domingo, 27 de septiembre de 2020

Eclipse de lunas. Capítulo IX: Cazadora cansada.

 Capítulo IX: Cazadora cansada.

Cerró la puerta tras de sí, colgó el bolso en el perchero junto a ella, se descalzó al mismo tiempo que se quitaba el tapado y caminó directo hacia la vitrina donde colgaban enormes y brillantes copones de cristal, en el pequeño living del departamento que alquilaba. Abrió la heladera y se sirvió una medida abundante de vino blanco, su nueva bebida favorita. Con el control remoto encendió el equipo de audio conectado al televisor plano.

 


Con la enorme copa en una mano caminó hacia la mesada de la cocina, encendió una hornalla y le acercó un tronquito de "Palo Santo". El leño comenzó a quemarse lentamente mientras ella lo giraba para que el fuego lo cubriera por cada uno de sus lados rectos. Por fin el abundante humo perfumado apareció con ansias de cubrir cada espacio a su paso. Con el tronquito humeante recorrió cada una de las habitaciones de su casa. El ritual evangelizaba su hogar, le cambiaba el aroma. Las gatas presenciaban expectantes el recorrido del humo y se erguían para olfatearlo mejor.

Luego de dejar el agonizante palo carbonizado en un cenicero, se acomodó en su gran sofá. Las gatas se le subieron en el regazo para recibir las caricias que les correspondían como parte del obligado ritual.

Mientras saboreaba el vino, disfrutaba de la música y de la única compañía de aquellas gatas rescatadas, y agradecidas, recordó que precisamente ese día de invierno estaba cumpliendo el primer aniversario de vivir en ese lugar. Pensó en todas las cosas que ocurrieron en el transcurso de ese tiempo, de todas las cosas que le pasaron a ella en particular. Pensó en la velocidad del tiempo, en la fugacidad del transcurrir de las vidas, en la fragilidad de las personas, en lo diminutos que somos en el espacio, en lo débil de nuestras vidas, en las enfermedades de sus afectos, en el cáncer.

Dio varios sorbos a la bebida y un cosquilleo frío le recorrió el cuerpo. Se le endurecieron los pezones en ese instante y por algunos segundos, sintió helarse.

Se tapó con un poncho que ella misma había tejido tiempo atrás y que siempre lo tenía a mano en el sofá para esos momentos de repentino frío.

Ya había pasado un año entero de su separación, de su mudanza, de su cambio de vida, de su regreso a ella misma. Un año de vivir sola, con su hija algunos días a la semana, pero sola durante el resto de sus días. ¿Cómo pasó que no se había dado cuenta de eso antes?, se preguntó en silencio sin esperar respuesta.

Miró a su alrededor y vio los cuadros que fue pintando en el transcurso de ese tiempo, había empezado a convertir ese departamento en su refugio, en su escondite. Sintió un inesperado orgullo el haber recuperado el placer de agarrar pinceles y colores de nuevo.

Observó las plantas colgando de las vigas de madera del techo, ¡tanto habían crecido ya desde entonces! Como creció también su gusto por esa soledad nueva, o recuperada.

En aquel diálogo consigo misma se sintió completa. No necesitaba mucho más para estar tranquila y a su manera, para ser feliz. Su hija había superado, en apariencia al menos, la separación, su vida de agenda inquieta pero ya rutinaria. Parecía más que adaptada y conforme con su nueva vida. Su pequeña parecía totalmente adaptada a pasar tantas horas en el colegio nuevo, con un mundo novedoso desplegándose ante sus inocentes ojos. Con sus clases de idiomas, con sus clases de violín, de natación, de pocos nuevos amigos en el colegio, pero de una multitud de actividades hasta ahora desconocidas. Se mostraba conforme y contenta con esta rutina llena de cambios, de cosas hasta ahora solo por descubrir.

La pequeña había aceptado con beneplácito esta nueva etapa de su vida y crecía con una notable madurez para afrontar de pie lo que la vida le presentara en cada momento. Acaso era una virtud innata de la nena, acaso no le quedaba más remedio que adaptarse a los cambios, acaso era todo una cuestión de actitud. No encontró las respuestas.

Observó en un rincón que las gatas dormían acurrucadas juntas, muy cerca una de la otra, como si necesitaran algo más que el calor mutuo, como si se necesitaran, como si ninguna de ellas tuviese a nadie más que la otra para garantizar su subsistencia. Esa imagen la hizo reflexionar en la relación entre ella y su pequeña. Y era así, pero de a ratos. La nena tenía a su padre y a su madre, aún. Pero por separado.

Pensó también en los acontecimientos de los últimos días. Del robo del auto. De la declaración en la comisaría, pensó en el rechazo del seguro en cubrir los daños ocasionados en aquel robo. Recordó todas y cada una de las veces que no creyeron en sus palabras sinceras.

Se detuvo en pensar en eso precisamente. En lo valiente que se debe ser para decir las verdades, por más crueles que ellas sean. Pensó en que solo los más nobles creen en verdades; que es más fácil y cobarde pensar que todo es mentira. Pensó en todas las veces en que no creyeron en ella. En la soledad que eso le producía en el alma. Recordó las palabras denigrantes que le dijeron cuando descreyeron de ella.

Eso la entristeció por un momento fugaz. Aquel recuerdo ni siquiera valía la pena.

Terminó el contenido de su copa. Las gatas abrazadas ignoraban su pena.

Sintió que no necesitaba más que eso para sentirse plena.

Música que la acompañara.

Vino que la llenara.

Compañía animal, que la satisficiera.

