Cuando uno es inmortal, literalmente no tiene nada que perder. Si me dan a elegir entre EXPERIENCIA y MORTALIDAD o INEXPERIENCIA e INMORTALIDAD, elijo ésta segunda. La decisión es obvia. Tengo toda la vida para equivocarme, incansablemente.
El día
siguiente lo sorprendió agotado y deseando que aquel sueño no tuviera fin.
A ella
también. Ese sábado caluroso de octubre, llegó a su casa más tarde que de
costumbre. Pero no le importó. El hombre con el que convivía aún no había
llegado, eso la alivió. Se recostó con una sonrisa extraña. A la mañana
siguiente quiso que el tiempo transcurriera veloz para que por fin se hiciera
el primer martes de clase, más precisamente, que fuera el martes, a las 19
horas. Se sucedieron los días y un par de veces la sorprendieron pensativa con
una mueca difícil de descifrar. "En qué estarás pensando, vos..." se
animó a exclamar Francois, en un español afrancesado, en la cocinita del
instituto de idiomas para el que ambos trabajaban. Él obviamente enseñaba su
francés natal, y ella, inglés. —¡En nada, Fransuá! ¡En nada! —respondió por
acto reflejo mientras seguía batiendo estúpidamente el preparado que luego se
convertiría en café instantáneo. Nunca un alumno nuevo la había inquietado
tanto.
El martes
llegó finalmente. Llegó puntual. Tocó el portero eléctrico y esperó impaciente
a que bajara a abrirle la puerta de entrada al edificio. Esta vez no hubo
testigos. Un beso fugaz en la mejilla y la incomodidad de estar juntos y solos
en el ascensor podía percibirse en la atmósfera. La clase fluyó con normalidad,
es decir, nadie hubiese adivinado el torbellino que los invadía por dentro.
Luego de puntuales 60 minutos de clase y de frases con verbos auxiliares,
afirmaciones, negaciones e interrogaciones por fin se pudieron quitar los roles
de profe y alumno por un rato. —Bueno, esto es todo por hoy. Espero que puedas
hacer los ejercicios que te dejo y ya sabés que cualquier consulta que tengas
la podemos revisar la próxima clase. —Un silencio impertinente, incómodo, se
interpuso y él atinó a decirle "Gracias." Lo miró confundida y él
sólo lanzó un "gracias... te lo digo porque fuiste muy clara con la
primera lección y me gusta escucharte hablar, digo, me gusta cómo me hablás,
no, mejor dicho, me gusta cómo explicás las cosas que hasta hoy me parecían imposibles
de entender y sin embargo ahora veo que no es tan difícil solo es cuestión de
prestar un poco de atención y listo, la cosa es más clara cuando se presta
atención y... eso."
Sonrió, él
se sonrojó. Bajaron los siete pisos a la realidad en silencio, esquivándose las
miradas. —¿Te espero el sábado a la tarde? —, preguntó él tímidamente. —Sí.
Tratá de hacer los deberes, ¡eh! —, contestó. Se despidieron con un beso
peligroso, y la piel les quemó.
Condujo
hacia su casa con una sonrisa que no pudo disimular. Él, tampoco. En el
ascensor trató de absorber su perfume aspirando profundamente. Cerró los ojos y
recordó los de la profe. Ojos que jamás podría olvidar. Ojos profundos,
melancólicos, de color café, de una intensidad inquietante. Aquellos ojos que
lo recorrieron de pies a cabeza en silencio, despojándolo de todo pudor. Se
sirvió un gin tonic y se sentó en el medio de su gran sofá azul marino. La
mirada clavada en la pared blanca sin poder entender qué le pasaba en el
cuerpo. Por qué esa sensación temblorosa de vértigo. Como si acabara de bajarse
de una gigantesca montaña rusa: "La vuelta de la Muerte" o algo
parecido. En total y absoluto silencio fue juntando fragmentos de esa tarde que
le sería imposible olvidar. Una tarde imborrable. La llegada a su vida de una
extraña que ya le había alterado el universo. La profesora de inglés, ella, la
que fue capaz de hacer que su mundo dejara de existir por unas fugaces ¡siete
horas! Comenzó a reír. Una carcajada se le escapó en una explosión que lo
sobresaltó inesperadamente. ¡Siete horas con una extraña en mi departamento! No
podía creer lo que acababa de sucederle, y para colmo, estaba ahora solo, nadie
con quien compartir la reciente anécdota... Estuve en mi departamento más de
siete horas con una chica, de unos veintitantos atractivos años, a solas,
charlando, riendo, dejándonos llevar por la conversación y la adrenalina de la
novedad, dejándonos seducir mutuamente... y no me di cuenta de la dimensión del
suceso— pensó nuevamente. Por un instante se le ocurrió llamar a Rolo por
teléfono para contárselo, pero desestimó la idea en seguida. "¡No me va a
creer el boludo! ¡Se me va a cagar de risa!", imaginó. "Ruso, ¿qué te
tomaste que te pegó tan mal?", imitó la voz de su amigo.
Se sacó el
jean y lo reemplazó por un short negro, se sacó la camisa y se calzó la correa
del bajo al hombro. Encendió la computadora, los parlantes, conectó el
amplificador, sorbió un trago de gin tonic y dejó que la música lo invadiera.
