domingo, 27 de septiembre de 2020

Eclipse de lunas. Capítulo II: Café.

Capítulo II: Café.

De pronto lo vio cruzar la avenida directo hacia ella. Llevaba efectivamente su campera de gabardina verde y pantalones gris obscuro.

Lo vio y respiró aliviada.




 Martín la miró por encima de sus anteojos de sol sonriente mientras la señalaba con el índice de su mano derecha. ¡Ahí estás, Dita!—exclamó antes de dar los cuatros pasos largos antes de llegar a ella para saludarla con efusividad.

 —¡Hola!—le respondió Dita con una timidez que la desconcertó por un instante.

—¿Qué hacemos?—le preguntó siguiéndola a la par con dirección hacia la esquina. —Bien, ¿estamos yendo a...?

—No sé, busquemos algún lugar para tomar algo—respondió Dita mirando hacia ambos lados buscando un bar donde refugiarse. Encontraron uno a mitad de cuadra sobre Av. Belgrano. Entraron y pidieron un café y un capuchino.

 A Dita le gustó Martín.

A Martín le gustó Dita. 

Martín hablaba con una verborragia que a Dita le resultó encantadora. Mientras Martín gesticulaba y sonreía al hablar, ella observaba esos detalles que la fascinaban, él parecía tenerlos todos y Dita estaba dispuesta y preparada para escudriñarlos uno por uno, a todos ellos.

Ya antes de sentarse le gustó medirse al lado de Martín, que le llevaba más de una cabeza en altura, incluso calculó que, llegado el caso, se tendría que estirar un poco para abrazarlo estando de pie.

También pensó que si surgiera la posibilidad de besarlo tendría que ponerse en puntitas para llegar a rodearle el cuello con los brazos.

A Dita le gustaba Martín.

La fascinó ese pelo alborotado, lo suficientemente largo para se le rebelaran algunas ondas. Pelo castaño claro apenas pincelado por esporádicas y sutiles líneas cenicientas. Se imaginó hundir sus manos en esa cabellera sedosa y alocada. Absorta en sus pensamientos llegó a ver, ante los ojos de su mente, sus propios dedos peinando esa maraña de rulos suaves.

Martín le preguntaba cosas como a qué se dedicaba ella, y si vivía muy lejos de su lugar de trabajo. Dita fue respondiendo risueña entre sorbos de capucchino y breves carcajadas. Nuevamente cuando Martín retomaba el hilo de sus pensamientos, profundos, elocuentes y los volcaba a la conversación, Dita no podía evitar quedarse vagando en las peculiaridades de él.

 Dita descubrió las manos de Martín.

Las vio fuertes y delgadas. Firmes. Dedos largos. Manos expresivas. Las imaginó cálidas sobre su piel. Pudo pensar la suavidad del tacto de aquellas manos sobre su propia piel. Ese mero pensamiento la sedujo por un instante, fugaz, inquietante. Decidió seguir descubriéndolo, recorriéndolo y halló que Martín era del tipo de hombres que a Dita la enamoraban: tenía pelos en el pecho. La medida justa; ni un suéter velludo que lo cubriera por completo ni el torso lampiño que no le generaba nada. Se quedó allí, en esos pelitos que se asomaban curiosos por el cuello abierto de su camisa oscura.

 A Dita le fascinaba Martín.

Mientras él hablaba ella contestaba metida de cabeza en la personalidad de él pero sin poder sacarle los ojos a su cuerpo, su postura, su particular gestualidad.

Y entonces vio su boca, labios carnosos que la llamaban, la hipnotizaban y la perdían en ellos.

Le encantó el timbre de su voz, le gustaba no solo el sonido de la voz de Martín sino que también la atrajo las palabras que pronunciaba y el modo en que salían desde las profundidades de su ser, de su pensamiento abstracto y complejo. Más precisamente la maravilló el sonido de las palabras, que ella conocía pero que al salir de la boca de Martín cobraban un significado mayor. A Dita la voz de Martín le resultaba con peso, con autoridad, con firmeza en el decir; la seducía imaginarse esa voz susurrándole al oído las palabras que le gustaban.

Martín: ¿Y vos?  ¿Estás bien? ¿Viste cagona que no soy un monstruo?

Dita: Sí— sonrió abiertamente—para nada lo sos, sino todo lo contrario.

 Martín llamó al mozo, pagó la cuenta y se levantaron manteniendo la cercanía, haciendo de la distancia entre ellos un roce de pieles, de ropas.

Martín tuvo la enorme y apreciada caballerosidad de adelantársele para abrirle la puerta y ese gesto simplemente la hechizó.

 Llegaron a la esquina, Martín le tomó la cara entre ambas manos y la besó en la mejilla con infinita ternura.

Dita dio media vuelta para buscar su auto en el estacionamiento, sentía en todo el cuerpo el de Martín.


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