Pensó en aquellos hombres que fugazmente pasaron por ella.

Con un futuro prometedor que sabía era ilusorio.

Pensó en aquellos hombres que re aparecían.

Con un pasado lamentable que sabía era de falsa compañía.

Si tan solo encontrara paz con ella misma.

Cuánta felicidad eso le daría.

Pero no.

Sola siempre estaría.

Cansada ya de tanta cacería.

Eclipse de lunas. Capítulo VIII: Pensamiento.

Capítulo VIII: Pensamiento. 



Que no me importe, no significa que no entienda.


Eclipse de lunas. Capítulo VII: Hipocresía beneficiosa.

Capítulo VII: Hipocresía beneficiosa.



El Dr. Isaac Rubinstein abre el archivo de su paciente luego de dos meses de intervalo, la mira por encima de los lentes y le pregunta con calidez en la voz.

—¿Cómo está? ¿De qué desea conversar?

—Estoy muy bien, ¿usted? ¿Cómo está usted hoy? —le pregunta interesada en la respuesta de su terapeuta.

—Estoy bien, gracias por su interés. Dígame de qué quiere hablar hoy, por favor.

—Quiero hablar de la hipocresía.

—¿Hipocresía de alguien en particular o como una idea conceptual?

—Sí, de la hipocresía en general, de la gente, de todos, de nosotros, de la suya, de la mía, de la hipocresía cultural si quiere.

—¿En qué sentido?

—De la hipocresía de que nos importa lo que le sucede al otro, mientras que no es más que un gesto artificioso que sabemos que a la larga nos redituará en algún beneficio.

—Como por ejemplo ¿preguntándome cómo estoy hoy?

—Exacto, esa es una de las tantas formas que toma la hipocresía.

—Bueno, demostrar interés por el otro es parte del protocolo de convivencia.

—De conveniencia, si me permite corregirlo.

—¿Lo que usted hace es por conveniencia exclusivamente?

—Últimamente empiezo a creer que sí, que efectivamente lo que hago, en gran parte, es porque me conviene hacerlo.

—¿Podría ser más explícita por favor?

—Claro. Preguntar por la salud de alguien que no vemos con frecuencia, o por su situación sentimental, o por sus afectos, o por lo que sea es un acto de hipocresía en sí mismo. Si pregunto por esos temas, hago pensar al otro que realmente me interesa saber, conocer su situación hace que me gane su estima, aunque no me interese en lo más mínimo.

—Se describe a sí misma como un ser frío, egoísta, y sinceramente no creo que usted sea en absoluto de esa manera. ¿Qué intenta demostrar?

—Algunas veces acepto invitaciones a tomar algo de hombres, a veces a cenar, y me terminan contando cosas que realmente no me interesa saber. Por no resultar descortés, ni maleducada, los escucho con una atención fingida hasta les pregunto sobre sus vidas , aunque no me interese en lo más mínimo conocer los detalles de sus miserias, ni de sus fracasos sentimentales, ni de sus abandonos, ni de sus desencantos, y sin embargo, sigo aceptando esas citas sabiendo de antemano que va a llegar el momento en que se me desdibujará la sonrisa de los labios cuando comiencen a contarme el cuentito de una vida llena de pesares, de miedos, de pasados traumatizantes que nada tienen que ver conmigo, y ahí me quedo, observándolos revivir el sufrimiento de un abandono inevitable, cantado de antemano.

 —¿Cuánto placer le da ver al otro narrando cuestiones tan desagradables? Creo que debemos tomar ese camino para entender lo que está sucediéndole.

 —¿Placer?

 —Sí, placer. ¿Identifica una actitud morbosa en el indagar sobre las penas ajenas?

—No lo había pensado antes pero sí, creo que tal vez me haga sentir mejor persona saber que hay otros que la pasaron realmente mal. O tal vez, saber que otros sufrieron mucho, minimice mi propio dolor.

—¿Qué más? ¿qué piensa? —le preguntó Rubinstein inclinándose levemente hacia adelante con notoria curiosidad.

—Creo que me conviene para mi propio beneficio saber que otros sufrieron más que yo y que me cuenten sus desgracias me hace sentir libre.

—¿Libre?

—Sí, me libera. Que otros me cuenten sus males hace que yo me olvide de los míos. ¿Entiende ahora doctor? El beneficio de la hipocresía.

Eclipse de lunas. Capítulo VI: Punto sin retorno.

 Capítulo VI: Punto sin retorno.

Dita se acomoda junto al hogar encendido con una copa de vino. En penumbra observa la noche invernal del otro lado de la ventana. Se acurruca en soledad con la mirada prendida de un cielo particularmente vacío de estrellas.



Es el primer fin de semana sola luego de la separación. El primero de su hija, de cinco años, con su papá; el primero en la vida de su expareja como padre full time. El primero consigo misma en muchos años, más de lo que llevara la cuenta, unos ocho o nueve desde la última vez que recuerde ese tipo de soledad, temporal. La sensación no le resulta extraña, por el contrario, necesitaba sentirse así, una cita consigo misma, una reconciliación ansiada luego de mucho tiempo de resentimiento, de insatisfacción, de deudas internas.

Mira a su alrededor y ve con incredulidad que por fin alcanzó ese estado de libertad en ejercicio, esa libertad se materializa ante sus ojos en cajas y bolsas con libros, ropa, papeles, vajilla, juguetes, recuerdos, dolores, tristezas, angustias. Cada bolsa atesora un momento único, irrepetible, irreproducible, una cuota saldada con el paso del tiempo.

