miércoles, 26 de noviembre de 2014

Tú odias



Ahora, en casa sana y salva, y tras haber bebido el segundo trago alcohólico puedo dejar de sentir el temblor en el cuerpo, dejar de sentir el odio en el alma.
Aún persiste el recuerdo del arma apuntándome de frente, el arma empuñada por un chico, con la remera de boca a unos metros de distancia frente al auto. Aún retengo la imagen en mi mente de esa cara llena de odio, de mi cara llena de odio. Él me odia y me apunta con el arma, yo lo odio y piso el acelerador a fondo.

La camiseta de boca y un arma de fuego entre sus dedos flacos y largos, mi despertar a las cinco de la mañana se fusionan en un instante. Su hartazgo, mi cansancio, nuestro odio en común...

Saboreo lentamente los vestigios de la gaseosa de naranja fundida en el vodka de altísima graduación mientras mastico un hielo que me congela las mejillas, por dentro.
Por dentro todavía siento la frustración de haber fallado.
Mi error fue no haber pisado el acelerador más a fondo, pienso en caliente. 
Mi error fue haber decidido pasar por detrás de una villa miseria, mi error fue pasar por donde no debía.
Si el destino hubiese sido otro, ahora no estaría escribiendo estas letras, ahora tal vez yacería pálida sobre el volante de mi auto, sin vida, con peritos y policías rodeándolo. Una o dos ambulancias, una media docena de patrulleros policíacos post facto, post mortem, post acontecimientos.
Mis familiares recibiendo la triste noticia de mi muerte tras un hecho (más) de inseguridad, el menor de edad causante de mi muerte libre, amparado por una justicia que garantiza sus derechos, no así los míos, en vida.
Mis afectos expresando su pésame e impotencia ante el suceso, la justicia a favor del menor que por marginal y por carecer de recursos "no le quedó otra que salir a afanar para sobrevivir"... y el silencio. El cruel silencio...
Pero no sucedieron las cosas así.
En cuanto tomé la ancha avenida detrás de la Villa Carlos Gardel, el escenario se montó solo. Pasó un auto, luego otro, luego otro y ahí aparecí yo. La potencial víctima elegida por el delincuente. Fui elegida por azar, y el mismo azar hizo que hoy pueda narrarlo aquí. Accidente del destino. 
De la nada ese chico -que creí que iría a cruzar la avenida Perdriel, en el Palomar, detrás del Hospital Alejandro Posadas, detras de la villa Carlos Gardel-, empuñó su arma. Me apuntó a mí. Me sentí un blanco fácil. Un blanco claro. Un blanco.
Nunca antes me había sentido tan expuesta, tan "en la mira" antes. El chico me apuntó, y es en esa microcentésima de segundo en el que uno entiende "toda la situación", (el chico, el arma, la soledad, ser la víctima), es el momento en que uno toma decisiones rápidas, peligrosas, decisiones de vida o muerte. Esto tal vez sea un fluir de palabras sin sentidos, pero necesito vomitar antes de que se diluya y pierda sentido, significancia, magnitud en mi interior, en mi sentir...
En aquel microcentésimo de segundo, en que un arma apuntaba hacia mí, fue cuando algo en mí, mi sentido de supervivencia hizo que mi cuerpo descendiera de la butaca, protegiera mi cabeza y pisara el acelerador a fondo con dirección hacia el muchacho. Algo hizo que ante la acción de alguien -apuntándome con un revólver-, mi reacción fuese de apuntar mi auto hacia él para atropellarlo. Algo hizo que la única posible alternativa fuese "él o yo". Algo hizo que no midiera consecuencias de mis actos, de que no hubiese lugar ni tiempo para analizar otra posible alternativa. 
Lo que hice fue peligroso. Aceleré a fondo, a ciegas, con dirección al chico armado con la definitiva decisión de atropellarlo, de pasarle el auto por encima, de sentir los huesos crujiendo debajo de las ruedas de mi vehículo, de matarlo, de aniquilarlo, de exterminar aquello que él, ese joven muchacho, representaba en ese instante, de acabar con él por completo, como si tal acto de mi parte pudiese extinguir todo lo que él representa: la marginalidad. El miedo. La muerte. La inseguridad.
Por fortuna no lo pisé, no lo maté, no soy culpable de su muerte, ni él (jamás lo sería) de la mía.
Por fortuna, el disparo que oí veinte segundos después no fue hacía mí. Desconozco lo que sucedió allí luego de mi feroz huída.
Lo que sí me queda claro es que no volveré a tentar al destino tomando esa ruta, que ya sabía, es peligrosa. Sólo espero que la imagen del arma delante de la cara de un chico cegado por el odio se borre de mi mente, como mi cara de odio y terror se borre de la suya, si es que alguna vez, esa criatura tuvo la capacidad de mirarme a la cara.

¿Gané otra vida? Nadie lo sabe.
Amén.

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