domingo, 24 de junio de 2012

CAPÍTULO 20: Antes de todo. Antes que nada.



23 de octubre 1998. 20 horas. Oeste GBA.

Llegó del trabajo y subió el auto a la vereda. Lo había llevado al lavadero. Entró apurado a bañarse. Se afeitó y se perfumó. Lo oyó silbar un tango mientras se vestía en el dormitorio. Se puso el traje que se compró con la plata que le pidió prestada a ella. “Para ser exitoso primero hay que parecerlo” la había convencido.
Apareció sonriente. Se acercó a ella, donde estaba en el pequeño living, a pedirle que le cebara un mate. La mesa repleta de papeles, libros, casetes, paquetes de cigarrillos estrujados y algunos encendedores; también había lugar para el viejo radio grabador. Había estado toda la tarde corrigiendo ejercicios de sus alumnos mientras fumaba y tomaba mates escuchando su música favorita.

   Mami. ¿Vas a salir esta noche, entonces?

   ¡No! ¿No habíamos quedado que íbamos al cine? ¿Te olvidaste?

   Uy, no puedo hoy. Tengo una reunión de negocios. Nos juntamos a cenar con varios dirigentes políticos y los socios de la clínica. Para el próximo viernes, ¿dale? No te enojes, ¡eh!

   Pero yo decidí no ir al cumpleaños de Agustina porque me habías dicho de ¡salir este viernes! ¡Siempre me hacés lo mismo! —largó con la voz entrecortada y los ojos llorosos al tiempo que vaciaba el mate en el tacho de la basura de la cocina.

   Pero mami... tengo un compromiso muy importante. Es por laburo. Lo hago por vos.

   ¡Vos hacés una mierda por mí! Pero andá, mejor andá a tu reunión y ¡dejame en paz!—lanzó con furia volviendo al living a buscar el termo.

Subió el volumen de la radio, y se metió a la cocina lloriqueando con un dolor que le atravesaba el pecho. Él se acercó y le dio un beso en la mejilla, ella permaneció inmutable con la mirada nublada y fija en la nada mientras cargaba agua de la canilla en la pava para calentar. Él se fue. Ella se quedó sola. Escuchó el ruido del motor del auto que se alejaba y se entristeció. Sintió un dolor agudo en el alma, se largó a llorar como hacía siempre que la dejaba sola para irse a sus compromisos. Siempre había compromisos que la dejaban fuera de los planes. Hacía seis años que estaba metida en esa relación que le quitaba más de lo que le ofrecía. Hacía cuatro años que habían salido a medias de la clandestinidad. Ella conocía a sus padres, a su hermano menor y su cuñada, también a sus sobrinos. También conocía a una de las tantas ex que había dejado en el camino por ella. Hacía dos años que ella había confesado la relación con aquel hombre “casado” ante sus padres; y hacía esos mismos dos años que sus padres le habían dado a elegir entre ellos, “su familia”, y él. Ella lo eligió a él en un acto de rebeldía del que se arrepentiría mil veces pero que le costaría mucho desandar. Él le llevaba quince años de edad y también se llevaba su juventud y su alegría consigo. Junto a él se le había deshecho la sonrisa. Tenía pocas razones para reír. Junto a él todo era oscuridad, encierro, tristeza, soledad. Habían empezado siendo amantes del primer trabajo de ella, cuando era una chiquilina de apenas 20 años y él 35, él fue su primer jefe. La deslumbró su forma de ser, su madurez, su traje, sus palabras de mentiras. Se encaprichó y comenzaron a salir. Durante los primeros dos años solo de noche y a bares de trampa, a bares para las otras, para las segundas, para las amantes de los jueves a la noche. Se acostumbró a permanecer en el secreto. Luego las salidas fueron disminuyendo. En el 96 se fueron a vivir juntos. Alquilaban una parte de una casa de dos pisos, les había tocado un dormitorio sin ventanas, un baño chiquito, una kitchenette y un diminuto living en la planta baja. Apoyada en la mesada, fumando, miró a su alrededor y sintió asco, sintió repulsión por esa cueva oscura, por esa vida de mierda, por esa juventud que se le diluía con rapidez. Ya no era más una nena, pensó, ahora ya tenía 26 años y toda una vida por delante. Se secó las lágrimas, se recogió el pelo largo y castaño, se puso un buzo con capucha y se ató los cordones de las zapatillas. Miró el último paquete box de cigarrillos, solo le quedaban tres. Salió a comprar al kiosquito de la vuelta. Terminó de corregir ejercicios, guardó sus libros de inglés y se fue al cuarto a mirar televisión. De tanto en tanto se largaba a llorar. Le daba furia tener que quedarse encerrada habiendo tenido la posibilidad de salir a despejarse. Miró la hora, ya era casi medianoche. No lo pensó más y decidió salir a dar una vuelta en auto. Sin rumbo, sin destino. Para que el aire de la calle le despejara la mente, le secara las lágrimas. Subió al auto, puso el estéreo y encendió otro cigarrillo. Cargó combustible en la primera estación de servicio que encontró a su paso. Subió a la autopista. Aceleró. Subió el volumen de la música. Aceleró más. Lloró. Llegó hasta puerto madero y retomó por Avenida Libertador. Condujo sin pensar. Fue hacia al norte, bajó por Avenida Maipú. Pasó Vicente López y en Olivos decidió ir al puerto. Dejó el auto en un pasaje y bajó a pie hasta el río. El cielo y el río se confundían en un negro abrazo. Se sentó en una piedra a unos metros del nacimiento del río. Algunas parejas detenían los autos para hacerse arrumacos frente a la negrura de la noche. Ella comenzó a llorar, desconsoladamente frente al río como único testigo. Una mano invisible le apretaba la garganta en un llanto ahogado. Tenía tanta juventud apagada y un arrepentimiento infinito por haberse equivocado tanto. Arrepentida por su ciega necedad. Era joven, atractiva, trabajadora, emprendedora y se había atado a un hombre por capricho infantil. Estaba atada a un hombre que no le ofrecía nada más que vacío. Ya había pasado mucho tiempo del momento que se deslumbró por aquel tipo de traje, aquel sujeto que elegía siempre las palabras mejores para vender, para venderse y tapar así su mediocridad vulgar. Durante seis años había estado comprando los buzones que él se había ocupado en venderle. Los tenía todos y cada uno de ellos amontonados en una parte de su ser, acumulando odio, acumulando rencor, acumulando fastidio. Esos buzones estaban repletos de reproches, de cansancio; estaban a punto de estallar en cualquier momento. Más pensaba en la pérdida de tiempo que significaba continuar con esa relación que la conducía a la nada misma y más dolor sentía en el pecho. No estaba acostumbrada a rendirse, a darse por vencida, a reconocer el fracaso, a perder. La pareja nunca había funcionado y aún a pesar de ello, ella se había convencido de que ella era capaz de tomar el control de todo, de cambiarlo, de hacer de que dejase definitivamente a su mujer por ella, lo haría divorciarse de la, según él, loca para que se casara con ella. Una vez más recordó sus propósitos iniciales y se largó a llorar. ¿Para qué? ¿Por qué ese capricho absurdo? ¿Para qué retener un hombre basura a su lado? ¿Para qué mantener un parásito que de nada le servía? ¿Para qué seguir con un hombre que no la satisfacía? ¿Qué caso tenía mantener una relación destinada a fracasar desde antes de la hora cero? ¿Para qué? Ella estaba para un hombre mejor. Para un hombre con objetivos, para un hombre que la valorara, que la respetara, que la apoyara, que la quisiera, que la amase. Encendió un cigarrillo más. Se recostó sobre una piedra fría, se subió la capucha de su buzo azul marino y se quedó absorta mirando la profundidad de la noche.