En ese estado de íntimo letargo piensa en Rubinstein y su advertencia reiterada de no caer en la trampa de la ilusión del ermitaño. De aquel que se siente arropado por muros impenetrables para cultivar una amorosa soledad. Nada que lo disturbe, nada que lo interrumpa en su idílica masturbación mental, ninguna distracción peligrosa que atente contra su arquitectura de portones, barrotes, compuertas que protegen su delicado y sensible ser.

Solo su hija es capaz de traspasar esas barreras con su mera presencia, solo ella. El resto está obligado a permanecer del otro lado de la fortaleza.

Dita hace un repaso meticuloso de aquellos que consiguieron traspasar sus límites, el padre de la nena encabeza la breve lista. No por mérito propio, sino por haberla fecundado y darle su joya más preciada, la pequeña parte de sí con autonomía, con carácter, personalidad y temperamento propios, pero tan semejantes a los suyos.

Pocos otros han llegado a esa instancia, alguno -más afortunado- que decidió ocultarse tras el manto pesado y profundo de los recuerdos.

Esa sensación de auto complacencia, de plenitud solitaria, de solvencia emocional es para Dita, ahora, alcanzar un punto sin retorno.

Eclipse de lunas. Capítulo V: Juguetes del destino.

Capítulo V: Juguetes del destino. 

Martín lastimaba sin querer.

Sabía que lastimaba, pero no podía evitarlo.

Su ausencia lastimaba, a más de una mujer.

Pero aun sabiendo esto, prefería acurrucarse en su escondite a lamerse, solitario, sus propias heridas antes que exponerse; como si mostrarse golpeado emocionalmente le doliese tal como punza el reflejo del sol brillante en los ojos luego de haber estado por mucho tiempo en la oscuridad.

Martín se refugiaba en sí mismo, replegado.Luego de un agotador día de trabajo llegó a su casa; no se sorprendió el no hallar a nadie esperándolo. Se quitó el morral de cuero y lo arrojó en el futón donde estuvo durmiendo durante las últimas semanas.


Se quitó la campera de gabardina verde y los zapatos al mismo tiempo; descalzo fue a buscar un vaso de boca ancha a la barra del bar del pequeño living. Se sirvió dos medidas de whisky, encendió un cigarrillo rubio y el equipo de audio. 

Se recostó en el futón, con una mano sostenía el vaso y el cigarrillo entre los dedos y con la otra libre descorrió las cortinas de la ventana para ver la noche.

Cerró los ojos y recordó el culo de Dita, entregado, suave y redondo. Sonrió y siguió hurgando entre sus recuerdos buscando sus pechos, esos que pudo saborear y acariciar con ternura y sosiego.

Con los ojos cerrados, aspiró profundamente el cigarrillo y al cabo de un instante abrió los ojos para ver la bocanada de humo azul ascendente hacia la noche.

En ese instante pensó en el porqué del destino, en las coincidencias de conocer a esta mujer que le quitaba el aliento entre sábanas, en el preciso, fausto instante en el que buscaba un respiro.

¿Qué designio del universo había trazado el curso de los dos para encontrarse en este momento, en esta vida, a esta altura de las circunstancias? Justo cuando el tiempo comenzaba a ralear entre el trabajo, su vida amorosa, sus obligaciones familiares... ¿por qué?

A Martín siempre le resultó placentero caminar en contra del viento. Le encantaba sentir su propia corporeidad, su propio peso, su fuerza hacia alguna parte... pero ahora sentía que su vida estaba inmersa en un vendaval rabioso que lo hacía perder, por momentos, el curso de su vida, su cauce.

No se sentía preparado para enfrentar estos vientos de cambio, aun cuando supo anticipar oportunamente, que alguna vez este momento que atravesaba llegaría por fin. Se sentía desilusionado, una vez más, por no haber acertado antes con la mujer capaz de apreciar su amor heroico. Una vez más esperaba ordenar el caos de su mente para descubrir la puerta de salida del momento, pero no como una puerta de escape, sino como una puerta que le permitiese despresurizar el ambiente, para tomar aire, para tomar distancia, para alejarse y entender mejor el escenario que se le presentaba y pensar bien la próxima jugada del tablero de ajedrez de su vida.

Martín entendió entonces que tanto él como Dita no eran más que meros juguetes del destino. 

Eclipse de lunas. Capítulo IV: Carne viva.

 Capítulo IV: Carne viva.



Con la mirada hacia algún punto invisible del otro lado de la calle, Dita vagaba en su mente tras las palabras que mejor definirían a Martín y lo que había significado para ella conocerlo, lo que implicó concretar el encuentro tan ansiado por los dos.

— ¿Podrá decirme qué piensa? — oyó que la convocaban desde algún lugar de la realidad.  A Dita, la voz de Isaac Rubinstein le sonaba amortiguada, como si el sonido hubiese tenido que atravesar un denso muro, grueso pero transparente, que los apartaba, en dimensiones disimiles.

 —Martín es como yo—exhaló en una frase por fin.

— ¿Qué significa eso?

