Cuando uno es inmortal, literalmente no tiene nada que perder. Si me dan a elegir entre EXPERIENCIA y MORTALIDAD o INEXPERIENCIA e INMORTALIDAD, elijo ésta segunda. La decisión es obvia. Tengo toda la vida para equivocarme, incansablemente.
Con la
mirada hacia algún punto invisible del otro lado de la calle, Dita vagaba en su
mente tras las palabras que mejor definirían a Martín y lo que había
significado para ella conocerlo, lo que implicó concretar el encuentro tan
ansiado por los dos.
— ¿Podrá
decirme qué piensa? — oyó que la convocaban desde algún lugar de la
realidad.A Dita, la voz de Isaac
Rubinstein le sonaba amortiguada, como si el sonido hubiese tenido que
atravesar un denso muro, grueso pero transparente, que los apartaba, en
dimensiones disimiles.
—Martín es
como yo—exhaló en una frase por fin.
— ¿Qué
significa eso?
—Martín
tiene profundidades densas, obscuras, caóticas, confusas y retorcidas, pero a
la vez, y en consecuencia a eso mismo, muestra sus superficialidades suaves,
placenteras, risueñas, simpáticas, muestra su luz clara, cristalina, pura a
flor de piel —prosiguió hundida en sus propias palabras, aun con la mirada
perdida en la ventana frente al diván que daba a la calle pero que la sumía en
su interior. —Él es como yo, tal vez por eso nuestra atracción inequívoca fue
inmediata. Nuestros sentidos están en sintonía, se ensamblan cuando estamos
juntos, cuando conversamos nos entendemos más allá de las palabras que
digamos... creo que aún en silencio y ciegos y sordos podemos llegar a
comunicarnos con el lenguaje inaudito de nuestras bocas mudas —Dita se miró las
manos por un instante y continuó—…cuando nos conocimos, ambos tuvimos el
irrefrenable impulso del contacto corporal. La distancia entre nuestros cuerpos
se mantuvo aquella primera vez siempre al límite del contacto, del roce, de la
piel con piel, del calor al tacto. Nos atrajimos desde el instante cero, desde
el momento en que los dos ocupamos el mismo cuadrante, en el preciso instante
que entramos a los cinco metros de distancia en torno al otro, en ese momento y
lugar exactos en que nuestras auras se interpusieron y cobraron un matiz nuevo,
inédito. Todo cambió desde el mismo momento en que por consecuencia del
destino, o por nuestras propias voluntades, tuvimos que respirar el mismo aire,
habitar el mismo aquí y ahora -o por mera ocurrencia de coincidencias-; nada
fue igual desde el instante en que nos encontramos por primera vez en nuestras
vidas. Algo cambió, algo alteró nuestro orden, algo sucumbió o estalló o
despertó allí, en el punto exacto en el que dos líneas rectas se cruzan para
seguir con sus respectivas trayectorias; con sus sendas coordenadas de tiempo y
espacio, aquellas que venían siguiendo pero que, a partir de ese accidental
encuentro, fortuito, desean no separarse más; o no pueden despegarse más o
necesitan permanecer en contacto, en profundo contacto...
— ¿Se
refiere al contacto corporal? ¿Sexual?
—Sí, tal
vez al principio parecía que era el simple deseo sexual, carnal, pasional pero
la conexión iba mucho más allá de lo superficial que puede parecer el
acercamiento sexual. Yo sentí a Martín en mi cuerpo, pero no sólo físicamente;
él no fue una invasión como en otros casos, en esos que usted ya conoce. —Dita
sacó de su cartera una botellita de agua, la abrió y bebió sedienta hasta una
cuarta parte de su contenido sin dejar de observar a través de la ventana. Tapó
el envase y lo regresó a su bolso y continuó: —Martín es diferente—volvió la
vista hacia Rubinstein y lo observó fijamente a los ojos—Martín me conecta a
alguien que fui antes y que en algún determinado momento dejé de ser. Es como
si entrando en mí, nuestros genitales hubiesen obrado cual conectores de cobre
que al mero contacto alimentaran un mecanismo que permanecía desactivado. Con
Martín dentro de mí... yo recordé la que una vez fui, volví a mí. A mi ser
primario.
