martes, 1 de abril de 2014

Tacones negros cuadrados, de DitaStonehenge


Con sólo mirarlo a los ojos supe que era él. Se me acercó despacio pero con paso firme y decidido, sin tiempo a que reaccionara me tomó enérgicamente de un brazo y me condujo rápido a un cuarto justo al lado de los ascensores. Sin soltarme tanteó en la pared la llave de la luz y una lamparita iluminó la habitación. Me arrojó a una silla para que me sentara, y horrorizada obedecí torpe tratando de volverme el cabello a su lugar. Se apoyó en un escritorio y encendió un cigarrillo sin quitarme esos ojos de encima, instintivamente junté las piernas y me acomodé la falda, tratando de disimular mi temblor.
- ¿Qué hacés acá?
- Nada, s…solo vine a buscar las llaves del auto… que me olvidé en la oficina… no sabía…que…,- dije con una voz que no reconocí en mi misma.
- Mirá, olvidate de lo que viste. Vos a mi no me conoces, ¿entendiste, nena?
- Sí… entiendo…- dije, bajando la mirada al piso… casi en un hilo agudo de voz… 
…con miedo a que me lastimara de nuevo, todavía sentía la presión de sus dedos en el brazo. Hubo un letargo en el aire y comencé a sentir que me faltaba el aire, miré alrededor y no encontré ninguna ventilación a la vista. De repente tiró el cigarrillo a medio terminar al piso y se marchó dando un portazo. Reconocí las llaves en el bolsillo derecho de mi abrigo, allí estaban, por suerte.

Camino a casa, no podía sacarme esa imagen de la mente. Esos hombres de espaldas me tapaban la cara de la mujer, pero pude verle las piernas extendidas en el piso. La estaban violando sin darse cuenta que alguien los estaba espiando desde la puerta. ¿Por qué debí volver? ¿Acaso debía ver esa escena? ¿Quién habrá sido esa pobre mujer? Por un momento sentí miedo de lo que podría pasar al día siguiente, cuando volviera a la oficina. Pero bueno, la suerte ya estaba echada. Yo tenía que ver eso, por alguna razón el destino quiso que fuera así.

Al llegar a casa noté que la puerta estaba entornada. Alguien entró. Sin pensarlo bajé rápidamente del auto y entré corriendo al living, encendí las luces y encontré todo revuelto. Me habían robado. Siempre había tenido pesadillas que algún día encontraría mi casa así, desvalijada. Desde los meses que había estado viviendo en ese barrio de mala muerte, el miedo a que esto sucediera nunca me había abandonado. Entré a la habitación y metí todo lo que encontré a mi paso en bolsas de plástico. Eran apenas un par de prendas que los ladrones no pudieron, o tal vez no quisieron llevarse. Junté mis libros, unos platos, unos cuadritos y un par de cosas más. Entonces me di cuenta de lo poco que me quedaba. Como nunca dejo dinero en la casa, no pudieron llevarse nada de considerable valor. Terminé de embolsar mis últimas miserias y me fui dando un portazo que me repercutió en todo el cuerpo.

Así conduje hacia el centro, hasta un cajero automático, y saqué una suma considerable como para conseguir donde pasar la noche. Encontré una habitación en una humilde pero discreta pensión para señoritas. Al menos era algo mejor que pasar una noche más en aquella casa, y también sentí cierto alivio al pensar que tal vez esos hombres no me encontrarían tan fácilmente.

La habitación era pequeña, pero al menos tenía un televisor y un balcón que daba a la ciudad. Desde el tercer piso podía ver como las luces de las calles se asemejaban a las entrañas de un ser extraño. Tal como aquellos que habitan en las profundidades del frío océano, seres repugnantes con luces de lo más llamativas. Apoyada en la baranda encendí un cigarrillo y traté de poner en blanco mi mente, pero la imagen de esas piernas tratando de zafarse de sus agresores no me dejaba en paz. Necesitaba un trago, y bajé a caminar un poco, a pesar de la hora, del frío y de meterme en un lugar totalmente desconocido. Al llegar a la vereda frente a la pensión, traté de memorizar la numeración y el nombre de la calle. Me reconfortaba la idea de salir a distraerme. Mi espíritu inquieto siempre me empuja en los momentos más inesperados.

Caminé hacia el centro. La ciudad todavía latía vida. Eran ya cerca de las 2 de la madrugada, y grupos de jóvenes deambulaban por las calles, con risas y gritos se dejaban transportar por la noche. 

Encontré un barcito en una calle muerta. Luces azules señalaban la entrada hacia un sótano. Bajé las escaleras tratando de evitar tocar la baranda salpicada. Traspasé la puerta de madera y entré a un mundo paralelo. El lugar estaba prudentemente acondicionado a los años 50’. Había una ancestral rockolla en una de las esquinas y la música destilada de Billie Holiday salía de todas partes. Había parejas en los rincones más oscuros y las meseras vestidas en ceñidos trajes de colores estridentes le daban un aire exótico al lugar. Elegí sentarme en un taburete de la barra y pedí un simple gin tonic. El barman se me quedó mirando por unos segundos como si tratara de recordarme… para luego girar sobre sus talones a prepararme el trago, moviendo la cabeza con un tal vez “no, no puede ser ella”. 

Con el vaso en una mano y apoyando la cara en la otra, hice foco sobre el hielo que flotaba en el centro. Tanto me concentré que el recuerdo de las piernas que trataban de escaparse volvió a mi mente de nuevo. Tenían las pantimedias bajadas hasta las pantorrillas, y aún conservaban los zapatos negros de tacones cuadrados. Absorta en ese pensamiento me di cuenta que había comenzado a mirar los zapatos de las mujeres que se encontraban en ese lugar. Ninguno se parecía a esos de tacones cuadrados. Recordaba que uno de los abusadores, que estaba de espaldas a mí, tenía un tatuaje en la nuca, el dibujo se parecía a una serpiente enroscada a una especie de obelisco, o pene. De ahí en más comencé a mirar a cada hombre que estuviese de espaldas intentando encontrar a aquel, del tatuaje. Aunque aún sentía miedo de que me encontraran, algo en mí estaba decidido a encontrarlos primero. 

Terminé mi trago con un sorbo final y dejé el dinero debajo del vaso vacío. Tomé mi abrigo que intentaba hacer equilibrio en el diminuto respaldo del taburete y salí del lugar mirando el piso. Buscando alguna clave tal vez. Al atravesar la puerta unos pies de mujer con tacones cuadrados negros se me cruzaron al paso. Me di vuelta levantando la vista para volver a bajar rápidamente la mirada y buscar ese rastro nuevamente. Pero fue imposible. De repente vi decenas de pies yendo y viniendo sin cesar. En una fracción de segundo decidí dejar de lado el caso que comenzaba a morderme en la mente y subí la escalera que daba a la calle con una sensación de profundo desconsuelo. 

De camino a mi nuevo hogar, las imágenes de esas piernas y las de mi casa se fundían en mi pensamiento. Mi casa había sido tan violada como aquella mujer. Ambas habían sido penetradas y vaciadas. Mi casa de cosas materiales, y esa mujer… de paz.

Por momentos la noche me parecía muy fría y húmeda, y de a ratos un calor sofocante de tormento me hacía doler el cuerpo. Caminé incansablemente hasta la pensión, miré la hora… ya eran cerca de las 4 de la mañana. Me di cuenta que no tenía sueño ni ganas de cerrar los ojos. Reconocí esa sensación de angustia. Subí a mi habitación y cerré la puerta con todos los cerrojos que hallé. Me recosté vestida en la cama y me miré los zapatos… de tacones cuadrados.

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