 —Martín tiene profundidades densas, obscuras, caóticas, confusas y retorcidas, pero a la vez, y en consecuencia a eso mismo, muestra sus superficialidades suaves, placenteras, risueñas, simpáticas, muestra su luz clara, cristalina, pura a flor de piel —prosiguió hundida en sus propias palabras, aun con la mirada perdida en la ventana frente al diván que daba a la calle pero que la sumía en su interior. —Él es como yo, tal vez por eso nuestra atracción inequívoca fue inmediata. Nuestros sentidos están en sintonía, se ensamblan cuando estamos juntos, cuando conversamos nos entendemos más allá de las palabras que digamos... creo que aún en silencio y ciegos y sordos podemos llegar a comunicarnos con el lenguaje inaudito de nuestras bocas mudas —Dita se miró las manos por un instante y continuó—…cuando nos conocimos, ambos tuvimos el irrefrenable impulso del contacto corporal. La distancia entre nuestros cuerpos se mantuvo aquella primera vez siempre al límite del contacto, del roce, de la piel con piel, del calor al tacto. Nos atrajimos desde el instante cero, desde el momento en que los dos ocupamos el mismo cuadrante, en el preciso instante que entramos a los cinco metros de distancia en torno al otro, en ese momento y lugar exactos en que nuestras auras se interpusieron y cobraron un matiz nuevo, inédito. Todo cambió desde el mismo momento en que por consecuencia del destino, o por nuestras propias voluntades, tuvimos que respirar el mismo aire, habitar el mismo aquí y ahora -o por mera ocurrencia de coincidencias-; nada fue igual desde el instante en que nos encontramos por primera vez en nuestras vidas. Algo cambió, algo alteró nuestro orden, algo sucumbió o estalló o despertó allí, en el punto exacto en el que dos líneas rectas se cruzan para seguir con sus respectivas trayectorias; con sus sendas coordenadas de tiempo y espacio, aquellas que venían siguiendo pero que, a partir de ese accidental encuentro, fortuito, desean no separarse más; o no pueden despegarse más o necesitan permanecer en contacto, en profundo contacto...

 — ¿Se refiere al contacto corporal? ¿Sexual?

 —Sí, tal vez al principio parecía que era el simple deseo sexual, carnal, pasional pero la conexión iba mucho más allá de lo superficial que puede parecer el acercamiento sexual. Yo sentí a Martín en mi cuerpo, pero no sólo físicamente; él no fue una invasión como en otros casos, en esos que usted ya conoce. —Dita sacó de su cartera una botellita de agua, la abrió y bebió sedienta hasta una cuarta parte de su contenido sin dejar de observar a través de la ventana. Tapó el envase y lo regresó a su bolso y continuó: —Martín es diferente—volvió la vista hacia Rubinstein y lo observó fijamente a los ojos—Martín me conecta a alguien que fui antes y que en algún determinado momento dejé de ser. Es como si entrando en mí, nuestros genitales hubiesen obrado cual conectores de cobre que al mero contacto alimentaran un mecanismo que permanecía desactivado. Con Martín dentro de mí... yo recordé la que una vez fui, volví a mí. A mi ser primario.

 —No sé si logro entender lo que me quiere decir, esta vez sí que admito estar perdido con lo que me está diciendo... ¿podría ser un poco más precisa? —Rubinstein entrelazó los dedos de las manos apoyándolas delante suyo sobre el gran escritorio de vidrio macizo, se incorporó levemente hacia adelante como si eso lo ayudara a entender mejor, o por lo menos a escuchar mejor.

 

—Doctor, estoy diciéndole que estar con Martín hizo que yo volviera a ser yo, la que soy en realidad y a la que fui abandonando a causa de malos amores, a causa de desengaños, por culpa de mis elecciones. De tanto llevar a cuesta relaciones imprósperas, de cargar con la responsabilidad auto impuesta de ser de dos en la pareja la única que gestionara esos detalles para que la cosa funcionara para y por los dos; de ser la promotora de la felicidad y montar la fachada de la pareja de tal para cual, del uno para el otro y mil cosas más... mi espíritu se erosionó, se limó tal vez; o al menos se apagó sin que yo me diese cuenta.

—Entiendo. La rutina genera esos desgastes que muchas veces se tornan irrecuperables—agregó el terapeuta como si se le escapara un pensamiento en voz alta.

 —Por eso mismo doctor es que digo que sentirlo a Martín dentro de mí me despertó. Como si dejarlo entrar en mi cuerpo hubiese sido dejarlo entrar en mi mente y dejado liberar a la mujer que soy en mi naturaleza. No puedo ser más precisa de lo que estoy siendo. Hacía mucho tiempo que no me sentía en semejante conexión con un hombre y Martín hizo que me despojara de todos mis prejuicios, culpas, miedos y me abandonara a sus brazos, como si esos brazos supiesen cómo contenerme, como si su cuerpo fuese parte del mío y ambos fuésemos piezas de un mismo rompecabezas que por un mero golpe de suerte se hallan el uno con el otro, el uno dentro del otro, el uno en perfecto empalme con el otro, el uno más el otro que conforman un nuevo uno indivisible. Martín no solo se metió en mi cuerpo, sino que también en mi mente, y ahí quedé, en un permanente letargo y a la espera. No sé si alguna vez él volverá a mí o yo vuelva a él, lo que sí sé es que ya nada será igual a antes de él. Ni aun estando con mil hombres después de él yo volveré a sentir la misma conexión, el ensamble justo. Estoy segura de eso. Martín me dejó…— Dita otra vez se perdió con la mirada en alguna parte del otro lado de la calle—en carne viva.

Eclipse de lunas. Capítulo III: Dr. Rubinstein.

Capítulo III:Dr. Rubinstein.



Una semana después de acostarse con Martín, Dita concurrió a su cita con el Dr. Rubinstein como hace cada miércoles de los últimos dos años. El consultorio del terapeuta está en el antiguo caserón que Rubinstein tiene en Belgrano. A Dita le encanta recostarse en el diván que da al ventanal con vista a la calle. Es mullido, suave, cómodo.

 

—¿Cómo está? —le preguntó Rubinstein mientras se acomodaba en su gran sillón ergonómico de cuero negro.