—No sé si
logro entender lo que me quiere decir, esta vez sí que admito estar perdido con
lo que me está diciendo... ¿podría ser un poco más precisa? —Rubinstein
entrelazó los dedos de las manos apoyándolas delante suyo sobre el gran
escritorio de vidrio macizo, se incorporó levemente hacia adelante como si eso
lo ayudara a entender mejor, o por lo menos a escuchar mejor.
—Doctor,
estoy diciéndole que estar con Martín hizo que yo volviera a ser yo, la que soy
en realidad y a la que fui abandonando a causa de malos amores, a causa de
desengaños, por culpa de mis elecciones. De tanto llevar a cuesta relaciones
imprósperas, de cargar con la responsabilidad auto impuesta de ser de dos en la
pareja la única que gestionara esos detalles para que la cosa funcionara para y
por los dos; de ser la promotora de la felicidad y montar la fachada de la
pareja de tal para cual, del uno para el otro y mil cosas más... mi espíritu se
erosionó, se limó tal vez; o al menos se apagó sin que yo me diese cuenta.
—Entiendo.
La rutina genera esos desgastes que muchas veces se tornan
irrecuperables—agregó el terapeuta como si se le escapara un pensamiento en voz
alta.
—Por eso
mismo doctor es que digo que sentirlo a Martín dentro de mí me despertó. Como
si dejarlo entrar en mi cuerpo hubiese sido dejarlo entrar en mi mente y dejado
liberar a la mujer que soy en mi naturaleza. No puedo ser más precisa de lo que
estoy siendo. Hacía mucho tiempo que no me sentía en semejante conexión con un
hombre y Martín hizo que me despojara de todos mis prejuicios, culpas, miedos y
me abandonara a sus brazos, como si esos brazos supiesen cómo contenerme, como
si su cuerpo fuese parte del mío y ambos fuésemos piezas de un mismo
rompecabezas que por un mero golpe de suerte se hallan el uno con el otro, el
uno dentro del otro, el uno en perfecto empalme con el otro, el uno más el otro
que conforman un nuevo uno indivisible. Martín no solo se metió en mi cuerpo,
sino que también en mi mente, y ahí quedé, en un permanente letargo y a la
espera. No sé si alguna vez él volverá a mí o yo vuelva a él, lo que sí sé es
que ya nada será igual a antes de él. Ni aun estando con mil hombres después de
él yo volveré a sentir la misma conexión, el ensamble justo. Estoy segura de
eso. Martín me dejó…— Dita otra vez se perdió con la mirada en alguna parte del
otro lado de la calle—en carne viva.
Una semana
después de acostarse con Martín, Dita concurrió a su cita con el Dr. Rubinstein
como hace cada miércoles de los últimos dos años. El consultorio del terapeuta
está en el antiguo caserón que Rubinstein tiene en Belgrano. A Dita le encanta
recostarse en el diván que da al ventanal con vista a la calle. Es mullido,
suave, cómodo.
—¿Cómo
está? —le preguntó Rubinstein mientras se acomodaba en su gran sillón
ergonómico de cuero negro.
—Bien.
Estoy bien.
—¿Algo de
lo que quiera hablar hoy? ¿Le pasó algo interesante durante esta semana? —Rubinstein
ya había encontrado en su gran tablet el archivo de su paciente con el registro
de todas sus anotaciones sesión por sesión.
—Hummm...
no, nada—respondió Dita con la mirada fija en un punto invisible en la calle.
Desde su ubicación podía observar los jardines y patios de las casas vecinas
del otro lado de la calle. Un perro callejero olfateaba la vereda de enfrente
persiguiendo el rastro, tal vez, de un bocado que saciara su hambre —En
realidad sí quiero hablar de algo—exclamó sorpresivamente—quiero hablar de
Martín—El terapeuta levantó la vista para observar a Dita que seguía con la
vista clavada en algún sitio del exterior, pero Rubinstein sabía que en
realidad su concentración estaba enfocada hurgando pensamientos en el fondo de
su mente.
