martes, 1 de abril de 2014

La Piedra, de DitaStonehenge


Con ambas manos a los costados del cuerpo, los ojos abiertos mirando las sombras dibujadas en el techo. Un hormigueo comienza a subírsele por la rodilla hasta llegar a la cara interna del muslo derecho. El pelo muerto sobre la almohada dura, un mechón de pelo le tapa apenas un ojo, aunque no parece molestar. Los músculos de los brazos cada tanto tiemblan, tal vez por el cansancio de un día tremendamente agotador. Los pies le duelen, tanto que no puede siquiera sacarse los zapatos. Una vena en el cuello, la yugular, late rítmicamente… Y por fin respira… llenándose los pulmones de aire para vaciarlos nuevamente.
Visto en perspectiva parece el velorio de alguien que no tuvo en su vida ni un perro que lo llorara. Pero no lo es. 

De repente cierra los ojos y comienza a ver puntitos azules en el medio de la oscuridad. Un punto blanco brillante se centra en la nada. Dentro de él se abre un agujero y queda hecho un aro plateado y hueco, que luego se parte y forma un ocho blanco y resplandeciente. El número comienza a girar y se transforma en un círculo centellante. Blanco. Puro. Perfecto. Enceguecedor. Una bola blanca. Se arrima y se aleja. Gira sobre sí misma y desaparece convirtiéndose en decenas de puntitos azules. 

Se aproxima la medianoche y el estómago reclama comida con retortijones callados. Un dolor agudo se clava en el vientre pero pronto desaparece. Abre los ojos, todavía ve los puntitos azules diseminados por toda la habitación. Le cuesta hacer foco pero al cabo de un minuto logra ver la mesa. La ventana deja entrar la luz de una luna llena y blanda, algo amarillenta se le antoja. 

Arriba de la mesa hay un pedazo de pan duro. Habrá estado allí por varios días. No lo recuerda. Ahora sí se da cuenta de lo entumecida que tiene la pierna derecha. Con dolor intenta mover la pierna dormida, al hacerlo siente millones de hormigas coloradas picándole toda la pierna, desde la ingle hasta la punta de cada dedo de los pies. Una lágrima se le asoma, pero resiste el dolor. 

Lentamente se incorpora y se sienta en la cama, con los hombros doloridos y encorvados. Los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, con las palmas hacia arriba le asemejan a un simio retardado, en una jaula extraña. La ropa desacomodada. El cabello despeinado. La mirada perdida. Los labios secos y entreabiertos. El maquillaje corrido. El relleno del corpiño se le escapa por encima del pecho, plano. 

Se mira las manos y ve que ha perdido una uña de plástico. No logra recordar cuándo. Se mira las manos de nuevo, y las ve imperfectas y enormes. Huesudas y venosas. Flacas pero fuertes. Las asemeja a las de su padre, cuando las vio entrelazadas sobre su pecho el día de su funeral. El recuerdo trajo un escalofrío que le rozó la espalda.

Al mirar hacia la ventana, se da cuenta que falta un pedazo de vidrio, con forma de estrella. En el ángulo superior derecho. Nunca antes lo había notado. Un agujero como los que dejan las piedras al abrirse paso. Mirando el boquete imagina el recorrido que habría seguido el proyectil que pudo haberlo abierto. Para su sorpresa, lo encuentra. A tres metros de distancia, sobre el suelo, hay una piedra deforme y terracota, con algunas puntas filosas. En algunas de esas puntas se ven manchitas oscuras, también en el suelo. Es sangre.

Un líquido frío comienza a bajarle por el mechón de pelo que le cubre un ojo, no parece molestar. Toca el mechón, lo nota en partes endurecido. Sube con los dedos hacia un costado de la cabeza. Tiene el pelo algo mojado. Sigue inspeccionando hasta que un agudo dolor le parte el cráneo en dos que lo tira de espaldas sobre la cama. Aún con una mano sobre un costado de la cabeza. Tiene sangre en todo el pelo. En partes sigue saliéndosele apenas, y en partes, ya se le coaguló. 

No recuerda el golpe, no recuerda el desvanecimiento. Sólo recuerda el dolor. Saca el algodón que lleva dentro del soutien de lúrex y se lo pone en la herida. El algodón enseguida se impregna en un olor metálico y sanguinolento. Está herido. Otra noche sin trabajar. Sosteniéndose el algodón con una mano, se levanta de la cama, abre las colchas, se saca como puede los tacones, se desprende la minifalda de cuero, se saca el corpiño y el resto del relleno, también el aplique pegoteado en el pelo.

Desnudo, cansado, ensangrentado, se acuesta en la cama. Mira las sombras dibujadas en el techo y entrelaza lentamente los dedos flacos, y huesudos, sobre su pecho, plano. Cierra los ojos y espera que aparezcan los puntitos azules…

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