jueves, 24 de noviembre de 2011

Iris, de DitaStonehenge






Con peso muerto caminaba despacio y mirando el suelo. Las manos en ambos lados del cuerpo marcaban el ritmo de los pasos que resonaban en todo el pasadizo. Los tacones dejaron un rastro húmedo y carmesí hacia su destino incierto. Lo que había acabado de hacer abría una puerta y sellaba definitivamente la vida que había sobrellevado hasta hacía no más de algunas horas… o apenas minutos. Sin mirar hacia atrás, se dirigió hasta el final del callejón. Buscó en el fondo del bolsillo la llave con la que abría su refugio. Su frío y solitario refugio.

Entró por una puerta angosta y oxidada al galpón desierto. Encendió una luz y pudo ver la puerta del amplio ascensor de cargas, sucio y vacío. Presionó un número y fue a la oscura nada. El rechinar de las cadenas y poleas se quedaron por un rato en su mente, aturdida. Envuelta en un manto de polvo avanzó hacia el centro del gran salón. En el medio, una bombilla de luz delimitó un círculo claro y definido donde estaban todos sus muebles, mientras que todo el espacio restante y desierto, quedaba a oscuras. Este era su universo. Su vida. Su todo.

Se despojó, imperturbable, de su abrigo y lo dejó caer en una única silla de bar. Se descalzó mientras se acercaba a la heladera dejando a su paso el par de zapatos de tacos altos. Descalza se la veía más menuda y frágil. Vulnerable y débil. Del viejo congelador tomó una botella de agua helada y la bebió insaciable hasta la última gota. Se acercó al sofá del centro de la luz y se dejó caer, pesada.

La iluminación parpadeaba y amagaba en apagarse de a ratos. El sonido de un tren estremeció las paredes e intentó desmoronar su pasible tranquilidad. A través de las ventanas mugrientas se veía nítidamente una lejana luz de neón, que se encendía y apagaba antojadiza. Con los pies extendidos sobre el apoya brazos del sofá, las piernas entreabiertas y los brazos muertos sobre el estómago miraba hacia el techo que no podía ver. Escuchaba atentamente el ronroneo de un tubo fosforescente que la adormecía.

Con los ojos entreabiertos observaba entre sueños cómo comenzaban a desdibujarse las cosas que la rodeaban, que se trasformaban en el lugar de algún crimen.

Iris era una puta que por cincuenta pesos ofrecía un sinfín de servicios. Desde una felatio en la calle hasta penetración anal. Con sólo veinte años de edad tenía casi una década de oficio. Las manos resecas y las uñas despintadas la hacían parecer una ama de casa descuidada. Siempre se la encontraba en un barsucho de mala muerte entre las 2 y las 4 de la madrugada, antes o después estaría trabajando en lo único que sabe hacer.

Apenas eran las 2:30 y aquella noche era como todas: con borrachines dormitando en los rincones, chicas consiguiendo clientes, jóvenes inexpertos ansiosos en descargar toda su juventud, maridos insatisfechos repasando entre trago y trago alguna buena excusa para demorar el regreso a casa. 
                                      
Un viejo disco de Jimi Hendrix sonaba de fondo, mientras un único camarero se paseaba por todas las mesas, sacando vasos vacíos y reponiéndolos por otros llenos. El lugar tenía la clientela de siempre. Iris también estaba allí.

Enfundada en un minishort de lúrex fucsia, que le dejaba al descubierto gran parte de los cachetes, buscó un respiro en una solitaria mesa al fondo del salón, detrás de las viejas mesas de billar. Con un trago en una mano y un cigarrillo en la otra, caminaba contoneándose toda, revoleando una carterita de plástico con forma de corazón. Se sentó cruzando las piernas red y comenzó a balancear los pesados tacones al ritmo de la música. Era el cuarto trago y un eructo de vez en cuando la despertaba. El pelo marchito y despeinado, el rimel corrido de varios días, la boca reseca y rosada hacían de ella un retrato abstracto de lo que intentaba ser.

Un joven, en la otra esquina del bar, apoyado en la pared y bebiendo de a ratos su cerveza, no podía dejar de mirarla. Una mano en el bolsillo del jean y la camisa a cuadros entreabierta de franela azul le daban cierto aire de despreocupación… mientras recorría a la joven incansablemente.

La chica absorbida en su trago tarareaba una vieja canción de blues mientras jugueteaba con el pequeño hielo que había sobrevivido a ser molido entre sus dientes.

El muchacho se acercó decidido, la tomó de un brazo y le susurró algo al oído. Iris dejó su vaso muerto en la mesa, se sacó parte del minishort de la cola y lo acompañó hacia la puerta. Ambos salieron sin mirar atrás.