El resto de
aquel sábado 24 de octubre de 1998 concluyó con un cover del legendario Larry
Graham y deseó que todo comenzara a tener sentido. El día siguiente lo
sorprendió agotado y con el fehaciente anhelo de que aquel sueño no tuviera
fin.
Estás muy
linda (como siempre, como hace diez años)
Te mando un
beso grande.
Cuidate
mucho Polaco.
El mensaje
latía en la pantallita del celular. El olor que dejó el paso del tren la
envolvió por completo. Piedra quemada en una mezcla de óxido y tierra. El mismo
tren que la dejaba a pasos de la casa de él. El mismo tren que la devolvía a
hace diez años. Se conmovió un instante... y cruzó el paso a nivel apretando,
en el fondo del bolsillo de la campera, el celular que guardaba esa dulce
dedicatoria de un presente confuso.
Todavía se
olía en el cuerpo el perfume que él le había dejado de la noche anterior. Había
decidido no lavar aquel aroma de presente-pasado que la satisfacía.
Ella había
sido su profesora de idioma una década atrás. Cuando ambos eran inmortales,
cuando se permitían equivocarse a propósito aduciendo errores por la edad, por
la inexperiencia, por la falta de mundo, por falta de vivido, por ser
inmortales.
Ella 26, él
33. Ella en pareja desde hacía unos largos y asfixiantes 6 años.
Se
conocieron y el mundo se detuvo. Era octubre de 1998. Sábado 24. 14 horas. Ella
intuía en el cuerpo que algo iba a sucederle, algo profundo, algo que cambiaría
para siempre su destino, algo que le devolvería la sonrisa, algo.
Él,
también.
Bajó el
ascensor y un señor bajito y pelado le cedió el paso a una señora regordeta de
solero de bambula ajustado. Detrás se asomó él. Médico. ¡Qué alto que sos! dijo
ella, la profe; él se sonrojó. Los vecinos sonrieron con malicia. La empujó
delicadamente dentro del ascensor. Subieron siete pisos esquivando miradas y
hablando del día soleado y la temperatura.
Entraron,
ella le explicó la metodología de las clases de idiomas y le preguntó por qué
había decidido tomar ese curso y de dónde había sacado ese verde profundo para
sus ojos... terminó pensando... si se lo habría quitado al mar verde azulado de
una postal.
Él
contestó, le ofreció algo fresco para beber, encendió un cigarrillo, le
preguntó si le molestaba el humo, si quería que abriese las hojas del ventanal
del balcón que daban hacia la calle, que daban hacia el cielo, que daban hacia
un futuro juntos de ahora en más.
Ella
contestó, se rió, lo sedujo, bromeó.
Él encendió
la luz, le ofreció un cuarto, un quinto café, una tercera Coca-Cola, ¿querés comer
algo?; no, gracias, pero ¿qué hora será?, son las 21:23, ¡cómo se nos pasó el
tiempo!; sí, disculpame que te haya entretenido tanto; no, disculpame vos que
no me haya levantado nada más que para ir al baño, me gusta tu baño; pero de
verdad que soy un desubicado, tu novio te debe estar esperando; no te
preocupes, él siempre llega después que yo; qué bueno saberlo, digo, lo de no
complicarte; para nada, quedate tranquilo; entonces te espero el martes a las
19 para la primera clase; claro, esperame toda la vida que siempre voy a
llegar.
Condujo
hacia su casa con una sonrisa que nada podía disimular.
Y le
robaremos la llave a aquel incauto, insensato olvido de heridas grabadas en los
huesos.
Y nos
esparciremos las cenizas de aquella que ya no es, por el territorio de las
lineas de caras, estupefactas.
Y
llegaremos a casa una fría noche de invierno, nos descalzaremos para
cerciorarnos de que seguimos sintiendo, aún, algo debajo nuestro.
Y nos
beberemos el vino buscando una ventana al cielo.
Nos
miraremos las manos, manchadas.
Se nos
aflojarán las rodillas, nos ahogará una honda pena en la garganta, espléndida,
rebosante de dolor.
Sentiremos
el picor en los ojos de las lágrimas que se amontonan para salir todas juntas,
agarradas unas a otras.
El estómago
se nos revolverá ante el recuerdo de aquel cuerpo violáceo en el piso de
aquella cocina, intacta tras el paso de la Muerte Dama.
La llama
azul danzante en una de las hornallas, nada que quemar, nada más por arder en
su picante calor.
La penumbra
cubriéndolo todo a su paso, ya nada más.
Mil
recuerdos se arremolinarán en nuestras diminutas mentes. Nada entenderemos de
ahí en más. Nada tendrá sentido. No entenderemos la risa de los niños, ni la
felicidad ajena, cuando apenas vamos arrastrando el peso del espanto detrás
nuestro.
Subiremos,
bajaremos escaleras. Saludaremos. Dormiremos. Comeremos. Contaremos anécdotas.
Seguiremos una vida insatisfecha e incompleta. Esperaremos que llamen a nuestro
número. Veremos marcharse a otros en el mientras tanto. Algunos lo esperarán
con ansias. Otros, lo temerán.
