domingo, 27 de septiembre de 2020

Eclipse de lunas. Capítulo X: Luna roja. Noche ciega.

 Capítulo X: Luna roja. Noche ciega.

Y el día del que tanto le habían advertido que debía cuidarse, llegó. Se coló por las hendijas de su refugio sin que pudiera hacer nada para evitarlo, ni aun habiendo tenido conciencia o voluntad para ello. Se sirvió una medida de ron y completó el vaso alto con agua tónica. Revolvió el contenido con la punta de un dedo y siguió reflexionando mientras observaba el cielo estrellado desde su cálido refugio, desde este lado del gran ventanal hacia la noche.

Ahí fue cuando llegó el momento exacto en que tomó conocimiento de su Ser. Sí, de su ser completo. No necesitaba a nadie más que a sí misma para sentirse entera. Así como lo es, completa. Sin piezas faltantes.

El día que supo que podía estar en este estado por lo que le restara por vivir ya era un pensamiento concreto y corpóreo en su mente. Comenzaba a disfrutar profundamente los momentos de total y plena compañía consigo misma.

 

El timbre de su departamento la trajo a la realidad súbitamente.

Puso música.

Salió a abrir la puerta.

—¡Hola! —resplandeciente saludó a su invitado.

—¡Hola! —la beso fugazmente en los labios Gerardo, uno de sus amantes favoritos...

Juntos, de la mano, caminaron hacia el departamento de ella.

En cuanto entraron se besaron apasionadamente recorriéndose los cuerpos por completo. Ella cerró la puerta con llave sin dejar de besarlo.

—A ver... date una vueltita para que pueda verte mejor —le dijo mientras retrocedía dos pasos para no perderse una vista general de ella, que le resultaba asquerosamente atractiva, aún llevándole más de una década en edad.

Ella giró sobre sus talones mostrándole todas y cada una de sus voluminosas y proporcionadas curvas.

 —No podés estar tan buena, ¡Dita! —exclamó él mientras se sacaba la campera y se descalzaba por completo.

 —No estoy buena, ¡es que vos me ponés buena! —bromeó mientras se le acercaba nuevamente para besarlo mientras lo sostenía fuerte de las nalgas. Así era Dita. Juguetona.

Pasaron aquella noche de sábado juntos. Durmieron, hubo sexo, hubo sueños, hubo fantasías, más sexo, hubo un desayuno amoroso y hubo una partida.

Todo volvía a la normalidad. Se dio un baño largo y caliente, ya en su cómoda soledad. Sentía que ahora tenía todo el tiempo  del mundo para estar consigo misma, otra vez. Una sonrisa resplandeciente se le dibujada en la boca.

 
A media mañana del domingo la propietaria del departamento, y vecina, Elvira, quería ver su última obra. Le abrió la puerta con desgano pero enseguida hablar de acrílicos, lienzos, y pinceles la motivaron y la volvieron verborrágica por ese hobbie que tanto la apasionaba. Pintar la hacía sentir plena.

La dueña saludó a Uma, la mayor de las gatas recientemente adoptadas. La confundió con Millie, la gata azul rusa que se mudó primero al departamento.

Dita sabía que el problemita de visión de la propietaria y la tímidez natural de Millie favorecían a la confusión de Elvira, que creía que había una gata, en lugar de dos.

Al cabo de un rato Elvira se fue, convocada por su pareja que la silvaba desde el otro lado de la pared.

—Es Chelo, debe estar la comida— se despidió.

 Todo volvía otra vez a su cauce natural.

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