—Bien. Estoy bien.

—¿Algo de lo que quiera hablar hoy? ¿Le pasó algo interesante durante esta semana? —Rubinstein ya había encontrado en su gran tablet el archivo de su paciente con el registro de todas sus anotaciones sesión por sesión.

—Hummm... no, nada—respondió Dita con la mirada fija en un punto invisible en la calle. Desde su ubicación podía observar los jardines y patios de las casas vecinas del otro lado de la calle. Un perro callejero olfateaba la vereda de enfrente persiguiendo el rastro, tal vez, de un bocado que saciara su hambre —En realidad sí quiero hablar de algo—exclamó sorpresivamente—quiero hablar de Martín—El terapeuta levantó la vista para observar a Dita que seguía con la vista clavada en algún sitio del exterior, pero Rubinstein sabía que en realidad su concentración estaba enfocada hurgando pensamientos en el fondo de su mente.

—¿Quién es Martín? —preguntó el hombre con curiosidad —Nunca lo había mencionado antes que yo recuerde.

—Martín es nuevo—respondió Dita volviendo la vista hacia el terapeuta y con una sonrisa que le iluminó el rostro por completo.

—Y... ¿de dónde salió este tal Martín?—preguntó Rubinstein mientras tipeaba el nombre Martín en su tablet.

— Lo conocí en un sitio de contactos.

—Ah... como los otros...—comentó el terapeuta.

—Sí, como todos los demás, pero éste es diferente.

—¿Qué lo hace diferente?

—Martín es profundo, complejo.

—¿Ya hubo sexo entre ustedes?

—¿Ya? —preguntó Dita levantando un poco la voz al tiempo que se le arqueaba una ceja como un signo de interrogación.

—Sí. ¿Ya hubo sexo entre usted y este tal Martín? —insistió Rubinstein.

—Sí.

—¿Y?

—Maravilloso. 

—¿Qué más?

—¿Qué pasa doctor? ¿Quiere que le dé detalles?

—Solo si usted lo encuentra necesario... como en otras ocasiones con otros hombres con los que mantuvo relaciones sexuales.

—¡Touché! —respondió Dita con una sonrisa sarcástica.

—¿Qué tal este Martín en la cama? ¿Qué edad tiene? ¿Es dotado? —preguntó el terapeuta.

—Muy bien todo y no voy a entrar en detalles—respondió ella convencida de que tal interrogatorio por parte de Rubinstein no era más que una provocación montada más que un interrogatorio real —Martín es apenas unos meses mayor que yo y por lo demás no tengo reproches por su miembro y el uso que hizo de él dentro de mí—contestó con simpatía.

—Bien. ¿De qué quiere hablar sobre Martín entonces? Sabemos que es profundo y complejo, ¿qué más?

—Es inquietante.

—Siga. Cuénteme qué la inquieta de Martín, por favor.

—Bueno —suspiró— Martín es complejo, habla con metáforas, analogías; habla desde el discernimiento entre lo correcto del pensamiento crítico y lo inmoral en los hechos concretos. Martín entiende y sabe lo que es el amor heroico porque lo conoce y hasta me atrevo a decir que en más de una ocasión lo habrá sabido llevar a cabo. Martín sabe de amores no correspondidos y penas perpetuas, eternas, sinfín. Él como pocos conoce el dolor, el sufrir, la agonía de perder lo que se quiere en el aquí y ahora de los tiempos y aún así reconoce que el amor legítimo es el que deja libre al ser amado, el que deja libre por siempre corriendo el riesgo de pagar con el olvido tal libertad—los ojos de Dita se inundaron de tristeza—, el precio más alto que una persona pueda llegar a pagar, incluso, el precio del desprecio.

—¿Cuándo vuelve a encontrarse con Martín? —preguntó intrigado Rubinstein.

—No lo sé. Nadie lo sabe.

—¿Por qué dice eso?

—Porque Martín desapareció.

—¿Cómo lo sabe?

—Hace una semana que no sé absolutamente nada de él. Es el precio, doctor, es el precio. —Dita volvió a quedarse quieta, hundida en sus propios pensamientos con la mirada fija en algún punto del otro lado de la calle....

Eclipse de lunas. Capítulo II: Café.

Capítulo II: Café.

De pronto lo vio cruzar la avenida directo hacia ella. Llevaba efectivamente su campera de gabardina verde y pantalones gris obscuro.

Lo vio y respiró aliviada.




 Martín la miró por encima de sus anteojos de sol sonriente mientras la señalaba con el índice de su mano derecha. ¡Ahí estás, Dita!—exclamó antes de dar los cuatros pasos largos antes de llegar a ella para saludarla con efusividad.

 —¡Hola!—le respondió Dita con una timidez que la desconcertó por un instante.

—¿Qué hacemos?—le preguntó siguiéndola a la par con dirección hacia la esquina. —Bien, ¿estamos yendo a...?

—No sé, busquemos algún lugar para tomar algo—respondió Dita mirando hacia ambos lados buscando un bar donde refugiarse. Encontraron uno a mitad de cuadra sobre Av. Belgrano. Entraron y pidieron un café y un capuchino.

 A Dita le gustó Martín.

A Martín le gustó Dita. 

Martín hablaba con una verborragia que a Dita le resultó encantadora. Mientras Martín gesticulaba y sonreía al hablar, ella observaba esos detalles que la fascinaban, él parecía tenerlos todos y Dita estaba dispuesta y preparada para escudriñarlos uno por uno, a todos ellos.