En el centro del círculo de luz, una mesita ratona con un cenicero atiborrado de colillas de cigarrillos, un florerito de plástico con dos violetas secas y un portarretratos vacío. En el piso, un viejo teléfono negro y un ventilador de tres hojas, de las que solo quedan dos. Con los pies entumecidos se acomodó mejor en el duro sofá desvencijado. La tristeza hacía años que se había colado por las hendijas del galpón abandonado, y había decidido quedarse por siempre. Una lágrima hizo un tremendo esfuerzo por caérsele por la comisura del ojo, pero no lo hizo; se quedó allí hasta secarse y desaparecer. El zumbido del tubo de pronto se detuvo y consiguió oir los ruidos de una ciudad extinta. Lentamente y adolorida se incorporó y se acercó a una de las ventanas. Por un hueco en el vidrio sucio pudo ver la calle que ahora estaba agonizando y habitada por animales nocturnos. Algunos perros se habían amontonado junto a un volquete de basura, entre diarios amarillentos y mojados.

Iris caminaba junto al joven en silencio, oyendo el murmullo de sus palabras pero sin entenderlas. En su mente los sonidos pasaban de largo y despojaban de sentido la conversación. Llegaron a una casa y entraron despacio, como en un sueño aletargado y denso. Subieron dos pisos por una escalera que los condujo a una habitación cerrada con llave. El joven abrió la puerta y pasaron. Era un altillo oscuro, solo iluminado por las luces de afuera. Haces azules teñían las sábanas de una cama de hierro macizo.

Iris se sentó en la cama y comenzó a desvestirse mecánicamente mientras él cerraba con llave la puerta. En un segundo ambos se quedaron desnudos. Ella se recostó en el medio de la cama con las piernas abiertas y encendió un cigarrillo mientras él solo se limitó a masturbarse un momento antes de penetrarla. Fuera, la noche se cerraba mientras el sexo de Iris intentaba abrirse para facilitar un poco las cosas. Con ritmo constante el joven la embestía sin que ella dijera nada, ni gimiese, ni reaccionara apenas. Constante en sus movimientos el muchacho se excitaba cada vez más, en tanto que Iris recordaba aquel momento de su infancia cuando un día, en el parque, su mejor amigo, aquel chico que tanto le gustaba, le confesaba su amor por otro compañerito de curso. Iris había pasado una semana entera sin querer volver a la escuela. Durante siete días no había comido y durante otras siete noches no había dejado de llorar. Con la mirada cosida al techo se podía ver a sí misma con un hombre encima, refregándole su sexo en sus entrañas. Ensuciándola por dentro y por fuera. Embadurnando aún más sus dolorosos recuerdos de niña.

Sin detenerse y frenético el joven la tomó fuertemente de las manos, al ritmo que su pene la atravesaba cada vez más y la llenaba con todo su grosor entrando y saliendo sin respiro. Iris se dejaba hacer y hurgaba en sus recuerdos la respuesta del por qué estaba allí, así, entregada. Ahora el muchacho la daba vuelta y la ponía boca abajo, mirando hacia la ventana mientras la sostenía por la cintura y la embestía de nuevo por detrás. Apoyada sobre sus rodillas y manos, Iris pasiva y en silencio escuchaba a lo lejos los gemidos placenteros de su compañero casual. El golpeteo de sus pechos entre sí comenzaba a sonar cada vez más fuerte en la profundidad del cuarto. De pronto, se aferró a uno de las barrotes oxidados de la cama, que con el ir y venir del joven había comenzado a aflojarse, en tanto comenzaba a sentir un agudo e intenso dolor en el interior de su ser, y de su mente.

Otra vez se alejó de la ventana que daba al callejón y se volvió hacia el centro de la habitación iluminada. Un ratón atravesó corriendo el cuarto pero de pronto se detuvo a mitad de camino, a observarla, y decidió seguir el trayecto hasta detrás de la vieja heladera. Se apoyó en el respaldar del viejo sofá y se pasó la mano por la cabeza. El pelo pegajoso olía a sangre. Se miró la mano y vio la punta de los dedos manchados, los olió y confirmó el dulce olor de la muerte, pero también el de la vida.

El barrote terminó zafándose e Iris se quedó con el pesado tubo en la mano… el intenso dolor le hizo cerrar los ojos y estallar en un grito de repulsión y locura. En un espasmo de furia se dio vuelta y le clavó el caño al muchacho en el pecho al momento que éste comenzaba a tener un descomunal orgasmo. Empuñando el trozo de metal se quedó paralizada, viendo cómo el joven atravesado caía de espaldas al suelo expulsando borbotones de semen y sangre en medio de estertores de vida y muerte.

En absoluta quietud unas tremendas luces la enceguecían en el centro de su frío y solitario refugio. Afuera, la luz de neón parpadeante se confundía con luces rojas y azules. Una sirena le empezaba a perforar el cráneo al tiempo que cuatro agentes armados la esposaban sin dejar calzarse los zapatos de tacos ensangrentados.

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