Y
volveremos a mirarnos en el espejo sin poder reconocernos.
Y diremos
nuestro nombre, sin pensarlo. Nos convertiremos en zombies autómatas, en entes.
Volveremos
a aquel lugar donde alguna vez reímos hasta las lágrimas, y nos costará
entenderlo.
Nos
serviremos un vaso de alcohol hasta el tope, lo beberemos todo en tres o cuatro
grandes tragos, y aún así el ardor en el pecho será nada comparado al dolor del
corazón.
Gritaremos
escupiendo sangre. Golpearemos paredes hasta destrozarnos las manos, y nada
será semejante al pozo negro en el que ha caído nuestra alma.
Nos
arrancaremos los ojos, la piel, la voz. Nada quedará de nosotros.
Nos
hundiremos, infinitamente, en el hoyo profundo y oscuro de nuestro propio
infierno.
Capítulo XVI: No pasa un sólo día en que no piense en ella...
No pasa un
sólo día en que no piense en ella, desde hace cuatro años.
Desde el
instante exacto en que la vi por primera vez, hasta el último beso de
despedida.
Desde el
instante en que la vida decidió trucar nuestros caminos, para que
indefectiblemente luego deseáramos transitar un nuevo sendero, juntos, por
siempre.
Desde el
perfume inconfundible de su piel.
Desde aquel
mágico e inolvidable instante en que me perdí en sus ojos y nada volvió a ser
igual.
Desde ese
milagroso arrebato de hundir mis dedos en su cabellera sedosa para no querer
nunca más salir de allí, jamás.
Desde el
momento en que nos dijimos con el corazón lo que nunca habíamos creído poder
decir.
Desde
aquella noche en que lloró en mis brazos y no supe qué decirle.
Desde ese
único momento en que deseé haberla conocido antes, que hubiese sido ella y sólo
ella mi mujer, la única.
Y desde
entonces es que cualquier suceso, por pequeño, pueril, insignificante,
cotidiano que parezca, me empuja hacia su recuerdo.
El eco de
su risa resuena aún, lejana y sorda, en mi mente.
La foto de
su sonrisa me transporta a la dicha de sentirme dentro suyo, como nunca, como
nunca después.
Un cielo,
un paisaje, un color, un aroma, una canción, una palabra, un silencio.
Todo tiene
algo suyo porque veo todo a través de su recuerdo.
Una
película, una tristeza, una tela, una ventana, una dicha.
Inequívocamente
me hace saltar hacia el abismo de no tenerla.
Mirarme las
manos, sacarme los lentes y esperar sus caricias, en vano, me hunde el pecho y
me cierra la garganta.
Dita
escuchaba en silencio aquella profunda declaración de amor, que no le
correspondía ni le pertenecía y sintió que se le humedecían los ojos. Entendía
perfectamente ese sentimiento puro, genuino, auténtico. Se reconocía haber
estado ella también en ese lugar, en las sombras de la pena. En la angustia del
tiempo que no pudo ser.
Se
reconoció en no dejar pasar ni un sólo día sin pensar en aquel alguien...
La puerta de entrada del caserón de Belgrano se abrió tras un
sonido metálico. La cara de Rubinstein se asomó amable con una sonrisa. Dita entró
y estrechó una mano a su terapeuta, se recostó plácida en el diván frente al
gran ventanal hacia la calle, dejó la cartera a un costado junto a su cuerpo.
─ ¿Cómo está?
─preguntó Rubinstein mientras servía café en un diminuto pocillo blanco.
─Bien.
─Mis
condolencias. Supe lo de su hermano, y lo de su hermana─ expresó Rubinstein
mientras le alcanzaba el platito con el pocillo de café, amargo.
─Gracias. ─
Dita sorbió apenas el café humeante. Al cabo de unos minutos y con la mirada
fija en el celeste cristalino que contemplaba a través de la ventana se
recompuso y exclamó: ─ ¡Apareció Martín! ─con notable ánimo de cambiar de tema.
─ ¿Martín?
Recuérdeme quién es Martín, por favor ─Rubinstein encendió su Tablet con la
intención de rastrear aquel nombre en el historial de su paciente.
─Martín es
aquel que un día conocí y con el que supe recuperar mi esencia, en aquel
momento creí haber reencontrado mi ser. Le hablé de Martín doctor. Busque en
sus archivos. Martín es un hombre de cabello enrulado, de pelo en el pecho, de
profundidades abstractas, Martín es el hombre que me habló de amor heroico. ¿Lo
encontró? Si no lo ubica le cuento que lo busqué y lo encontré.
─ ¿Por qué
recurrió a Martín?
─ ¿Por qué
no?
─ ¿Para qué
lo buscó?
─Lo busqué
porque sí.
─Esa es una
respuesta infantil, permítame decirle.
─Lo sé. Y
tampoco me importa. Necesitaba reencontrarme con Martín. Subirme a su locura
genial. Necesitaba volar con él. Martín me transporta a otro estado.
─ ¿Necesita
a Martín para evadirse, acaso? ─punzó el terapeuta sagaz.
─No. No me
evado con él sino todo lo contrario, me reencuentro. Martín es un enlace a mi
esencia. ─Dita terminó el café y dejó el pocillo en su platito en una mesa
junto al diván.