Ya antes de sentarse le gustó medirse al lado de Martín, que le llevaba más de una cabeza en altura, incluso calculó que, llegado el caso, se tendría que estirar un poco para abrazarlo estando de pie.

También pensó que si surgiera la posibilidad de besarlo tendría que ponerse en puntitas para llegar a rodearle el cuello con los brazos.

A Dita le gustaba Martín.

La fascinó ese pelo alborotado, lo suficientemente largo para se le rebelaran algunas ondas. Pelo castaño claro apenas pincelado por esporádicas y sutiles líneas cenicientas. Se imaginó hundir sus manos en esa cabellera sedosa y alocada. Absorta en sus pensamientos llegó a ver, ante los ojos de su mente, sus propios dedos peinando esa maraña de rulos suaves.

Martín le preguntaba cosas como a qué se dedicaba ella, y si vivía muy lejos de su lugar de trabajo. Dita fue respondiendo risueña entre sorbos de capucchino y breves carcajadas. Nuevamente cuando Martín retomaba el hilo de sus pensamientos, profundos, elocuentes y los volcaba a la conversación, Dita no podía evitar quedarse vagando en las peculiaridades de él.

 Dita descubrió las manos de Martín.

Las vio fuertes y delgadas. Firmes. Dedos largos. Manos expresivas. Las imaginó cálidas sobre su piel. Pudo pensar la suavidad del tacto de aquellas manos sobre su propia piel. Ese mero pensamiento la sedujo por un instante, fugaz, inquietante. Decidió seguir descubriéndolo, recorriéndolo y halló que Martín era del tipo de hombres que a Dita la enamoraban: tenía pelos en el pecho. La medida justa; ni un suéter velludo que lo cubriera por completo ni el torso lampiño que no le generaba nada. Se quedó allí, en esos pelitos que se asomaban curiosos por el cuello abierto de su camisa oscura.

 A Dita le fascinaba Martín.

Mientras él hablaba ella contestaba metida de cabeza en la personalidad de él pero sin poder sacarle los ojos a su cuerpo, su postura, su particular gestualidad.

Y entonces vio su boca, labios carnosos que la llamaban, la hipnotizaban y la perdían en ellos.

Le encantó el timbre de su voz, le gustaba no solo el sonido de la voz de Martín sino que también la atrajo las palabras que pronunciaba y el modo en que salían desde las profundidades de su ser, de su pensamiento abstracto y complejo. Más precisamente la maravilló el sonido de las palabras, que ella conocía pero que al salir de la boca de Martín cobraban un significado mayor. A Dita la voz de Martín le resultaba con peso, con autoridad, con firmeza en el decir; la seducía imaginarse esa voz susurrándole al oído las palabras que le gustaban.

Martín: ¿Y vos?  ¿Estás bien? ¿Viste cagona que no soy un monstruo?

Dita: Sí— sonrió abiertamente—para nada lo sos, sino todo lo contrario.

 Martín llamó al mozo, pagó la cuenta y se levantaron manteniendo la cercanía, haciendo de la distancia entre ellos un roce de pieles, de ropas.

Martín tuvo la enorme y apreciada caballerosidad de adelantársele para abrirle la puerta y ese gesto simplemente la hechizó.

 Llegaron a la esquina, Martín le tomó la cara entre ambas manos y la besó en la mejilla con infinita ternura.

Dita dio media vuelta para buscar su auto en el estacionamiento, sentía en todo el cuerpo el de Martín.


Eclipse de lunas. Capítulo I: Mensajes.

 Capítulo I: Mensajes.



05:27 p.m. Martín: bueno, cuando sepas aprox me decís y nos vemos... y te cagás de miedo... y tenés para irte pensando en el tráfico

 

05:28p.m. Dita: ok, me tomo el bondi hasta allá

 

05:28p.m. Martín: por qué? no te vas en auto? no venís a buscar un auto?

 

05:28p.m. Dita: el auto lo dejé lejos de la oficina

 

05:29 p.m. Martín: pero no es ese el motivo por el que venís a Belgrano y 9 de julio? me estás mareando pendeja...

 

05:29 p.m. Dita: con?

 

05:30 p.m. Martín: con ese orto que movés en mi imaginación mientras me montás de espaldas. basta, avisame hora y lugar

 

05:31 p.m. Dita: bueno.

 

Cerró el chat, y el resto de los programas de su computadora de trabajo. En el baño se retocó apenas el maquillaje. Regresó a su escritorio. Su compañero de trabajo con el que mantiene esporádicos encuentros íntimos se había sentado en la silla giratoria frente a la de ella; la esperaba con una sonrisa confidente. Ella lo miró simpática, se le acercó un momento para sacar un pequeño frasco de su cartera; se perfumó con su Carolina Herrera y lo volvió a guardar. Ella le extendió su muñeca izquierda para que él pudiera olerla, él se la tomó con firmeza y se la llevó a la nariz para olfatearla sonoramente. —¡Hummmmm.... Muy rico!—volvió a sonreír. Ella tomó sus celulares, guardó en el bolso el laboral y se quedó con el personal en la mano.

 

—¡Buen fin de semana!—saludó a todo el piso camino a los ascensores.

 

—Esperá que bajo con vos— le dijo su compañero mientras tomaba sus cosas de su propio puesto de trabajo.

 

—Cuando se abrió la puerta del ascensor lo esperó en el umbral para detenerlo. Salió el muchacho y ambos aguardaron a que se cerrara la puerta para besarse con frenesí durante todo el trayecto descendente hasta alcanzar la planta baja. Segundos antes de que se abriera la puerta se despegaron presurosos para evitar ser descubiertos. Saludaron con simpatía al personal de vigilancia del edificio y salieron juntos, pero separados.

