   Porque puedo.

   ¿Estás seguro?

   ¿Acaso no me ves acá con vos?

   No te lo creo.

   No hay nada que creer.

   Bueno. Está bien. Es lo mejor para todos.

   ¿Segura?

   Sí.

   Mirá que no hay vuelta atrás, eh.

   Sí, lo sé y eso es lo que espero.

   Bueno —el anciano respiró profundamente y giró hacia donde se encontraban las mangueritas con oxígeno— no te va doler, vas a dormir, solo eso. Ni te vas a enterar —le prometió con una sonrisa en toda la cara.

   Tengo miedo —dijo ella ofreciéndole la mano para que se la tomara.

   No lo tengas —le mintió con firmeza ofreciéndole la suya para tocarla.

   Confío en vos.

   Y yo en vos.

El anciano se acomodó en la butaca, le destapó el brazo hasta descubrir una red azul de venas gordas. Tomó un par de mangueritas a las que le insertó una cánula y una aguja en cada una. Se descubrió un brazo y la miró sonriente. Se incorporó despacio y la besó por última vez en los labios, ella cerró los ojos y esperó.
El anciano manipuló ambas mangueritas con lentitud. Primero le inyectó el aire en una arteria a ella, luego hizo lo mismo en su propio brazo.

Al cabo de unos minutos, el silencio los envolvió abrazados.

Julia abrió la compuerta de la habitación.