─ ¿Cómo fue
su reencuentro con Martín, entonces?
─Inesperado.
─Creí
entender que lo había convocado, ─se excusó el terapeuta.
─Y sí, lo
busqué yo. Le escribí un correo diciéndole que quería verlo y él me respondió
que también quería un encuentro y entre idas y venidas de correos, logramos
vernos. Coincidir con Martín no es tan sencillo, doctor.
─ ¿Por qué?
─Porque
tiene sus tiempos.
─Y usted
los suyos, como todo el mundo. ¿Por qué cree que los tiempos de Martín son
particularmente complejos?
─Bueno, no
lo sé exactamente. Sé bastante poco de él ahora que lo analizo con usted.
Dita volvió
la mirada hacia el ventanal abierto que daba hacia un cielo profundamente
celeste.
─ ¿Volverán
a verse? ─indagó Rubinstein.
─Eso espero─
contestó Dita sin dejar de contemplar el cielo desde la ventana.
Camino a
casa, mientras conducía su auto, evocó en las profundidades de sus recuerdos,
sus charlas con Martín. Hubiese preferido conocerlo en otro momento de su vida,
lamentó.
Si tan solo
sus caminos se hubiesen cruzado más temprano, sin tantas heridas sin sanar.
Estacionó el auto en la calle y entró a su casa. Se descalzó al tiempo que
dejaba su cartera colgada en el perchero junto a la puerta de entrada. Abrió la
heladera y se sirvió una copa de vino blanco, frío.
Las gatas
corrieron a recibirla y se acomodaron en el sofá junto a ella. La soledad en
aquel momento, aquella maravillosa y predecible quietud la invitaban a
reflexionar en lo que sentía entonces.
Bebió un
largo sorbo de la bebida y pensó en que se merecía alguien que la observara
como si tuviese el mundo entero a sus pies, que no le correspondía menos que
aquel dispuesto a escucharla con toda la atención del mundo y que recordara con
perfecto detalle sus comentarios más reflexivos.
Sintió que
valía lo suficiente como para que un hombre tuviese el coraje de abrazarla
antes de que ella misma sintiera desfallecer por penas o profundas tristezas.
No debería
aceptar menos que un hombre dispuesto a hablarle desde el corazón abierto con
palabras puras y sinceras. Ella era lo suficientemente valiosa para tener a su
lado un hombre íntegro, con honor, un caballero capaz de quitarse la capa en
una reverencia tras su paso. Ella merecía un hombre de amor heroico, aun cuando
no fuese alguien como Martín.
Dita salió
del vestidor con el enterito negro que se acababa de probar cuando la llamaron
al celular. En el visor vio que se trataba de su cuñada, a 3.600 kms de
distancia.
- ¡Hola!
- El gordo
se me fue... -sollozaba la desgarrada mujer del otro lado de la línea.
- ¿Qué...?-
Dita no lograba entender lo que significaba aquella frase tan simple y
determinante.
- El
gordito se fue...-continuó llorando desde la más profunda de las penas
acongojada en un llanto ahogado de dolor.
-Se fue. -
continuó llorando su cuñada desconsolada.
-Está bien,
está bien. No sufre más. Se acabó Ana. Terminó su dolor, ahora solo queda el
nuestro -pudo decir tratando de que sus palabras, aunque crueles a 3.600 kms de
distancia del cadáver de su hermano, pudieran apenas calmar artificialmente el
infinito dolor de aquella mujer cuyo marido recién fallecía -Voy a la casa de
mis viejos para decirles, no te preocupes, yo les digo -determinó.
Decidió ser
ella la que les diera la peor noticia que puede recibir una madre preocupada
por sus hijos, y siempre presente; y un padre anciano y perdido en una
incipiente demencia senil en sus ochenta y dos años de vida. Decidió ser ella
la que les dijera en persona que el mayor de sus tres hijos estaba muerto. Era
un anuncio que merecía ser contado en persona, con un abrazo que los contuviera
y los sostuviera ante el shock de la conmoción de tal tristísima comunicación.
Con los
ojos hinchados y rosados ensayó mil y una posibilidades para contarles la
muerte de su hijo. Ninguna de las versiones le pareció la menos dolorosa. Todas
eran terribles. Todas eran trágicas. Todas eran horribles e injustas. La muerte
de un hombre de cuarenta y ocho años, esposo dedicado y amoroso, padre de una
jovencita de dieciocho y de un chico de doce, era una tragedia sin importar las
palabras que se eligiesen para disminuir el horror.
Por fin
llegó a la casa materna. Entró. La perra que siempre solía recibirla con
empujones y saltos la esperó, aquella vez, quieta a que se acercara para
acariciarle la cabeza. Tal vez supo que traía novedades que no merecían el
saludo ritual alegre de vueltas y saltos.
Su madre
abrió la puerta y la recibió sonriente, algo sorprendida por la visita
inesperada.
-¿Qué hacés
hoy por acá? Viniste a comer, qué raro que no llamaste antes...
-Mamá. -Se
acercó y la abrazó para sostenerla-Ana me llamó hace un rato. Rodolfo murió. -dijo
sin pensar y largándose a llorar al tiempo que su madre lanzaba un llanto desde
las entrañas, partiéndola en dos.