 

—¿Qué hacemos? —le preguntó ya en la calle invitándola a pasar un momento juntos en el hotel que solían frecuentar.

 

—¡Hoy tenés franco! —le contestó con una sonrisa fresca— Mirá, tengo dos opciones, una está a algunas cuadras de acá y la otra en Parque Leloir. Primero voy a la cita cerca de donde dejé el auto en Belgrano y 9 de Julio, ahí veré qué hago. ¿Vos?

 

—Bueno, si ya tenés planes entonces voy al gimnasio—le contestó resignado a no ser el elegido esta vez.

 

—¡Dale! ¡Buen fin de semana y disfrutá! —lo saludó con un beso cálido en la mejilla. Cruzó la avenida y se subió al colectivo que la dejaría cerca del lugar de encuentro con Martín.

 

05:51 p.m. Martín: te fuiste?

 

En el trayecto intentaba imaginarse cómo sería aquella cita. Martín le había negado toda imagen de él, solo le había dicho que le iría a gustar. Ella insistió tanto cuánto pudo para que le enviara una foto, no importaba de cuándo fuera, pero una sola imagen para tener una idea de cómo sería aquel hombre de 42 años, de 1,85 de altura, delgado, dueño de una personalidad que la atraía poderosamente y del que desconocía prácticamente todo.

 

La inquietaba no sólo su aspecto, sino también el poder de atracción y seducción que ejercía sobre ella. Sobre ella, precisamente, justo a ella que acostumbraba generar intrigas en los demás; y ahora se hallaba presa de las intrigas de un total desconocido que la seducía desde sus palabras tan oportunas, tan infalibles. La había seducido su gran sentido del humor, la ironía les era común a ambos.

 

06:04 p.m. Martín: hola?

 

Dita bajó del colectivo y caminó una cuadra para poder llegar a la esquina y cruzar la ancha avenida. Esperó semáforos y caminó decidida hacia un encuentro con sus temores. Temía que el hombre con el que se encontraría no fuese más que un fiasco. Una caricatura de lo que él intentaba ser, más que lo que realmente era. Sentía la adrenalina en el cuerpo. Llegó a la esquina del encuentro y observó a todos los hombres con detenimiento buscando a aquel de campera de gabardina verde y pantalón gris obscuro.

 

06:13 p.m. Martín: no te la puedo creer!!!

 

Fue hasta la puerta del Banco Santander sobre Av. Belgrano. Miró a ambos lados. Ningún rastro de Martín. Esperó impaciente.

 

En la esquina había una muchacha apoyada en el borde de uno de los ventanales del Banco Galicia. Decidió imitar a la joven y también se apoyó en aquel ventanal en un intento de amortiguar la espera.

 

El celular chilló un mensaje de correo electrónico.

 


18: 15: De: Martín

 

            Para: Dita

 

Te fuiste sin avisarme para verme?

 

Mmm esperaba que de hacerlo me avisaras...

 

Una pena..

 

Beso.

 

Enseguida lo contestó:

 

18:16: De: Dita

 

            Para: Martín

 

Estoy sentada en el Galicia

 

Luego volvió a escribir:

 

18:18: De: Dita

 

            Para: Martín

 

Qué hago? Te espero o me voy?

 

Recibió enseguida:

 

18:18: De: Martín

 

            Para: Dita

 

donde estás y voy

 

Belgrano en el Santander?

 

Le llegó otro mensaje:

 

18:21 De: Martín

 

           Para Dita

 

hello? voy? a cinco min de ahí...confirmame y ya

 

 

 

Finalmente respondió:

 

18:23 De: Dita

 

           Para: Martín

 

Venite, estoy sentada en el Galicia de Av Belgrano,

 

 

 

Y la serie de correos culminó con...

 

18:23: De Martín

 

            Para: Dita

 

voy

 

Cerró el celular y lo escondió entre sus manos. Se entretuvo observando a los transeúntes ir y venir por la vereda frente suyo. Observaba con detenimiento las caras que se le cruzaban incansables, caprichosas, aleatorias.

 

De pronto lo vio cruzar la avenida directo hacia ella. Llevaba efectivamente su campera de gabardina verde y pantalones gris obscuro.

 

Lo vio y respiró aliviada.

 


 

 

¿Continuará...?

La secretaria. Capítulo II: El viaje.

 Capítulo II: El viaje.



Llegó a la esquina donde se detenían los charters a recoger a sus pasajeros para llevarlos de regreso a casa. Miró la hora, eran las 18:07. La Sra. Rachel, de la empresa de charters que Jay había contratado le había indicado telefónicamente, que esperara el charter de las 18 en aquella esquina. Lo reconocería porque tenía impreso el nombre de la empresa de transporte en ambos lados del inmenso micro de larga distancia. Por fin lo vio doblar en la esquina, tomó el comprobante del pago electrónico para mostrárselo al chofer en cuanto se subiera al vehíchulo. Dejó pasar a un par de señoras regordetas cargadas con carteras y bolsas de boutique, un hombre mayor de traje oscuro le cedió el paso para que subiera. Con una sonrisa amplia Jay aceptó la gentileza y subió. El chofer le sonrió con simpatía y le preguntó si era pasajera eventual, ella le explicó mostrándole el comprobante de pago que en realidad a partir de ese momento sería pasajera habitual de ese horario en aquella parada. El chofer la invitó a sentarse en el primer asiento, le indicó gentilmente que cuando recibiera el abono mensual le asignarían un asiento fijo en ese coche. Jay se acomodó en la mullida butaca aterciopelada. Se reclinó en el asiento y descansó la cabeza en el confortable respaldo. Se puso los auriculares y encendió la música que la transportaría a un mundo de sensaciones.