—¿Quién es
Martín? —preguntó el hombre con curiosidad —Nunca lo había mencionado antes que
yo recuerde.
—Martín es
nuevo—respondió Dita volviendo la vista hacia el terapeuta y con una sonrisa
que le iluminó el rostro por completo.
—Y... ¿de
dónde salió este tal Martín?—preguntó Rubinstein mientras tipeaba el nombre
Martín en su tablet.
— Lo conocí
en un sitio de contactos.
—Ah... como
los otros...—comentó el terapeuta.
—Sí, como
todos los demás, pero éste es diferente.
—¿Qué lo
hace diferente?
—Martín es
profundo, complejo.
—¿Ya hubo
sexo entre ustedes?
—¿Ya? —preguntó
Dita levantando un poco la voz al tiempo que se le arqueaba una ceja como un
signo de interrogación.
—Sí. ¿Ya
hubo sexo entre usted y este tal Martín? —insistió Rubinstein.
—Sí.
—¿Y?
—Maravilloso.
—¿Qué más?
—¿Qué pasa
doctor? ¿Quiere que le dé detalles?
—Solo si
usted lo encuentra necesario... como en otras ocasiones con otros hombres con
los que mantuvo relaciones sexuales.
—¡Touché! —respondió
Dita con una sonrisa sarcástica.
—¿Qué tal
este Martín en la cama? ¿Qué edad tiene? ¿Es dotado? —preguntó el terapeuta.
—Muy bien
todo y no voy a entrar en detalles—respondió ella convencida de que tal
interrogatorio por parte de Rubinstein no era más que una provocación montada
más que un interrogatorio real —Martín es apenas unos meses mayor que yo y por
lo demás no tengo reproches por su miembro y el uso que hizo de él dentro de
mí—contestó con simpatía.
—Bien. ¿De
qué quiere hablar sobre Martín entonces? Sabemos que es profundo y complejo,
¿qué más?
—Es
inquietante.
—Siga.
Cuénteme qué la inquieta de Martín, por favor.
—Bueno —suspiró—
Martín es complejo, habla con metáforas, analogías; habla desde el
discernimiento entre lo correcto del pensamiento crítico y lo inmoral en los
hechos concretos. Martín entiende y sabe lo que es el amor heroico porque lo
conoce y hasta me atrevo a decir que en más de una ocasión lo habrá sabido
llevar a cabo. Martín sabe de amores no correspondidos y penas perpetuas,
eternas, sinfín. Él como pocos conoce el dolor, el sufrir, la agonía de perder
lo que se quiere en el aquí y ahora de los tiempos y aún así reconoce que el
amor legítimo es el que deja libre al ser amado, el que deja libre por siempre
corriendo el riesgo de pagar con el olvido tal libertad—los ojos de Dita se
inundaron de tristeza—, el precio más alto que una persona pueda llegar a
pagar, incluso, el precio del desprecio.
—¿Cuándo
vuelve a encontrarse con Martín? —preguntó intrigado Rubinstein.
—No lo sé.
Nadie lo sabe.
—¿Por qué
dice eso?
—Porque
Martín desapareció.
—¿Cómo lo
sabe?
—Hace una
semana que no sé absolutamente nada de él. Es el precio, doctor, es el precio. —Dita
volvió a quedarse quieta, hundida en sus propios pensamientos con la mirada
fija en algún punto del otro lado de la calle....
De pronto
lo vio cruzar la avenida directo hacia ella. Llevaba efectivamente su campera
de gabardina verde y pantalones gris obscuro.
Lo vio y
respiró aliviada.
Martín la
miró por encima de sus anteojos de sol sonriente mientras la señalaba con el
índice de su mano derecha. ¡Ahí estás, Dita!—exclamó antes de dar los cuatros
pasos largos antes de llegar a ella para saludarla con efusividad.
—¡Hola!—le
respondió Dita con una timidez que la desconcertó por un instante.