-Ana me
dijo que Rodolfo no quiso contarnos que había estado internado entre Navidad y
Año nuevo. No quiso que nos preocupáramos, por eso no nos contó cada vez que se
comunicó con nosotras, para preguntarnos por la salud de Elizabeth.-. La menor
de las hermanas estaba atravesando por una complicación severa de salud. Había
perdido un embarazo de treinta y tres semanas por un atípico caso de hematoma
hepático encapsulado, tal vez causado por una posible pre eclampsia, presión
arterial alta, y por aquellos días volvía a quedar internada en un lapso de
apenas dos semanas debido a una inusual fiebre repentina.
-Ahora...
¿cómo se lo contamos a papá? -la mujer se tapó la boca con una mano en un gesto
de consternación y angustia.
Entraron a
la cocina donde el anciano almorzaba sopa de verduras en silencio y con la
mirada perdida hacia el televisor encendido.
-Iván.
Rodolfo murió. -le dijo la mujer a su esposo que seguía comiendo inmutable y
mudo mirando el televisor. - ¿Entendés lo que dije? Rodolfo murió, esta mañana,
recién. Ana llamó para avisar-le explicó la mujer en voz muy alta para que el
anciano escuchara lo que le estaba diciendo-, ¿entendés lo que eso significa?
No lo vamos a volver a ver jamás-remató duramente largándose a llorar mientras
se dejaba caer en una de las sillas de la cocina.
-Bueno
-dijo el padre mientras seguía comiendo su sopa sin quitarle la vista al televisor.
La madre
preguntó si Elizabeth ya sabía de la muerte de Rodolfo, Dita negó con la
cabeza.
La mujer se
levantó de la silla y cansina fue hacia el teléfono.
Dita
observaba a su padre que seguía comiendo monótono su sopa de verduras,
anaranjada por la abundante cantidad de zapallo en ella.
Lo miraba
comer sin gestos e intentó recordar la última vez que lo había visto sonreír,
que lo había visto bromear, que lo había escuchado hacer algún comentario
acertadamente irónico.
En un
momento se sintió observada por su padre que terminó su sopa con un último
sorbo de la cuchara. Tomó un repasador para secar su bigote ceniciento y la
miró a los ojos.
-La muerte
es una puerta. Ya la dejarán abierta para mí-afirmó con convicción y una
inquietante mueca en los labios, que se asemejaba a una leve sonrisa.
Dita se
marchó a su casa pensando en las palabras de su padre. Nada volvió a ser igual.
Y el día
del que tanto le habían advertido que debía cuidarse, llegó. Se coló por las
hendijas de su refugio sin que pudiera hacer nada para evitarlo, ni aun
habiendo tenido conciencia o voluntad para ello. Se sirvió una medida de ron y
completó el vaso alto con agua tónica. Revolvió el contenido con la punta de un
dedo y siguió reflexionando mientras observaba el cielo estrellado desde su
cálido refugio, desde este lado del gran ventanal hacia la noche.
Ahí fue
cuando llegó el momento exacto en que tomó conocimiento de su Ser. Sí, de su
ser completo. No necesitaba a nadie más que a sí misma para sentirse entera.
Así como lo es, completa. Sin piezas faltantes.
El día que
supo que podía estar en este estado por lo que le restara por vivir ya era un
pensamiento concreto y corpóreo en su mente. Comenzaba a disfrutar profundamente
los momentos de total y plena compañía consigo misma.
El timbre
de su departamento la trajo a la realidad súbitamente.
Puso
música.
Salió a
abrir la puerta.
—¡Hola! —resplandeciente
saludó a su invitado.
—¡Hola! —la
beso fugazmente en los labios Gerardo, uno de sus amantes favoritos...
Juntos, de
la mano, caminaron hacia el departamento de ella.
En cuanto
entraron se besaron apasionadamente recorriéndose los cuerpos por completo.
Ella cerró la puerta con llave sin dejar de besarlo.
—A ver...
date una vueltita para que pueda verte mejor —le dijo mientras retrocedía dos
pasos para no perderse una vista general de ella, que le resultaba
asquerosamente atractiva, aún llevándole más de una década en edad.
Ella giró
sobre sus talones mostrándole todas y cada una de sus voluminosas y
proporcionadas curvas.
—No podés
estar tan buena, ¡Dita! —exclamó él mientras se sacaba la campera y se
descalzaba por completo.
—No estoy
buena, ¡es que vos me ponés buena! —bromeó mientras se le acercaba nuevamente
para besarlo mientras lo sostenía fuerte de las nalgas. Así era Dita.
Juguetona.
Pasaron
aquella noche de sábado juntos. Durmieron, hubo sexo, hubo sueños, hubo
fantasías, más sexo, hubo un desayuno amoroso y hubo una partida.
Todo volvía
a la normalidad. Se dio un baño largo y caliente, ya en su cómoda soledad.
Sentía que ahora tenía todo el tiempodel mundo para estar consigo misma, otra vez. Una sonrisa
resplandeciente se le dibujada en la boca.