En ese momento se sentía como ese cielo junto a ese río unidos en la negrura. Se sentía profunda, se sentía fría, se sentía sola. Las lágrimas se le abultaban en las comisuras de los ojos y cedían por su propio peso dejándose caer por sus mejillas rosadas. Una profunda tristeza se le instaló en la cara. Miró el cielo hondo y deseó con todo su ser poder salir de todo eso que le pesaba en los hombros. La luna estaba ausente, la buscó en todo el firmamento y no la halló, como tampoco pudo hallar consuelo a un mar de lágrimas que necesitaban salir para lavarle la cara, para lavarle el alma, para limpiarle la mente. Cerca de las 2 de la madrugada subió al auto de regreso a casa. Aceleró tanto como pudo, llegó y enseguida se acostó, el sueño la venció. Mil sueños emergieron durante la noche, mil sueños para ser feliz la acompañaron abrazándola con ternura mientras se aferraba a su solitaria almohada. A la mañana se despertó otra vez sola. Una hermosa mañana soleada de octubre. El día era pura primavera. Se sintió renacer.

 

5 comentarios:

  1. Hermoso Negrita... Si fuera fácil...No? Lo importante es que agarro la ruta... Cuando el polvo tapa todo, el paso mas chiquito que puedas dar. POQUITO AQUELLO Que puedas ver...Es una puerta para cruzar a un camino distinto. Ta bueno tenerlo presente. Es justamente en esos momentos, cuando hay que hacer toda la fuerza para que la claridad aparezca. Ute ya sabe de esho.
    MUY HERMOSO...
    NADA... ÚNICA.

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    1. No es fácil vivir y menos fácil es describir la vida de otros (?) Gracias por seguir la historia y comentar con tanta pasión, loquillo!!

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  2. Muy buena parte primera. Muy interior; se nota la experiencia de haber atravesado circunstancias similares y poder haber aprendido de esas experiencia. Me gusto mucho.
    Dos detalles:
    1º) "nacimiento del río". Viví mucho en La Lucila y7 fui al pto. de Olivos. Ahí no nace o yo entendí mal.
    2º) ¿Se despertó sola? ¿No se preocupó por el marido que no había vuelto? ¿Por que no se preocupó?

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    1. Muy buena observación lo de "nacimiento del río". Tendría que haber dicho "orilla del río", el nacimiento no está en Olivos y crea confusión. Gracias por seguir la historia y comentarla!

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    2. Ah, me olvidaba aclarar que despertar sola otra vez ni la soprendía ni le molestaba a esta altura de la relación. Nada, eso. Beso.

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