—¿Qué
hacemos?—le preguntó siguiéndola a la par con dirección hacia la esquina.
—Bien, ¿estamos yendo a...?
—No sé,
busquemos algún lugar para tomar algo—respondió Dita mirando hacia ambos lados
buscando un bar donde refugiarse. Encontraron uno a mitad de cuadra sobre Av.
Belgrano. Entraron y pidieron un café y un capuchino.
A Dita le
gustó Martín.
A Martín le
gustó Dita.
Martín
hablaba con una verborragia que a Dita le resultó encantadora. Mientras Martín
gesticulaba y sonreía al hablar, ella observaba esos detalles que la
fascinaban, él parecía tenerlos todos y Dita estaba dispuesta y preparada para
escudriñarlos uno por uno, a todos ellos.
Ya antes de
sentarse le gustó medirse al lado de Martín, que le llevaba más de una cabeza
en altura, incluso calculó que, llegado el caso, se tendría que estirar un poco
para abrazarlo estando de pie.
También
pensó que si surgiera la posibilidad de besarlo tendría que ponerse en puntitas
para llegar a rodearle el cuello con los brazos.
A Dita le
gustaba Martín.
La fascinó
ese pelo alborotado, lo suficientemente largo para se le rebelaran algunas
ondas. Pelo castaño claro apenas pincelado por esporádicas y sutiles líneas
cenicientas. Se imaginó hundir sus manos en esa cabellera sedosa y alocada.
Absorta en sus pensamientos llegó a ver, ante los ojos de su mente, sus propios
dedos peinando esa maraña de rulos suaves.
Martín le
preguntaba cosas como a qué se dedicaba ella, y si vivía muy lejos de su lugar
de trabajo. Dita fue respondiendo risueña entre sorbos de capucchino y breves
carcajadas. Nuevamente cuando Martín retomaba el hilo de sus pensamientos,
profundos, elocuentes y los volcaba a la conversación, Dita no podía evitar
quedarse vagando en las peculiaridades de él.
Dita
descubrió las manos de Martín.
Las vio fuertes
y delgadas. Firmes. Dedos largos. Manos expresivas. Las imaginó cálidas sobre
su piel. Pudo pensar la suavidad del tacto de aquellas manos sobre su propia
piel. Ese mero pensamiento la sedujo por un instante, fugaz, inquietante.
Decidió seguir descubriéndolo, recorriéndolo y halló que Martín era del tipo de
hombres que a Dita la enamoraban: tenía pelos en el pecho. La medida justa; ni
un suéter velludo que lo cubriera por completo ni el torso lampiño que no le
generaba nada. Se quedó allí, en esos pelitos que se asomaban curiosos por el
cuello abierto de su camisa oscura.
A Dita le
fascinaba Martín.
Mientras él
hablaba ella contestaba metida de cabeza en la personalidad de él pero sin
poder sacarle los ojos a su cuerpo, su postura, su particular gestualidad.
Y entonces
vio su boca, labios carnosos que la llamaban, la hipnotizaban y la perdían en
ellos.
Le encantó
el timbre de su voz, le gustaba no solo el sonido de la voz de Martín sino que
también la atrajo las palabras que pronunciaba y el modo en que salían desde
las profundidades de su ser, de su pensamiento abstracto y complejo. Más
precisamente la maravilló el sonido de las palabras, que ella conocía pero que
al salir de la boca de Martín cobraban un significado mayor. A Dita la voz de
Martín le resultaba con peso, con autoridad, con firmeza en el decir; la
seducía imaginarse esa voz susurrándole al oído las palabras que le gustaban.
Martín: ¿Y
vos? ¿Estás bien? ¿Viste cagona que no
soy un monstruo?
Dita: Sí—
sonrió abiertamente—para nada lo sos, sino todo lo contrario.
Martín
llamó al mozo, pagó la cuenta y se levantaron manteniendo la cercanía, haciendo
de la distancia entre ellos un roce de pieles, de ropas.
Martín tuvo
la enorme y apreciada caballerosidad de adelantársele para abrirle la puerta y
ese gesto simplemente la hechizó.