Cerró los ojos y se dejó llevar... sintió de pronto la inclinación del cuerpo cuando el micro subió a la autopista. La vibración del motor la estremeció sutilmente. La velocidad hizo que el cuerpo se le adhiriera contra la mullida butaca. Abrió los ojos y miró hacia adelante. Una multitud de brillantes lucecitas rojas avanzaban como cardúmenes de peces persiguiendo el horizonte agonizante de sol. Miró por el espejo retrovisor al chofer que sorpresivamente le devolvió la mirada con una sonrisa en los ojos. Las mejillas se le incendiaron, esquivó esos ojos profundos y con cierta incomodidad se volteó para observar el inminente atardecer.

La velocidad del charter, la oscuridad dentro y fuera del vehículo, el cansancio por el primer día de trabajo, el perfume que emanaba la butaca, el maduro y atractivo chofer que le sonreía desde el espejo retrovisor... la excitaban.

Para su sorpresa, podía sentir en el cuerpo los movimientos, sutiles o no, del gigante rodado como movimientos propios. Las frenadas suaves, los arranques, cada pase de cambios, cada aceleración, cada curva, cada levísimo cambio en el andar del charter le repercutían en el cuerpo. Los sentía como propios. Sentía como si el chofer la estuviese conduciendo a ella en lugar del autobus. Volvió a cerrar los ojos para hundirse en la profundidad de sensaciones que le despertaban aquel viaje. La velocidad se incrementaba, la vibración sutil se le colaba por entre las ropas, se sintió de pronto parte de esa mole de metales, combustible, gases, relojes. Era ella quien se confundía con el resto de autos en la  concurrida autopista. Era su viaje.


La secretaria. Capítulo I: Guarda secretos.

Guarda secretos.



Lunes 8 de abril, 17: 45 hrs.

—Sueño que cogemos.

—¿Quiénes? —preguntó instantáneamente por acto reflejo, sin pensarlo siquiera, arrepintiéndose de inmediato por la inocultable curiosidad.

—Nosotros. Bah, él y yo —contestó la mujer con la mirada perdida en alguna parte de su interior más profundo, sin pestañear, sosteniendo su café con ambas manos a la altura de la boca.

 Jay bebió su capuccino en silencio junto a la máquina expendedora de café. Aún no lograba entender del todo cómo había llegado a crearse tal clima de intimidad para que aquella mujer acabara de hacer ese comentario que la exponía tanto. Un comentario que la desnudaba por completo y que en poder de personas malintencionadas podría llegar a ser sumamente peligroso.

Jay concluía así su primer día laboral en las oficinas de Clayton's Inc.

Saludó con un beso, que intentó ser cálido, en la mejilla de la señora de Contaduría que aún permanecía inmóvil junto a la máquina de café, aferrada con ambas manos al tibio vaso de tergopol con su café expresso intacto y la mirada hundida en sus propias fantasías con Gerard, el jefe de maestranza del piso. 

Tomó su cartera, acercó el sillón de cuero al escritorio que le habían asignado, saludó con un gesto mudo al muchacho que la cruzó camino a los ascensores y partió rumbo a casa.

De regreso en el charter que había contratado de ida y vuelta a su nuevo empleo hizo el balance obligado de su primer día de trabajo.

Llegó puntualmente cinco minutos antes de las 9 a.m. Se presentó ante la oficina de recursos humanos para que le dieran las llaves de los cajones de su escritorio y locker privado dónde dejaría más tarde sus pertenencias. La recibió Cecil, la jovencita rubia de mirada alegre y hoyuelos en las mejillas. La misma empleada que antes había aceptado su solicitud de empleo para el puesto de Secretaria Ejecutiva de Dirección de las tiendas Clayton's Inc. La misma jovencita que flirteó con alguien por teléfono mientras Jay intentaba ser lo más precisa posible completando sus datos, sus objetivos personales y profesionales. La misma que mostró su par de largas piernas cuando salió detrás del mostrador para retirar los papeles de las aspirantes que aguardaban nerviosamente a que fueran llamadas para ser entrevistadas por uno de los dos Directores del Área Comercial de Clayton's Inc.

Jay había visto el anuncio en el que pedían Secretaria Ejecutiva en el periódico online al que estaba subscripta. Enseguida le interesó el puesto. Enseguida envió sus datos, antecedentes y pretensiones tal como lo requería la publicación. A los dos días le habían respondido el correo pidiéndole la confirmación de que podría tener una entrevista el día siguiente a las 15 en las oficinas de Clayton's Inc. Enseguida respondió que iría con gusto a la reunión. Enseguida la contrataron satisfechos de haber elegido a la correcta para el puesto.

En cuanto llegó uno de los directores al que debía de asistir, el Señor Ray, la llamó a su oficina para darle la bienvenida a la empresa, a la famosa cadena de tiendas Clayton's Inc.

Ray enseguida le resultó asquerosamente atractivo. Con su traje impecable, su perfume sutil, su mirada intimidante. Jay le agradeció la bienvenida y le ofreció un capuccino de máquina. Ray rechazó el ofrecimiento con gentileza y le informó que prefería el café de filtro si no le resultaba demasiada molestia.

Cerca de las 10 se convocó una reunión en la sala grande para que todos los empleados conocieran a la nueva secretaria de Clayton's Inc: la señorita Jay.