A media
mañana del domingo la propietaria del departamento, y vecina, Elvira, quería
ver su última obra. Le abrió la puerta con desgano pero enseguida hablar de
acrílicos, lienzos, y pinceles la motivaron y la volvieron verborrágica por ese
hobbie que tanto la apasionaba. Pintar la hacía sentir plena.
La dueña
saludó a Uma, la mayor de las gatas recientemente adoptadas. La confundió con
Millie, la gata azul rusa que se mudó primero al departamento.
Dita sabía
que el problemita de visión de la propietaria y la tímidez natural de Millie
favorecían a la confusión de Elvira, que creía que había una gata, en lugar de
dos.
Al cabo de
un rato Elvira se fue, convocada por su pareja que la silvaba desde el otro
lado de la pared.
Cerró la
puerta tras de sí, colgó el bolso en el perchero junto a ella, se descalzó al
mismo tiempo que se quitaba el tapado y caminó directo hacia la vitrina donde
colgaban enormes y brillantes copones de cristal, en el pequeño living del
departamento que alquilaba. Abrió la heladera y se sirvió una medida abundante
de vino blanco, su nueva bebida favorita. Con el control remoto encendió el
equipo de audio conectado al televisor plano.
Con la
enorme copa en una mano caminó hacia la mesada de la cocina, encendió una
hornalla y le acercó un tronquito de "Palo Santo". El leño comenzó a
quemarse lentamente mientras ella lo giraba para que el fuego lo cubriera por
cada uno de sus lados rectos. Por fin el abundante humo perfumado apareció con
ansias de cubrir cada espacio a su paso. Con el tronquito humeante recorrió
cada una de las habitaciones de su casa. El ritual evangelizaba su hogar, le
cambiaba el aroma. Las gatas presenciaban expectantes el recorrido del humo y
se erguían para olfatearlo mejor.
Luego de
dejar el agonizante palo carbonizado en un cenicero, se acomodó en su gran
sofá. Las gatas se le subieron en el regazo para recibir las caricias que les
correspondían como parte del obligado ritual.
Mientras
saboreaba el vino, disfrutaba de la música y de la única compañía de aquellas
gatas rescatadas, y agradecidas, recordó que precisamente ese día de invierno
estaba cumpliendo el primer aniversario de vivir en ese lugar. Pensó en todas
las cosas que ocurrieron en el transcurso de ese tiempo, de todas las cosas que
le pasaron a ella en particular. Pensó en la velocidad del tiempo, en la
fugacidad del transcurrir de las vidas, en la fragilidad de las personas, en lo
diminutos que somos en el espacio, en lo débil de nuestras vidas, en las
enfermedades de sus afectos, en el cáncer.
Dio varios
sorbos a la bebida y un cosquilleo frío le recorrió el cuerpo. Se le
endurecieron los pezones en ese instante y por algunos segundos, sintió helarse.
Se tapó con
un poncho que ella misma había tejido tiempo atrás y que siempre lo tenía a
mano en el sofá para esos momentos de repentino frío.
Ya había
pasado un año entero de su separación, de su mudanza, de su cambio de vida, de
su regreso a ella misma. Un año de vivir sola, con su hija algunos días a la
semana, pero sola durante el resto de sus días. ¿Cómo pasó que no se había dado
cuenta de eso antes?, se preguntó en silencio sin esperar respuesta.
Miró a su
alrededor y vio los cuadros que fue pintando en el transcurso de ese tiempo,
había empezado a convertir ese departamento en su refugio, en su escondite.
Sintió un inesperado orgullo el haber recuperado el placer de agarrar pinceles
y colores de nuevo.
Observó las
plantas colgando de las vigas de madera del techo, ¡tanto habían crecido ya
desde entonces! Como creció también su gusto por esa soledad nueva, o
recuperada.
En aquel
diálogo consigo misma se sintió completa. No necesitaba mucho más para estar
tranquila y a su manera, para ser feliz. Su hija había superado, en apariencia
al menos, la separación, su vida de agenda inquieta pero ya rutinaria. Parecía
más que adaptada y conforme con su nueva vida. Su pequeña parecía totalmente
adaptada a pasar tantas horas en el colegio nuevo, con un mundo novedoso
desplegándose ante sus inocentes ojos. Con sus clases de idiomas, con sus
clases de violín, de natación, de pocos nuevos amigos en el colegio, pero de
una multitud de actividades hasta ahora desconocidas. Se mostraba conforme y
contenta con esta rutina llena de cambios, de cosas hasta ahora solo por
descubrir.
La pequeña
había aceptado con beneplácito esta nueva etapa de su vida y crecía con una
notable madurez para afrontar de pie lo que la vida le presentara en cada
momento. Acaso era una virtud innata de la nena, acaso no le quedaba más
remedio que adaptarse a los cambios, acaso era todo una cuestión de actitud. No
encontró las respuestas.
Observó en
un rincón que las gatas dormían acurrucadas juntas, muy cerca una de la otra,
como si necesitaran algo más que el calor mutuo, como si se necesitaran, como
si ninguna de ellas tuviese a nadie más que la otra para garantizar su
subsistencia. Esa imagen la hizo reflexionar en la relación entre ella y su
pequeña. Y era así, pero de a ratos. La nena tenía a su padre y a su madre,
aún. Pero por separado.