Llegaron a
la esquina, Martín le tomó la cara entre ambas manos y la besó en la mejilla
con infinita ternura.
Dita dio media vuelta para buscar su auto en el
estacionamiento, sentía en todo el cuerpo el de Martín.
05:27 p.m. Martín: bueno, cuando sepas aprox me decís y nos vemos... y te cagás de miedo... y tenés para irte pensando en el tráfico
05:28p.m. Dita: ok, me tomo el bondi hasta allá
05:28p.m. Martín: por qué? no te vas en auto? no venís a buscar un auto?
05:28p.m. Dita: el auto lo dejé lejos de la oficina
05:29 p.m. Martín: pero no es ese el motivo por el que venís a Belgrano y 9 de julio? me estás mareando pendeja...
05:29 p.m. Dita: con?
05:30 p.m. Martín: con ese orto que movés en mi imaginación mientras me montás de espaldas. basta, avisame hora y lugar
05:31 p.m. Dita: bueno.
Cerró el chat, y el resto de los programas de su computadora de trabajo. En el baño se retocó apenas el maquillaje. Regresó a su escritorio. Su compañero de trabajo con el que mantiene esporádicos encuentros íntimos se había sentado en la silla giratoria frente a la de ella; la esperaba con una sonrisa confidente. Ella lo miró simpática, se le acercó un momento para sacar un pequeño frasco de su cartera; se perfumó con su Carolina Herrera y lo volvió a guardar. Ella le extendió su muñeca izquierda para que él pudiera olerla, él se la tomó con firmeza y se la llevó a la nariz para olfatearla sonoramente. —¡Hummmmm.... Muy rico!—volvió a sonreír. Ella tomó sus celulares, guardó en el bolso el laboral y se quedó con el personal en la mano.
—¡Buen fin de semana!—saludó a todo el piso camino a los ascensores.
—Esperá que bajo con vos— le dijo su compañero mientras tomaba sus cosas de su propio puesto de trabajo.
—Cuando se abrió la puerta del ascensor lo esperó en el umbral para detenerlo. Salió el muchacho y ambos aguardaron a que se cerrara la puerta para besarse con frenesí durante todo el trayecto descendente hasta alcanzar la planta baja. Segundos antes de que se abriera la puerta se despegaron presurosos para evitar ser descubiertos. Saludaron con simpatía al personal de vigilancia del edificio y salieron juntos, pero separados.
—¿Qué hacemos? —le preguntó ya en la calle invitándola a pasar un momento juntos en el hotel que solían frecuentar.
—¡Hoy tenés franco! —le contestó con una sonrisa fresca— Mirá, tengo dos opciones, una está a algunas cuadras de acá y la otra en Parque Leloir. Primero voy a la cita cerca de donde dejé el auto en Belgrano y 9 de Julio, ahí veré qué hago. ¿Vos?
—Bueno, si ya tenés planes entonces voy al gimnasio—le contestó resignado a no ser el elegido esta vez.
—¡Dale! ¡Buen fin de semana y disfrutá! —lo saludó con un beso cálido en la mejilla. Cruzó la avenida y se subió al colectivo que la dejaría cerca del lugar de encuentro con Martín.
05:51 p.m. Martín: te fuiste?
En el trayecto intentaba imaginarse cómo sería aquella cita. Martín le había negado toda imagen de él, solo le había dicho que le iría a gustar. Ella insistió tanto cuánto pudo para que le enviara una foto, no importaba de cuándo fuera, pero una sola imagen para tener una idea de cómo sería aquel hombre de 42 años, de 1,85 de altura, delgado, dueño de una personalidad que la atraía poderosamente y del que desconocía prácticamente todo.
La inquietaba no sólo su aspecto, sino también el poder de atracción y seducción que ejercía sobre ella. Sobre ella, precisamente, justo a ella que acostumbraba generar intrigas en los demás; y ahora se hallaba presa de las intrigas de un total desconocido que la seducía desde sus palabras tan oportunas, tan infalibles. La había seducido su gran sentido del humor, la ironía les era común a ambos.