Pensó
también en los acontecimientos de los últimos días. Del robo del auto. De la
declaración en la comisaría, pensó en el rechazo del seguro en cubrir los daños
ocasionados en aquel robo. Recordó todas y cada una de las veces que no
creyeron en sus palabras sinceras.
Se detuvo
en pensar en eso precisamente. En lo valiente que se debe ser para decir las
verdades, por más crueles que ellas sean. Pensó en que solo los más nobles
creen en verdades; que es más fácil y cobarde pensar que todo es mentira. Pensó
en todas las veces en que no creyeron en ella. En la soledad que eso le
producía en el alma. Recordó las palabras denigrantes que le dijeron cuando
descreyeron de ella.
Eso la
entristeció por un momento fugaz. Aquel recuerdo ni siquiera valía la pena.
Terminó el
contenido de su copa. Las gatas abrazadas ignoraban su pena.
Sintió que
no necesitaba más que eso para sentirse plena.
Música que
la acompañara.
Vino que la
llenara.
Compañía
animal, que la satisficiera.
Pensó en
aquellos hombres que fugazmente pasaron por ella.
Con un
futuro prometedor que sabía era ilusorio.
Pensó en
aquellos hombres que re aparecían.
Con un
pasado lamentable que sabía era de falsa compañía.
El Dr.
Isaac Rubinstein abre el archivo de su paciente luego de dos meses de
intervalo, la mira por encima de los lentes y le pregunta con calidez en la
voz.
—¿Cómo está?
¿De qué desea conversar?
—Estoy muy
bien, ¿usted? ¿Cómo está usted hoy? —le pregunta interesada en la respuesta de
su terapeuta.
—Estoy
bien, gracias por su interés. Dígame de qué quiere hablar hoy, por favor.
—Quiero
hablar de la hipocresía.
—¿Hipocresía
de alguien en particular o como una idea conceptual?
—Sí, de la
hipocresía en general, de la gente, de todos, de nosotros, de la suya, de la
mía, de la hipocresía cultural si quiere.
—¿En qué
sentido?
—De la
hipocresía de que nos importa lo que le sucede al otro, mientras que no es más
que un gesto artificioso que sabemos que a la larga nos redituará en algún
beneficio.
—Como por
ejemplo ¿preguntándome cómo estoy hoy?
—Exacto,
esa es una de las tantas formas que toma la hipocresía.
—Bueno,
demostrar interés por el otro es parte del protocolo de convivencia.
—De
conveniencia, si me permite corregirlo.
—¿Lo que
usted hace es por conveniencia exclusivamente?
—Últimamente
empiezo a creer que sí, que efectivamente lo que hago, en gran parte, es porque
me conviene hacerlo.
—¿Podría
ser más explícita por favor?
—Claro.
Preguntar por la salud de alguien que no vemos con frecuencia, o por su
situación sentimental, o por sus afectos, o por lo que sea es un acto de
hipocresía en sí mismo. Si pregunto por esos temas, hago pensar al otro que
realmente me interesa saber, conocer su situación hace que me gane su estima,
aunque no me interese en lo más mínimo.
—Se
describe a sí misma como un ser frío, egoísta, y sinceramente no creo que usted
sea en absoluto de esa manera. ¿Qué intenta demostrar?
—Algunas
veces acepto invitaciones a tomar algo de hombres, a veces a cenar, y me
terminan contando cosas que realmente no me interesa saber. Por no resultar
descortés, ni maleducada, los escucho con una atención fingida hasta les pregunto
sobre sus vidas , aunque no me interese en lo más mínimo conocer los detalles
de sus miserias, ni de sus fracasos sentimentales, ni de sus abandonos, ni de
sus desencantos, y sin embargo, sigo aceptando esas citas sabiendo de antemano
que va a llegar el momento en que se me desdibujará la sonrisa de los labios
cuando comiencen a contarme el cuentito de una vida llena de pesares, de
miedos, de pasados traumatizantes que nada tienen que ver conmigo, y ahí me
quedo, observándolos revivir el sufrimiento de un abandono inevitable, cantado
de antemano.
—¿Cuánto
placer le da ver al otro narrando cuestiones tan desagradables? Creo que
debemos tomar ese camino para entender lo que está sucediéndole.
—¿Placer?
—Sí,
placer. ¿Identifica una actitud morbosa en el indagar sobre las penas ajenas?
—No lo
había pensado antes pero sí, creo que tal vez me haga sentir mejor persona
saber que hay otros que la pasaron realmente mal. O tal vez, saber que otros
sufrieron mucho, minimice mi propio dolor.
—¿Qué más?
¿qué piensa? —le preguntó Rubinstein inclinándose levemente hacia adelante con
notoria curiosidad.
—Creo que
me conviene para mi propio beneficio saber que otros sufrieron más que yo y que
me cuenten sus desgracias me hace sentir libre.
—¿Libre?
—Sí, me
libera. Que otros me cuenten sus males hace que yo me olvide de los míos.
¿Entiende ahora doctor? El beneficio de la hipocresía.
Dita se
acomoda junto al hogar encendido con una copa de vino. En penumbra observa la
noche invernal del otro lado de la ventana. Se acurruca en soledad con la
mirada prendida de un cielo particularmente vacío de estrellas.