06:04 p.m. Martín: hola?
Dita bajó del colectivo y caminó una cuadra para poder llegar a la esquina y cruzar la ancha avenida. Esperó semáforos y caminó decidida hacia un encuentro con sus temores. Temía que el hombre con el que se encontraría no fuese más que un fiasco. Una caricatura de lo que él intentaba ser, más que lo que realmente era. Sentía la adrenalina en el cuerpo. Llegó a la esquina del encuentro y observó a todos los hombres con detenimiento buscando a aquel de campera de gabardina verde y pantalón gris obscuro.
06:13 p.m. Martín: no te la puedo creer!!!
Fue hasta la puerta del Banco Santander sobre Av. Belgrano. Miró a ambos lados. Ningún rastro de Martín. Esperó impaciente.
En la esquina había una muchacha apoyada en el borde de uno de los ventanales del Banco Galicia. Decidió imitar a la joven y también se apoyó en aquel ventanal en un intento de amortiguar la espera.
El celular chilló un mensaje de correo electrónico.
18: 15: De: Martín
Para: Dita
Te fuiste sin avisarme para verme?
Mmm esperaba que de hacerlo me avisaras...
Una pena..
Beso.
Enseguida lo contestó:
18:16: De: Dita
Para: Martín
Estoy sentada en el Galicia
Luego volvió a escribir:
18:18: De: Dita
Para: Martín
Qué hago? Te espero o me voy?
Recibió enseguida:
18:18: De: Martín
Para: Dita
donde estás y voy
Belgrano en el Santander?
Le llegó otro mensaje:
18:21 De: Martín
Para Dita
hello? voy? a cinco min de ahí...confirmame y ya
Finalmente respondió:
18:23 De: Dita
Para: Martín
Venite, estoy sentada en el Galicia de Av Belgrano,
Y la serie de correos culminó con...
18:23: De Martín
Para: Dita
voy
Cerró el celular y lo escondió entre sus manos. Se entretuvo observando a los transeúntes ir y venir por la vereda frente suyo. Observaba con detenimiento las caras que se le cruzaban incansables, caprichosas, aleatorias.
De pronto lo vio cruzar la avenida directo hacia ella. Llevaba efectivamente su campera de gabardina verde y pantalones gris obscuro.
Llegó a la
esquina donde se detenían los charters a recoger a sus pasajeros para llevarlos
de regreso a casa. Miró la hora, eran las 18:07. La Sra. Rachel, de la empresa
de charters que Jay había contratado le había indicado telefónicamente, que
esperara el charter de las 18 en aquella esquina. Lo reconocería porque tenía
impreso el nombre de la empresa de transporte en ambos lados del inmenso micro
de larga distancia. Por fin lo vio doblar en la esquina, tomó el comprobante
del pago electrónico para mostrárselo al chofer en cuanto se subiera al
vehíchulo. Dejó pasar a un par de señoras regordetas cargadas con carteras y
bolsas de boutique, un hombre mayor de traje oscuro le cedió el paso para que
subiera. Con una sonrisa amplia Jay aceptó la gentileza y subió. El chofer le
sonrió con simpatía y le preguntó si era pasajera eventual, ella le explicó
mostrándole el comprobante de pago que en realidad a partir de ese momento
sería pasajera habitual de ese horario en aquella parada. El chofer la invitó a
sentarse en el primer asiento, le indicó gentilmente que cuando recibiera el
abono mensual le asignarían un asiento fijo en ese coche. Jay se acomodó en la
mullida butaca aterciopelada. Se reclinó en el asiento y descansó la cabeza en
el confortable respaldo. Se puso los auriculares y encendió la música que la
transportaría a un mundo de sensaciones.
Cerró los
ojos y se dejó llevar... sintió de pronto la inclinación del cuerpo cuando el
micro subió a la autopista. La vibración del motor la estremeció sutilmente. La
velocidad hizo que el cuerpo se le adhiriera contra la mullida butaca. Abrió
los ojos y miró hacia adelante. Una multitud de brillantes lucecitas rojas
avanzaban como cardúmenes de peces persiguiendo el horizonte agonizante de sol.