Es el
primer fin de semana sola luego de la separación. El primero de su hija, de
cinco años, con su papá; el primero en la vida de su expareja como padre full
time. El primero consigo misma en muchos años, más de lo que llevara la cuenta,
unos ocho o nueve desde la última vez que recuerde ese tipo de soledad,
temporal. La sensación no le resulta extraña, por el contrario, necesitaba
sentirse así, una cita consigo misma, una reconciliación ansiada luego de mucho
tiempo de resentimiento, de insatisfacción, de deudas internas.
Mira a su
alrededor y ve con incredulidad que por fin alcanzó ese estado de libertad en
ejercicio, esa libertad se materializa ante sus ojos en cajas y bolsas con
libros, ropa, papeles, vajilla, juguetes, recuerdos, dolores, tristezas, angustias.
Cada bolsa atesora un momento único, irrepetible, irreproducible, una cuota
saldada con el paso del tiempo.
En ese
estado de íntimo letargo piensa en Rubinstein y su advertencia reiterada de no
caer en la trampa de la ilusión del ermitaño. De aquel que se siente arropado
por muros impenetrables para cultivar una amorosa soledad. Nada que lo
disturbe, nada que lo interrumpa en su idílica masturbación mental, ninguna
distracción peligrosa que atente contra su arquitectura de portones, barrotes,
compuertas que protegen su delicado y sensible ser.
Solo su
hija es capaz de traspasar esas barreras con su mera presencia, solo ella. El
resto está obligado a permanecer del otro lado de la fortaleza.
Dita hace
un repaso meticuloso de aquellos que consiguieron traspasar sus límites, el
padre de la nena encabeza la breve lista. No por mérito propio, sino por
haberla fecundado y darle su joya más preciada, la pequeña parte de sí con
autonomía, con carácter, personalidad y temperamento propios, pero tan
semejantes a los suyos.
Pocos otros
han llegado a esa instancia, alguno -más afortunado- que decidió ocultarse tras
el manto pesado y profundo de los recuerdos.
Esa
sensación de auto complacencia, de plenitud solitaria, de solvencia emocional es
para Dita, ahora, alcanzar un punto sin retorno.
Pero aun
sabiendo esto, prefería acurrucarse en su escondite a lamerse, solitario, sus
propias heridas antes que exponerse; como si mostrarse golpeado emocionalmente
le doliese tal como punza el reflejo del sol brillante en los ojos luego de
haber estado por mucho tiempo en la oscuridad.
Martín se
refugiaba en sí mismo, replegado.Luego de un
agotador día de trabajo llegó a su casa; no se sorprendió el no hallar a nadie
esperándolo. Se quitó el morral de cuero y lo arrojó en el futón donde estuvo
durmiendo durante las últimas semanas.
Se quitó la
campera de gabardina verde y los zapatos al mismo tiempo; descalzo fue a buscar
un vaso de boca ancha a la barra del bar del pequeño living. Se sirvió dos
medidas de whisky, encendió un cigarrillo rubio y el equipo de audio.
Se recostó
en el futón, con una mano sostenía el vaso y el cigarrillo entre los dedos y
con la otra libre descorrió las cortinas de la ventana para ver la noche.
Cerró los
ojos y recordó el culo de Dita, entregado, suave y redondo. Sonrió y siguió
hurgando entre sus recuerdos buscando sus pechos, esos que pudo saborear y
acariciar con ternura y sosiego.
Con los
ojos cerrados, aspiró profundamente el cigarrillo y al cabo de un instante
abrió los ojos para ver la bocanada de humo azul ascendente hacia la noche.
En ese
instante pensó en el porqué del destino, en las coincidencias de conocer a esta
mujer que le quitaba el aliento entre sábanas, en el preciso, fausto instante
en el que buscaba un respiro.
¿Qué
designio del universo había trazado el curso de los dos para encontrarse en
este momento, en esta vida, a esta altura de las circunstancias? Justo cuando
el tiempo comenzaba a ralear entre el trabajo, su vida amorosa, sus
obligaciones familiares... ¿por qué?
A Martín
siempre le resultó placentero caminar en contra del viento. Le encantaba sentir
su propia corporeidad, su propio peso, su fuerza hacia alguna parte... pero
ahora sentía que su vida estaba inmersa en un vendaval rabioso que lo hacía
perder, por momentos, el curso de su vida, su cauce.
No se
sentía preparado para enfrentar estos vientos de cambio, aun cuando supo
anticipar oportunamente, que alguna vez este momento que atravesaba llegaría
por fin. Se sentía desilusionado, una vez más, por no haber acertado antes con
la mujer capaz de apreciar su amor heroico. Una vez más esperaba ordenar el
caos de su mente para descubrir la puerta de salida del momento, pero no como
una puerta de escape, sino como una puerta que le permitiese despresurizar el
ambiente, para tomar aire, para tomar distancia, para alejarse y entender mejor
el escenario que se le presentaba y pensar bien la próxima jugada del tablero
de ajedrez de su vida.
Martín
entendió entonces que tanto él como Dita no eran más que meros juguetes del
destino.