Miró por el espejo retrovisor al chofer que sorpresivamente le devolvió la
mirada con una sonrisa en los ojos. Las mejillas se le incendiaron, esquivó
esos ojos profundos y con cierta incomodidad se volteó para observar el
inminente atardecer.
La
velocidad del charter, la oscuridad dentro y fuera del vehículo, el cansancio
por el primer día de trabajo, el perfume que emanaba la butaca, el maduro y
atractivo chofer que le sonreía desde el espejo retrovisor... la excitaban.
Para su
sorpresa, podía sentir en el cuerpo los movimientos, sutiles o no, del gigante
rodado como movimientos propios. Las frenadas suaves, los arranques, cada pase
de cambios, cada aceleración, cada curva, cada levísimo cambio en el andar del
charter le repercutían en el cuerpo. Los sentía como propios. Sentía como si el
chofer la estuviese conduciendo a ella en lugar del autobus. Volvió a cerrar
los ojos para hundirse en la profundidad de sensaciones que le despertaban
aquel viaje. La velocidad se incrementaba, la vibración sutil se le colaba por
entre las ropas, se sintió de pronto parte de esa mole de metales, combustible,
gases, relojes. Era ella quien se confundía con el resto de autos en laconcurrida autopista. Era su viaje.
—¿Quiénes? —preguntó instantáneamente por acto reflejo, sin pensarlo siquiera, arrepintiéndose de inmediato por la inocultable curiosidad.
—Nosotros. Bah, él y yo —contestó la mujer con la mirada perdida en alguna parte de su interior más profundo, sin pestañear, sosteniendo su café con ambas manos a la altura de la boca.
Jay bebió su capuccino en silencio junto a la máquina expendedora de café. Aún no lograba entender del todo cómo había llegado a crearse tal clima de intimidad para que aquella mujer acabara de hacer ese comentario que la exponía tanto. Un comentario que la desnudaba por completo y que en poder de personas malintencionadas podría llegar a ser sumamente peligroso.
Jay concluía así su primer día laboral en las oficinas de Clayton's Inc.
Saludó con un beso, que intentó ser cálido, en la mejilla de la señora de Contaduría que aún permanecía inmóvil junto a la máquina de café, aferrada con ambas manos al tibio vaso de tergopol con su café expresso intacto y la mirada hundida en sus propias fantasías con Gerard, el jefe de maestranza del piso.
Tomó su cartera, acercó el sillón de cuero al escritorio que le habían asignado, saludó con un gesto mudo al muchacho que la cruzó camino a los ascensores y partió rumbo a casa.
De regreso en el charter que había contratado de ida y vuelta a su nuevo empleo hizo el balance obligado de su primer día de trabajo.
Llegó puntualmente cinco minutos antes de las 9 a.m. Se presentó ante la oficina de recursos humanos para que le dieran las llaves de los cajones de su escritorio y locker privado dónde dejaría más tarde sus pertenencias. La recibió Cecil, la jovencita rubia de mirada alegre y hoyuelos en las mejillas. La misma empleada que antes había aceptado su solicitud de empleo para el puesto de Secretaria Ejecutiva de Dirección de las tiendas Clayton's Inc. La misma jovencita que flirteó con alguien por teléfono mientras Jay intentaba ser lo más precisa posible completando sus datos, sus objetivos personales y profesionales. La misma que mostró su par de largas piernas cuando salió detrás del mostrador para retirar los papeles de las aspirantes que aguardaban nerviosamente a que fueran llamadas para ser entrevistadas por uno de los dos Directores del Área Comercial de Clayton's Inc.
Jay había visto el anuncio en el que pedían Secretaria Ejecutiva en el periódico online al que estaba subscripta. Enseguida le interesó el puesto. Enseguida envió sus datos, antecedentes y pretensiones tal como lo requería la publicación. A los dos días le habían respondido el correo pidiéndole la confirmación de que podría tener una entrevista el día siguiente a las 15 en las oficinas de Clayton's Inc. Enseguida respondió que iría con gusto a la reunión. Enseguida la contrataron satisfechos de haber elegido a la correcta para el puesto.
En cuanto llegó uno de los directores al que debía de asistir, el Señor Ray, la llamó a su oficina para darle la bienvenida a la empresa, a la famosa cadena de tiendas Clayton's Inc.
Ray enseguida le resultó asquerosamente atractivo. Con su traje impecable, su perfume sutil, su mirada intimidante. Jay le agradeció la bienvenida y le ofreció un capuccino de máquina. Ray rechazó el ofrecimiento con gentileza y le informó que prefería el café de filtro si no le resultaba demasiada molestia.
Cerca de las 10 se convocó una reunión en la sala grande para que todos los empleados conocieran a la nueva secretaria de Clayton's Inc: la señorita Jay.
Galopa fuerte mi pecho cada vez que mis ojos se posan en las formas de su cuerpo. Toda vez que usted se me acerca, el corazón me altera la razón. Un fuego recorre ardiente cada centímetro de mi espíritu. Ya era hora de que le confesara este pensamiento recurrente. He hallado siempre las excusas perfectas para visitar la casona de vuestro padre, que con beneplácito ha abierto las puertas de su refugio.
Eleonora, su rostro es lo único que ven los ojos de mi mente cuando los cierro para dormir, y lo primero que me muestran cuando amanece cada día. Desde el momento que la vi por primera vez, no hubo tiempo en que no la tuviera presente, en mis más íntimos pensamientos. Le pido disculpas si estas palabras la ofenden pero no aguanto más mantener para mí este secreto. Necesito que sepa que lo que más anhelo en esta vida es ser correspondido por vuestro amable corazón.
Tal vez éste sea el inicio de algo maravilloso si soy correspondido, a Dios le ruego cada noche que así sea. Deseo poder estrecharla entre mis brazos y susurrarle al oído todo lo que siento por usted. Todo lo que inunda mi mente cada vez que se me acerca cuando me he reunido con su estimado padre. Admirar su belleza, su elegancia y su risueña juventud. Adoro cuando un rayo de sol se posa sobre su cabello azabache. El brillo encandila hasta a los ciegos de este mundo. La blancura radiante de su piel aterciopelada me invita a besarla. Me lo he prohibido una y mil veces. Sé que no debo aunque el impulso sea un bravo toro suelto a su suerte sediento y hambriento buscando qué beber y con qué alimentarse.
Eleonora, las horas se detienen cuando no estoy junto a usted. He robado de su aposento un pañuelo bordado que huele a su piel. Lo siento mucho pero fue un arrebato que no pude evitar. Aquel diminuto pañuelo atesora lo que más deseo, su perfume.
Le ruego que me disculpe si esta declaración la perturba pero vivo en un infierno verla y no poder decirle lo que siento por usted. Por esto y por otras cosas más, que le diré en persona, es que hoy me he decidido tras largos meses de reflexión, en contarle lo que siento, en abrirle mi corazón. Le pido que me perdone si esta carta no resulta de su agrado pero debía hacerlo antes de partir hacia Europa a completar mis estudios de abogacía. Estaré dos años en España. A mi regreso me gustaría pedir su mano a vuestro padre. Regresaré con honores y con un capital suficiente para complacerle todos sus gustos.
Eleonora, quisiera poder invitarla a una cena en la casa de mis padres para que la conozcan.
Aguardo vuestra respuesta.
Suyo.
Sebastián Álzaga Unzué.
El muchacho dobló la carta en dos y la metió en un sobre que luego lacró con el sello de su familia patricia. Confió la misiva al muchacho que oficiaba de mensajero para que la llevara a la casa de Eleonora pero en el camino algo inesperado le sucedió al jovencito, que no llegó a entregar la encomienda a destino.
Eleonora, mientras tanto, ese mismo día, sentada frente al gran espejo de su tocador cepillaba cuidadosamente su largo cabello lacio y renegrido. Sus juveniles dieciséis años ruborizaban sus mejillas cada vez que pensaba en aquel muchacho que tanto le gustaba...